LAS AVENTURAS DE BAKER Y CANTERVILLE
.............................................
Ana
Solari
..............................................
esta historia está dedicada a:
Matías y Carolina, los padres de los mellizos
Baker y Canterville, los mellizos
mi hermano, hacedor de zancos
Mark Todd, el señor Tallarín
Pontiki, el perro cazador de ratas, fantasmas y libélulas
(cuando las encuentra)
y a todos los libros que leí en la infancia y me hicieron muy feliz
Kalamata, febrero 2015
Estación 1: partida
Con dos maletas minúsculas, los mellizos esperan. Apenas ha
amanecido, de la iglesia cercana a la estación, se escuchan las
campanadas, tan tristes siempre, y un perro que ladra a la nada. No
le ladra a los mellizos, sólo quiere que sepan que no están solos
allí, en la estación. Porque ellos saben –no sé cómo lo saben- que
cuando aparezca el tren lo reconocerán, porque es rojo. Una gran,
grandísima locomotora roja, con una chimenea oscura de tanto humo
que lanza en su trayecto imparable. La locomotora los reconocerá, a
los mellizos con las dos maletas idénticas y los sombreritos de
colores que les tejió la madre, hace un tiempo. El perro ladra, las
campanas suenan a metal y aire, y a lo lejos se escuchan el
traqueteo, las ruedas un poco ásperas en los rieles, cinchando por
llegar, una bandera que se agita con la brisa y que es un arcoíris,
con una gran M bordada en dorado. Es la señal.
-Ese es nuestro tren- dice mellizo 1.
-¿Estás seguro? – responde mellizo 2, que siempre duda (o
que tiene una peculiar inclinación hacia la duda, quizá,
precisamente, porque le tocó ser mellizo 2).
(Hay que aclarar una cosa: cuando estaban en la barriga, mellizo 1
se movía mucho; mellizo 2 parecía estar muy tranquilo allí en el
saquito que le había tocado, que era tibio y confortable, y donde
podía pensar y pensar, con el pulgar diminuto en la boca chiquita,
mientras soñaba con la mamá, de la que estaba seguro de que era
pequeñita como él, un poco rubia, un poco distraída, un poco afilada
a veces, y que quería tanto al papá, al que había esperado tantos
años… ¿cuántos? En términos mellicísticos, seis años es como una
eternidad. Sí, la mamá y el papá se habían estado esperando seis
años. ¿No es acaso una historia prometedora?, se preguntaba mellizo
2, encantado con sus papás.)
-Por supuesto que estoy seguro. Esa bandera es para
nosotros. Vamos, hay que subirse –insistió mellizo 1.
Mellizo 2 sabía que era mejor hacerle caso a mellizo 1. Mellizo 1
claramente era alguien de acción. Tomaba decisiones, estaba en
primera línea, no tenía miedo. Mellizo 2 pensaba un poco antes de
hacer las cosas. Por ejemplo, se había tomado su tiempo antes de
nacer. Había sido así:
Mellizo 1 se había aburrido de estar encerrado en la barriga, que
ya le quedaba chica. Y le dijo:
- Es hora de salir de aquí.
Y empezó a dar pataditas, hasta que rompió algo que se llama “la
bolsa” y que pone en alerta roja a todos – creo que hasta los
Bomberos se enteran-, como cuando suena una alarma en alguna parte.
¿Sería que ellos estaban en una bolsa y no lo sabían? (alguien
debería hacer el mapa de lo que ocurre adentro de una barriga,
porque tiene una geografía peculiar, con ríos y montañas y valles,
aunque nadie lo recuerde).
Mellizo 2 no tenía muchas ganas de salir. Estaba calentito, cuidado,
le daban de comer, nadie le preguntaba nada ni tenía que responder.
Reconocía las voces: la grave y tierna del papá; la más aflautada
–como una melodía de Vivaldi, quizá- y suave de la mamá; le gustaba
cuando lo acariciaban y se las ingeniaba para acercarse lo más
posible a la piel más delgada de la barriga, que, como el mar
profundo, cerca de la superficie, dejaba atravesar algo de luz.
¿Para qué salir de allí? ¿Qué sería cuando estuvieran afuera?
Pero mellizo 1 insistió:
- Es la hora. Hay que conquistar el mundo.
Mellizo 2 pensó que se parecía a un vikingo, aunque no estaba
seguro de dónde le sonaba esa palabra. Aunque le gustó. Quizá
mellizo 1 era heredero de vikingos y se enterarían en cualquier
momento.
Aventurero le salió el hermano, aunque mellizo 2 aún no sabía que
mellizo 1 era su hermano. Hasta ahora, todo lo que sabía era que de
pronto había empezado a crecer junto a otro como él, o similar a él,
porque también tenía dos ojos enormes y manos –no sabía que se
llamaban manos, claro- y unas piernas que a veces se movían mucho y
hasta una vez lo patearon un poco. Pero no protestó. Mellizo 2 era
paciente, y con tan poco espacio, qué podía esperarse si uno se
cansa de la postura y quiere moverse…
Así que decidió hacerle caso. Mellizo 1 salió primero, asomó la
cabeza, y al principio no vio nada. Después se acostumbró a la luz.
Había otras personas allí, y le pareció increíble aparecer entre dos
columnas torneadas y suaves – aunque no reconoció los capiteles-
hasta que entendió que eran las piernas de la mamá. Ah, la mamá
tenía piernas-columna. Eso hablaba bien de ella, sería una mujer
fuerte, como un templo griego, dórico, quizá, o jónico, espartano
no, porque los guerreros no habían dejado nada en pie ni construido
nada, y cualquiera que visita Esparta descubre que apenas es un
valle con un par de rocas aquí y allá.
La madre era de estirpe griega, sin lugar a dudas. Eso ya no estaba
nada mal. Después un hombrón que seguramente era Hércules lo sostuvo
en una mano. Lo miró de reojo, y cuando Hércules habló, comprendió
que era el papá, el de la voz grave que le había contado tantos
cuentos… Un poco desordenados, es la verdad. En cuanto pudiera, le
daría algunos consejos. Porque se había saltado épocas, siglos,
paisajes. ¿Y cómo él, mellizo 1, podía comprender todo eso en un
reino tan chiquito como una barriga? Ya hablaría con el papá sobre
el asunto, porque no se debía mezclar así la literatura, no
importaba cuán excelsa fuera la intención. ¿Cómo un mellizo podía
hacerse cargo del desorden de un padre que lee cuentos? Pero vamos,
para eso están las cronologías. A menos que… ¡el papá fuera un
anarquista! Alguien en contra del orden establecido. Podía ser. Ese
Hércules que lo sostenía en una mano y lo miraba con amor, pero
como quien mira a una lagartija en un laboratorio, era su papá. Vaya
sorpresa.
-Mucho gusto – pensó, pero ya se sabe que lo que piensan
los mellizos recién nacidos nadie lo entiende. Así que no repitió el
intento. Cuando llegara a los 18 años, le explicaría. Le diría: te
vi, te reconocí, intenté presentarme, pero no hubo forma. No hay
traductores para cuando uno sale de una barriga y todavía está un
poco –poquitísimo- confundido o desorientado.
Mellizo 2, desde la barriga, lo llamaba en voz baja:
-¿Cómo es eso ahí afuera? ¿Vale la pena salir?
Mellizo 1 se molestó un poco con mellizo 2.
-Pues claro que sí. Una mamá tiene piernas-columna con
capiteles desconocidos, y nuestro papá es tan poderoso que me
sostiene con una sola mano. Imagínate. Claro que tienes que salir.
Mellizo 2 se enrolló una vez más y dudó.
- Y si me arrepiento, ¿podré volver a entrar?
Mellizo 1 comenzó a enfurecerse y lanzó un bufido furioso.
Entonces escuchó una voz desconocida que decía:
-Llora, es sanito, los pulmones andan bien,
felicitaciones.
Y volvió a bufar, ofendidísimo. Pues claro que los pulmones le
funcionaban bien. Todo estaba bien. ¿Acaso no era mellizo 1?
Enojadísimo abrió los ojos y los miró a todos. Al que seguramente
era el matasanos, a la mamá con piernas-columna y a Hércules. Uno
por uno, y a consciencia. Acá estaba, era mellizo 1, y quería que lo
respetaran. Y lloró con tanta fuerza como pudo, sólo para que
supieran que estaba ahí y que tenía mucho para decir (pero no sé si
lo entendieron, realmente).
Entonces recordó a mellizo 2, y le gritó que saliera de una vez, que
en cualquier momento se cerraría la puerta, que era como la cueva
de Alibabá. Una vez que sales no puedes volver a entrar. Es un viaje
de ida, únicamente.
Mellizo 2 se desanudó, estiró los bracitos que se le habían
entumecido un poco, hizo un movimiento de empujarse con las
piernitas y salió hecho una bala por un túnel que le resultó
larguísimo y tan tibio como el saquito; se dijo que jamás olvidaría
ese momento, en que era como el último hombre bala de la Tierra
(pero no sé por qué, la mayoría de nosotros olvida este momento;
deseo que los mellizos recientes lo recuerden para siempre). Cerró
los ojos con un poco de miedo, apretó los puños y, pum, estaba
afuera, en una alfombra blanca y suave que lo recibió con
amabilidad. ¡Mellizo 1 no se había equivocado! Y allí estaba el
señor Hércules que también lo sostuvo con una mano. En una estaba
mellizo 1 y en la otra, él. Y entonces vio a mellizo 1 a la luz del
día y se encantó. Sí, ese que estaba allí lo había acompañado en los
nueve meses del largo viaje, en que se habían visto crecer y alguna
vez incluso se habían preguntado qué serían, por qué estaban allí,
quién los habría puesto y para qué. Ahora entendía que de eso se
trataba: esperar nueve meses para atravesar un túnel coronado por
las piernas columna de la mamá y ser sostenidos por las manazas de
Hércules del papá. Vaya destino les había tocado. Seguramente
auguraba cosas muy buenas, una vida llena de aventuras.
De todo eso se acordaba mellizo 2 mientras la locomotora se detenía
justo delante de donde estaban, haciendo tú-tú y frenando con un
chhhhiiiii que le hizo doler un poco los oídos. Mellizo 1 tomó la
maleta y ni lo dudó:
-Al vagón 1.
- ¿Y cómo sabes qué es el vagón 1?
- Pues, porque somos los únicos que estamos aquí. No hay
nadie. Debemos subirnos al 1, se verá luego. Si no lo es, ya vendrá
alguien a decirnos que debemos cambiar de vagón.
Mellizo 2 decidió seguirlo y pensó que mellizo 1 tenía una lógica
bastante confiable. Algo le dijo que seguramente la había heredado
del papá, pero ya tendría tiempo de comprobarlo. Apenas se conocían,
esa era la verdad, y este viaje seguramente cumplía con esa función.
¿De qué otro modo un mellizo conoce al otro si no es un vagón de
tren que los llevará a recorrer el mundo que han venido a habitar?
Estación 2: en el vagón 1 y de dónde surgen los nombres
Mellizo 1 puso la maleta en el estante destinado a las maletas,
alzándose un poco, porque casi no alcanzaba el estante para los
bultos, y mellizo 2, después de asegurarse de que aquello era lo
correcto, lo imitó. Las maletas eran idénticas. Se preguntó de dónde
habrían salido, porque no recordaba haber atravesado aquel
maravilloso túnel con una maleta en la mano. Pero tampoco parecía
tan importante saberlo. Mellizo 1 se sentó, erguido y serio, en una
de las banquetas, junto a la ventanilla, y miró hacia afuera. Era un
campo nevado. Sacó algo del bolsillo, un envoltorio de papel de
aluminio, y lo abrió con parsimonia.
Mellizo 2 se sentó justo frente a él, y a través de su ventanilla se
veía un hermoso campo de girasoles en otoño. Pero como no sabía qué
veía mellizo 1 a través de su ventanilla, no hizo comentario alguno
y se deleitó con los ocres y los dorados que eran de Van Gogh, pero
él aún no lo sabía, ni tampoco que la luz, esa maravillosa luz que
cubría los campos, era de Vermeer (ya habrá tiempo para que lo
sepa). Mellizo 1 tampoco sabía que su paisaje parecía salido de
Brueghel, pero el blanco de la nieve, que contrastaba con el azul
profundo del cielo, lo llenó de sosiego. Allí iban. Mellizo 1 lo
miró y decidió que era de buen hermano convidarlo con lo que estaba
comiendo, que a la sazón era una manzana verde y un trozo de pan
negro cubierto de mermelada de frambuesa con algo de queso blanco.
Mellizo 2 le dio un mordisco e hizo un gesto de asco.
-¿Qué es esto?
-Un sándwich de frambuesa y queso blanco.
-¿Y de dónde salió?
-Ni idea. ¿Será de nuestra madre?
-No lo creo.
-¿De nuestro padre?
-Menos. Jamás prepararía semejante cosa.
-Entonces no lo sé.
-A mí me gustan los ravioles.
¿De dónde había salido esa palabra? Mellizo 2 se quedó pensando en
las palabras. “Raviol” se le había aparecido de pronto, como un
rayo. Ra-viol. ¿Pero qué sería? ¿Y a quién preguntarle?
-¿Tú sabes qué significa raviol?
-No –respondió mellizo 1, sin que le importara demasiado
el asunto; estaba concentrado en el sándwich, que no sabía nada mal.
-Pues me gustaría saberlo.
-Ya tienes algo en qué entretenerte –sugirió mellizo 1,
que desconfiaba de las preocupaciones de su hermano. Intuía que era
de los que se pierden fácilmente en ensoñaciones y pensamientos
inútiles, como los que hacen nacer a los anarquistas, a los punkies
y a los revoltosos de todas las épocas. Mellizo 2 era un problema o
sería un problema en el futuro (¿pero que ser humano no lo es? Sobre
todo si es preguntón…)
-Raviol, raviol –murmuró mellizo 2 una y otra vez.
-Debe de ser una especie de empanada diminuta, como para
mellizos como nosotros. Seguro que le ponen mantequilla y queso
rallado, muy finito.
-Qué va –protestó mellizo 2 – un raviol es una tumba, un
maravilloso panteón de un rey que conquistó mares y océanos, que
atravesó montañas y selvas. Un héroe, como nuestros antepasados.
Por primera vez, mellizo 1 no supo qué decir. De modo que se
enfrascó en el sándwich y terminó de devorarlo; luego volvió al
paisaje nevado, y vio un zorro hermosísimo cruzar la pradera
cubierta de nieve, dejando minúsculas huellas detrás de sí. Si
pudiera detener el tren, apearse y seguirlo… entraría con él al
bosque y encontraría una cabaña con la estufa encendida y quizá a…
Mellizo 2 pensaba en Raviol, en los territorios que había
conquistado, en los horizontes ignotos que le faltaban por ver y en
las cumbres rocosas a las que no había llegado ningún hombre. La
aventura le hervía en la sangre, olvidado de que era un mellizo
reciente, que apenas si podía sostenerse en las dos piernecitas y
alzar la maleta, y que no estaba destinado a ser un hombre de
acción, como su hermano.
¿Qué había en la maleta?
Quiso llamarle la atención a mellizo 1, pero se dio cuenta de que no
sabía su nombre. ¿Cómo hacer?
-Pssst. Tú –intentó. Pero mellizo 1 estaba tan concentrado
en el zorro, en el bosque y en la cabaña, que no lo escuchó.
-¡Ey, tú! ¡El que estaba en la barriga conmigo! –insistió,
pero nada.
Tendré que ponerle un nombre. Ay, qué difícil. Porque si le ponía un
nombre, mellizo 1 le pondría uno a él, ¿y si no le gustaba?
-Señor – dijo entonces, pero mellizo 1 no se dio por
enterado, porque él no era un señor.
-Oiga –insistió mellizo 2, al borde de la desesperación.
-Me llamo…
Y cuando estaba por decir cómo se llamaba, mellizo 2 se dio cuenta
de que no sabía su nombre. Quizá tuviera uno, pero no se lo habían
dicho. ¿Qué hacer?
Mellizo 1 pudo leerle los pensamientos. Debemos ponernos nombres,
pensó, no importa lo que quieran los demás. Miró a mellizo 2, que
asintió.
- Antes de que venga el que revisa los boletos y nos
pregunte quiénes somos –aclaró.
-Sí, antes debe ser.
Ambos hicieron silencio, mientras pensaban en qué nombres se
pondrían. Era claro que, en aras de la practicidad, si estás con
otra persona, necesitas tener un nombre, un apodo o algo que te
identifique. Si estás solo en el mundo, pero solo en soledad total,
el nombre no interesa, porque nadie va a llamarte nunca, pero si
estás con otro, que además es tu mellizo, entonces, es
importantísimo.
-¿Y
qué dirán nuestros padres?
-¿Sobre qué?
-Sobre que elijamos nuestros propios nombres.
-Pues
yo creo que si nos dejaron hacer este viaje, siendo tan chicos, es
que el asunto de los nombres no debe de importarles demasiado, o ya
tienen algún nombre pensado y nos los dirán a la vuelta.
- ¿Y si no nos gustan?
-Pues nada, que nos los cambiarán.
Mellizo 2 se quedó más tranquilo. Sentía simpatía por los papás que
les habían tocado. La madre era dulce, como si tuviera el alma
siempre afelpada, y el padre, un poco serio, no podía disimular la
sonrisa permanente en los ojos, detrás de los anteojos que llevaba.
Aunque podría afeitarse un poco… a veces pinchaba. Pero a un padre
nuevo, sin experiencia, se le perdona CASI todo. Todo, no. Casi
todo.
-Bien. Pensemos.
El asunto es que hay que tener en cuenta que dos mellizos tan
chicos, recién salidos al mundo, saben poco de todo, y mucho menos
de nombres. Pues dónde se aprenden los nombres. De escucharlos
decir. De leer historietas; de que alguien nos lea cuentos. De
inventarlos –esos son los más arriesgados, porque suelen ser
combinaciones desastrosas. De modo que los mellizos estaban inermes,
con pocas herramientas para resolver el asunto.
-Ya sé – dijo mellizo 1, después de terminar el sándwich.
-Dime – suspiró mellizo 2, con un poco de temor.
-Esperaremos a que suban más pasajeros y escucharemos cómo
se llaman. Así sabremos algún nombre.
-¿Y si nadie se llama por su nombre? ¿Y si son espantosos?
-Pues, los cambiamos. No creo que importe demasiado.
-Pues yo quiero un nombre que sea para siempre –respondió
mellizo 2. No se imaginaba con nombres variables.
- Pues entonces podemos tomar los nombres de las estaciones
por las que pasemos, por las avenidas, las calles, los callejones,
los monumentos, las plazas, las iglesias, los animales, los ríos.
Mellizo 2 dudó. Eso era más complicado aun. Mire si terminaba siendo
los Alpes Escandinavos – en caso de que los hubiera – Mar Caspio,
las Rocallosas o Tumba de Tutankhamón. No, no, mejor buscar en
personajes que ya existían.
-Busquemos en novelas.
-Ah, como si conocieras tantas.
-Bueno, alguna… recuerda que nuestro padre nos leía, y
nuestra madre también.
-Es cierto. Recuerdo alguna en particular…
-La del fantasma que nadie veía, salvo la niña. Tan triste.
Pobrecito el fantasma.
- Sí, sí, sí, Canterville. Yo seré Canterville – aplaudió
encantado mellizo 1.
-Bien, ahora me falta a mí encontrar un nombre. Pensemos.
-¿Qué otra cosa nos leyó nuestro padre?
-Además del Manifiesto Comunista, recuerdo a Moby Dick, a
Sandokán, a Mujercitas y algo de un tal Rolling Stone. Bueno, y
Oscar Wilde, naturalmente, y Lovecraft y Tolkien y Ballard. Eso
recuerdo. Ah, y una tal María Elena Walsh.
-Olvídate del Manifiesto Comunista, por lo que entendí,
deberíamos ponernos de pie, levantar el puño y cantar algo que se
llama la Internacional, pero los obreros no tienen nombre, salvo
los que mueren. Pensemos en Moby Dick. ¿No había leído algo de un
tal Sherlock Holmes?
-Sí, pero lo mezcló con Sueño de una noche de verano,
de Shakespeare, así que me confundí un poco.
-Sí, demasiadas “sh”. Pero Sherlock… a mí me cae bien el tal
Watson.
-Entonces seremos Canterville y Watson.
-No, seremos Canterville y Baker, por Baker Street.
-Bueno. Hola, Baker.
-Hola, Canterville.
Y así, con nombres con que nombrarse, mellizo 1 (Canterville, para
los distraídos) y mellizo 2, Baker (para los olvidadizos) se
sumergieron cada uno en su ventanilla y su paisaje y cuando
quisieron acordar, sin darse cuenta, se quedaron dormidos, como
suelen hacer los mellizos tan chicos que emprenden un largo viaje.
Estación 3: adónde van los mellizos cuando no tienen un mapa
En ningún momento les sorprendió que nadie se subiera al tren. Tal
parecía que iban solos en el vagón 1, como si la locomotora fuera
enteramente suya y no esperara otros pasajeros. Eso no estaba tan
mal, pensó mellizo 2 (Baker), debido a su natural timidez. A mellizo
1 (Canterville) lo tranquilizó, no porque fuera tímido, sino porque
tenía en su naturaleza algo como de misántropo, herencia, quizá, de
la abuela paterna, que no era muy dada a la gente de carne y hueso,
salvo raras, rarísimas excepciones, como el hijo, claro, el padre de
los mellizos, y también la madre de los mellizos, y algunos amigos,
muy pocos. Pero podían contarse con los dedos.
De todos modos, ni Baker ni Canterville conocían el término
“misantropía”, de modo que no hay por qué ponerse ahora a
explicarlo. Baste con decir que, por los motivos que sean, ambos
estaban encantados de ser los únicos en el tren.
-¿Y cuándo nos detendremos? –preguntó Baker, un poco
preocupado.
-No sé. Supongo que cuando nosotros queramos.
-¿Y cómo haremos?
-No sé. Supongo que apretando el botón que diga “deseo detenerme”.
-Ah, no sabía que en los trenes había un botón así.
-Yo tampoco, es la primera vez que viajo en tren; pero si tuviera
que diseñar uno, incluiría un botón con esa posibilidad.
-Tienes razón.
Después no hablaron durante un rato. El paisaje nevado de
Canterville se había transformado en un bosque tupido y oscuro, de
verdes casi negros, y aquí y allá, por encima de las copas de los
árboles –pinos, abetos, cedros, quizá- se asomaban las almenas ya
derruidas de viejos castillos. Baker, sin embargo, veía a través de
su ventanilla unos lagos de costas infinitas, horizontes brillantes
y más allá riscos y precipicios donde seguramente se habían
practicado toda clase de sacrificios. Los mares de Baker
contrastaban con los bosques de Canterville. Pero, curiosamente,
ambos escuchaban los mismos sonidos, la misma melodía que venía no
se sabe de dónde.
-Me recuerda al Flautista de Hamelin – dijo Canterville de
pronto, sin saber por qué lo decía.
-Tienes razón –respondió Baker, aunque no estaba seguro de
saber de qué hablaba su hermano.
Le gustaba la palabra “hermano”. Miraba a Canterville, y como no
habían conocido un espejo, no sabía que se parecían como dos granos
de arena. Eran tan idénticos que el padre y la madre tenían
dificultades en diferenciarlos. Pero ni Canterville ni Baker lo
sabían. Cada uno miraba al otro, y el otro le caía simpático, aunque
un poco desordenado, como a medio hacer. La nariz de Baker tenía una
punta un poco graciosa; y las mejillas de Canterville estaban
pobladas de pecas y tenía los pelos parados, como si no supiera
peinarse. Pero vamos, ¿qué mellizo tan chico sabe peinarse?
(intervino la abuela un poco ofuscada por la tontería de la
acotación).
Total, que Canterville y Baker viajaban sin saber por paisajes
diferentes, pero escuchando la misma melodía. ¿Es acaso posible? Yo
creo que sí, y eso habla de que eran mellizos. Alguien debería
avisarles a los padres que esas cosas sólo le pasan a los mellizos y
que hay que empezar a prepararse para esa y otra clase de
situaciones incomprensibles.
-Quiero bajarme –dijo de pronto Baker, y se sorprendió de su
arrojo.
Canterville lo miró, asombrado también. Vaya con el hermano menor.
Pues si quería bajarse, que apretara el botón. No respondió. Y Baker
se sintió un poco solo en su afán. Sin embargo, no lo dudó. Se puso
de pie, un poco tambaleante pues algo se había mareado durante el
viaje, y caminó hasta la puerta corrediza donde había varios
botones: “me quiero bajar ahora”, “no sé si quiero bajarme aún, pero
luego querré”, “no quiero bajarme nunca”, “detesto este tren”, “no
tengo la menor idea de lo que quiero”. No había otras posibilidades
más que esas.
-¿Sabes lo que quieres?- preguntó de pronto Canterville,
ignorando completamente la duda existencial en la que se encontraba
el hermano, que no sabía que había tantas posibilidades en un tren.
-Creí saberlo, pero ya no. ¿Qué ocurre si apretó el botón
“no sé si quiero bajarme aún, pero luego querré”?
-Hay dos respuestas posibles – y con esto Canterville
realmente demostró quién sería en el futuro y lo que probablemente
le esperara. (Problemas, auguro, pero me abstengo de decírselo)
-No quiero dos respuestas. Quiero saber qué se supone que
ocurre si aprieto ese botón.
-Pues creo que se trata claramente de una postura idealista,
de quien no termina de definirse por una u otra, y no quiere salir
perdiendo. Es la que lleva, a la larga, a la frustración, a la
inoperancia, a la nada, a lo que deviene en pequeña burguesía. Así
es.
-No entendí nada; ¿y cuál es la otra posibilidad?
-Que sea una broma del maquinista, que, como demiurgo
universal, está jugando a los dados contigo.
Baker se lo quedó mirando. Tal parecía que mellizo 1, Canterville,
el hermano mayor, hablaba en jerigonza puro. Descartó la
posibilidad, no porque hubiera comprendido, sino porque le pareció
bastante estúpido decir que se quería algo, pero no aún. Pues cuando
se quería algo, debía ser en el momento de quererlo, ni antes, ni
después. Pensó en las otras posibilidades. Claramente, se debatía
en querer bajarse ahora o no querer bajarse nunca. Y con eso, Baker
también acababa de signar su futuro, su destino, su sino y su
relación con el mundo.
(Acá es menester hacer una aclaración: por algún misterioso motivo,
la continuación del relato se perdió en alguna parte de la máquina,
con lo cual el narrador debe hacer memoria y recomenzar o continuar)
Baker apretó el botón, decidido, que de inmediato se puso en
amarillo, parpadeó, pasó a verde y tan luego a rojo, y allí se quedó
esperando, la luz encendida, y Baker que no podía dejar de mirarla.
Mientras tanto, Canterville observaba al hermano, dudando. Por fin
se decidió, y en lo que podríamos calcular medio minuto, estiró las
piernas, se restregó los ojos, estornudó y se acercó a Baker.
Entonces escucharon a la locomotora que decía:
- Señores pasajeros, recuerden bajar lo que crean necesario.
Pueden dejar las maletas en el vagón. Los estaremos esperando para
cuando deseen retornar.
Ese aviso no estaba nada mal, y cuando se hizo silencio, el tren
aminoró la marcha y frenó con suavidad. Entonces la puerta de
cristal se abrió y una escalerita de aluminio, con tres peldaños, se
desplegó y rozó el andén. Baker descendió primero, pese a que debió
de haberlo hecho Canterville, porque era el hermano mayor. Con lo
cual se demuestra que ser el mayor o el menor no significa demasiado
cuando se trata de mellizos.
Allí estaban. En el andén Uno de la Gran Estación, que los esperaba.
Un enorme edificio de cúpula de metal y vidrio, con ventanales hasta
el piso y un gran portón de madera y cristal biselado. Pero un
enorme silencio, un suspiro en el aire, un cuervo que cruzó
graznando y se perdió en la lejanía. Allí no había nadie.
Los mellizos avanzaron, un poco dubitativos al principio, pero, en
cuanto recobraron la seguridad y el espíritu de aventura que los
guiaba, sonrieron y se apuraron. La puerta se abrió y entraron a la
Gran Estación. Era un hall enorme, con piso de mármol en damero, y
aquí y allá columnas que llegaban hasta el techo. Arriba,
revoloteaban las palomas, que habían hecho sus nidos. Y luego,
tiempo después, cuando los mellizos regresaron y le relataron todo a
los padres en la minúscula cocina inglesa, con el gato-gatito en la
falda de la madre, y una taza de té en las manos del padre, delante
de la estufa, los mellizos dijeron que las palomas parecían los
trapecistas (del Circo del Sol así lo interpretó el padre),
(de Las Alas del Deseo, así lo imaginó la madre). Pero no
debemos anticiparnos al relato, que sigue un orden cronológico, pese
a que a veces hay que avanzar un poco, y otras, retroceder para que
se entienda.
Las boleterías estaban vacías, las salas de espera también; no había
un alma, pero sin embargo todo estaba limpio, como si esperara a los
pasajeros. Cerca vieron una cafetería, cuyas mesas de granito claro
también relucían; había una cafetera con café recién hecho, y una
caldera con agua que hervía, por si alguien quería beber una taza de
té. Los mellizos se acercaron. Sobre la mesa había un platito con
pastas que olían bien. Sin embargo, qué difícil llegar a las sillas.
Habría que protestar un poco, porque uno se olvida de que los
mellizos recientes son chiquitos, y que no es sencillo trepar a una
silla de un cafetín de adultos. De modo que uno ayudó al otro, y el
otro ayudó a uno, y no me pregunten cómo, pero lograron sentarse y
bebieron un café con leche recién preparado (tampoco me pregunten de
dónde salió la leche, porque es un detalle que, en este momento, no
importa demasiado). Allí estaban los dos, saboreando las pastas,
cuando a Baker se le ocurrió pensar que las había dejado allí la
madre, que supuso que algo de hambre tendrían. Pero Canterville no
estuvo de acuerdo, y a ninguno de los dos pareció asombrarlos el
hecho de que se comunicaran sin hablar. Con lo cual queda demostrado
que los mellizos, o al menos estos, se leen los pensamientos, cosa
altamente práctica (y de alto riesgo para los padres).
-No fue nuestra mamá –insistió Canterville- esto es así
porque es así.
Baker sacó del bolsillo un mapa (la existencia de este mapa quizá se
explique en el tomo 3 de esta saga, en este momento alcanza con que
se sepa que había un mapa).
-Fijémonos dónde estamos. Creo que acá.
Y señaló una superficie verde y azul.
-No – replicó Canterville-, estamos aquí.
Y señaló un cuadrado marrón un poco alejado de un lío de calles,
callejones y callecitas.
-Da lo mismo, no nos perderemos –dijo Baker de pronto, con
una certeza inexplicable.
-¿Y cómo lo sabes?
-Porque no tiene sentido que nos perdamos. Estoy seguro de
que como sea, cuando deseemos subir al vagón, la estación estará
allí esperándonos, o la locomotora.
Canterville se quedó pensando en lo que dijo mellizo 2. Esto no deja
de ser curioso, porque dijimos que Baker era el pensativo y
Canterville el hombre de acción, pero bien puede suceder que alguna
vez las cosas cambien un poco. Si no, sería predecible y hasta
tedioso.
- Podríamos salir, ¿no crees?
-Sí – estuvo de acuerdo Baker, con lo que cada uno volvió a
su rol.
La puerta de salida, que era idéntica a la de entrada, se abrió a su
paso. Los mellizos, sin darse cuenta, se tomaron de la mano, un poco
impresionados. No es que tuvieran miedo, pero darse la mano
resultaba reconfortante y los envalentonó.
Allí había un enorme parque, florecido, con un gran estanque en el
medio, en el que nadaban los patos y los cisnes, y también había
patos en la orilla, arreglándose las plumas y caminando torpemente,
tal como caminan los patos. Sin embargo, ni en las hamacas ni en las
areneras había niños jugando ni madres rezongando o charlando entre
sí. Tal parecía, realmente, que los únicos allí eran ellos dos. ¡Un
verdadero misterio! ¿Dónde estaba todo el mundo? Y de pronto lo
vieron aparecer. Un enorme, gigantesco perro. Es más, un verdadero
San Bernardo, que corría hacia ellos, la lengua afuera, las patas
como manazas de elefante, y una cola enorme que parecía un
estandarte ígneo en una batalla. Y atado al cuello, el famoso
barrilito. El San Bernardo se detuvo a escasos milímetros con una
precisión envidiable. Los miró y dijo:
-Hola, mellizos.
Con lo cual queda demostrado que: a) los perros hablan; b) o que en
esta historia hay un perro que habla (pero no es cualquier perro; es
un San Bernardo de fuste).
Canterville lo miró y le pareció familiar. Nunca antes habían visto
un perro –sí habían escuchado los ladridos de uno, como se consignó
en alguna parte de este relato-, pero… Entonces recordó. Claro, el
padre les había leído El mastín de los Baskerville. No estaba
seguro de si esto era un mastín o un sabueso, pero supo que le caía
bien. Además, era fácil entenderle.
El perro les tendió una pata y ellos lo saludaron también.
- ¿Qué llevará en el barrilito?- se preguntó Baker, a lo que
el perro respondió:
-Nada. Lamentablemente, nada. Me temo que es un barrilito de
utilería.
- ¿De utilería?
-Sí, sólo porque soy un San Bernardo debo tener el
barrilito. Pero acá no hay nadie que lo necesite.
Canterville se preguntó entonces si las maletas en el vagón serían
de utilería también, quizá no contenían nada… Y el perro, que a la
sazón se llamaba Quintín, respondió que no, que las maletas no eran
de utilería. Eso significaba que no sólo los mellizos podían leerse
los pensamientos, sino que este perro también. Era interesante y
práctico, aunque algo complejo.
-Mientras no piensen mal de mí, no me importa –aclaró
Quintín moviendo la cola.
-¿Y si el barrilito no fuera de utilería, qué cosa
contendría?
Baker seguía preocupado, lo de la utilería no terminaba de gustarle,
aunque no entendiera claramente lo que significaba. Quintín lo miró.
Nunca había pensado en eso. ¿Chocolate y vainilla? ¿Crema de
arándanos y jengibre? (puaj, pensó Baker, que detestaba la crema);
¿batido de menta y ajonjolí? (eso sonaba a las mezclas imposibles
que a veces preparaba la abuela, cuando se distraía mientras
cocinaba). No, no tenía le menor idea. Canterville no dijo nada,
porque era un mellizo reciente, pero sospechaba que en el barrilito,
si no fuera de utilería, seguramente habría coñac o algo fuerte como
el whisky de malta, porque ¿de qué otro modo se puede reanimar a
una persona enterrada en la nieve? Quintín estuvo de acuerdo,
Canterville tenía razón, aunque ninguno de los tres supo cómo lo
sabían.
-Vamos, vamos – dijo entonces Quintín. –Es hora de continuar
con el paseo.
Los guió, moviendo la cola con fuerza, y antes les lamió un poco las
caras, clara señal amistosa, incluso de cariño. Ya se sabe que los
perros son muy demostrativos, sobre todo con los mellizos recientes.
-¿Y adónde vamos? – quiso saber Baker.
-
Pues… es una sorpresa. Síganme.
Y los mellizos, una vez más tomados de la mano, siguieron a Quintín,
que era el comandante, el que sabía lo que era conveniente y no.
Porque no más verlos aparecer, comprendió lo que les hacía falta.
(Y también quería tener un papel importante en esta historia, vaya,
que los perros San Bernardo, tan grandotes y fortachones, tienen un
alma sensible y les gusta que los quieran)
Y caminando y caminando, sonriendo y sorprendiéndose ante cada cosa
que veían, tomaron por un caminito que se fue angostando y
volviéndose en pendiente, y por fin llegaron: allí, delante de las
narices, que son como el timón de las personas, estaba la Tienda de
los Espejos. Se preguntarán cómo pudieron leer el nombre, siendo que
eran mellizos recientes. Pues no lo sé. El caso es que leyeron
claramente el nombre de la tienda, y aunque no sabían el significado
de la palabra “espejo”, les gustó cómo sonaba. Baker la asoció con
consejo, conejo, jirafanejo, relojero, ají, Júpiter, y un montón de
otras palabras, con las que empezó a jugar, hasta que el hermano,
mellizo 1, lo llamó al orden.
Es que Quintín se había dado cuenta de que los mellizos, que apenas
si sabían que eran hermanos (vamos, que es algo complejo, porque
¿qué significa ser hermano de alguien? Bueno, me dirán, compartir
una madre y un padre; y yo responderé: sí, puede ser, aunque no es
tan sencillo. Pero podemos dejar esa explicación para más adelante,
cuando los mellizos hayan crecido un poco). Pero lo que no sabían
era qué significaba ser mellizos. Y para entenderlo se necesitaba la
Tienda de los Espejos.
Estación 4: la Tienda de los Espejos
A la tienda se entraba por una puertita oscura, que no decía nada.
Tan luego se encontraron en un largo pasillo, de techo de cristal,
por el que pasaban los rayos del sol, y al que daban otras
puertitas, numeradas. Una, dos, tres, cuatro… y así hasta el final
del pasillo, que era larguísimo y perdí la cuenta de cuántas puertas
albergaba. Quintín les sonrió. Sí, para quienes no lo sepan, los
perros, además de hablar, sonríen. Sonrió y los alentó a que
abrieran una de las puertas y entraran.
-¿Y qué hay allí dentro? – quiso saber Baker, que no
estaba del todo seguro de si quería entrar.
-Pues una sorpresa, si te cuento, perderá toda la gracia.
Ya verás.
Canterville dio un par de pasos, y se detuvo ante la puerta cuatro,
que relucía en rojo, un hermoso cuatro, redondeado, tentador. Puso
la mano sobre el pestillo, que hizo “clic” y la puerta se abrió
lentamente. Baker estaba detrás de él, todavía dudando.
El cuarto no era demasiado grande, lo que es comprensible, porque la
tienda no era grande. En el medio había, precisamente, un espejo,
pero los mellizos no sabían que eso era un espejo, ni tampoco para
qué servía. Tenía un marco de madera oscura y reluciente, y el
cristal era liso como un lago antes de la tormenta. Quintín les dijo
que debían acercarse al cristal. Los mellizos así lo hicieron, y por
primera vez se vieron, quiero decir, supieron qué aspecto tenían y
entendieron lo de ser mellizos. Canterville era Baker, y Baker era
Canterville, idénticos como dos granitos de arena, idénticos. La
misma nariz simpática, las mismas pecas en las mejillas, el mismo
cabello un poco desordenado y pinchudo. Hasta los mismos raspones
que se habían hecho en las rodillas, cuando atravesaron los canteros
de rosas y buganvillas. En fin, que quedaron profundamente
sorprendidos y sin saber qué decir. ¡Vaya lío!
-Tú eres yo, y yo soy tú.
-No, yo soy tú y tú eres yo.
-Ay, ay, ay.
-Esto no deja de tener su lado positivo –dijo Baker
después de mirarse y de mirar a Canterville.
-No me imagino cuál. Yo lo veo como realmente complicado.
-Piensa en que puedo hacerme pasar por ti, por ejemplo, en
un examen. O en el dentista.
-Hmmm- dijo Canterville no del todo convencido –no sé qué
es un examen, pero seguramente falte mucho para que lo sepa. No sé.
Creo que esto es un problema.
-Pues algo habrá que nos distinga –dijo Baker para
tranquilizar al hermano.
-Si somos idénticos. Me pregunto cómo harán nuestros papás
para distinguirnos.
- Por algo son papás, ellos saben.
-Bueno, pero algo nos ha de hacer un poco diferente el uno
del otro.
-Pensemos.
Quintín estaba encantado. Cómo distinguir al uno del otro… ah, los
mellizos avanzaban. Quizá, quizá…
-Por los gustos. A mí no me gusta la crema, y a ti sí
–dijo Baker de pronto.
-Y a mí no me gusta estar mucho rato sentado, y a ti sí.
- Y a mí gustan los lagos y a ti la nieve –recordó Baker.
-¿Acaso debemos hacer una lista y colgarla al cuello para
que alguien la lea y sepa cuál es cuál? No me parece del todo
práctico. Eso es cosa de perros.
Quintín protestó, un poco ofendido. ¡Cómo que cosa de perros! ¿Acaso
a los perros no les cuelgan esas medallitas con datos? Tienes razón,
respondió mentalmente Quintín y decidió no agregar nada. No podía
decirle a los mellizos recientes que el asunto de la identidad es
sumamente complejo, y que había gente que se había dedicado a
resolverlo, gente como Freud, Lacan, Foucault, Derrida y algún otro.
Sí, lo del Uno y del Otro no era nada trivial. Pero alguna solución
encontrarían. Los mellizos recientes aún no habían crecido, pero no
eran tontos.
Canterville y Baker miraban el reflejo en el espejo y luego el uno
al otro, y si bien había alguna confusión entre dónde quedaban la
izquierda y la derecha (no así el arriba y el abajo, por suerte),
seguían sin saber qué hacer. Hasta que Canterville recordó otra
historia que les había leído el padre, Moby Dick.
- ¡Y qué tendrá que ver ese triste ballenero con nosotros,
si estaba más loco que una cabra! – protestó Baker, a quien la
historia le había parecido demasiado larga y de a ratos francamente
incomprensible. ¡Tanto lío por una vulgar ballena blanca!
- Ah, es que te olvidas qué caracteriza a los marinos…
Baker no comprendió, pero Quintín sí, y de inmediato supo qué hacer.
Sacó del bolsillo (sí, algunos perros tienen bolsillos, para casos
de emergencia como éste, de otro modo, no sabríamos cómo explicar la
situación) un marcador rojo y ladró de la alegría.
- ¿Qué es eso?
- Un marcador.
-¿Y?
-Pondré en la mano de cada uno la inicial del nombre.
-Se borrará no bien nos lavemos.
- No, este marcador es a prueba de todo: de baños, de rezongos
de madre, del ataque de la guerra de las galaxias, de cambio
climático, de pesadillas, de raspones, es un marcador para siempre.
-Pero entonces que no sean letras demasiado grandes – aclaró
Baker un poco temeroso de la pasión de Quintín, y también de lo que
podría decir la madre cuando viera lo que Quintín había hecho.
-A ver, esas manos.
Canterville tendió la suya, y Quintín dibujó, con mucho cuidado, una
hermosa “c”, que apenas se veía, pero se veía si se la miraba con
atención. Luego fue el turno de Baker, quien seguía sin estar del
todo convencido, pero la tendió también, y recibió la “b” que lo
diferenciaba de su hermano. Ambos se miraron. ¿Y quién puede decir
que la solución no fue buena? Quizá es curioso comprender que dos
mellizos recientes tuvieran un pequeño tatuaje (llamémosle así a lo
que dibujó Quintín), pero no debería sorprendernos si recordamos que
la madre y el padre tienen sendos tatuajes, de modo que cuando los
mellizos vuelvan y se sienten delante de la estufa en la cocinita
inglesa y les cuenten lo sucedido en la Tienda de los Espejos, los
padres comprenderán a la perfección.
Pasaron la tarde, entrando y saliendo a y de los distintos cuartos.
Y no importaba ante qué espejo se pararan: si eran obesos como un
gigante, o delgados como una anguila, si eran estirados a los
costados, o con piernas larguísimas, o con narices que casi llegaban
al cielo, no importaba, el asunto es que seguían siendo idénticos,
idénticos. Y rieron e hicieron morisquetas, hasta que lloraron de la
risa, y se revolcaron en el piso con Quintín y cada tanto se miraban
las marquitas en la mano y cuando quisieron acordar casi se estaba
haciendo la noche, y Quintín dijo que era hora de encontrar un lugar
donde descansar y comer algo.
Estación 5: de cómo los mellizos saben lo que no quieren ser
Quintín le pidió a Baker que le prestara el mapa que llevaba en el
bolsillo, y mellizo 2 se lo tendió. Quintín lo miró con atención y
murmuró para sí algunas cosas en perruno, de modo que los mellizos
no lo comprendieron, pero se dieron cuenta de que estaba pensando
cuál era el mejor camino para llegar a…
- El albergue de las personas con nombre –aclaró Quintín y
los mellizos lo comprendieron.
- Eso somos, personas con nombre – aplaudió Baker.
-Siempre tuvimos nombre – se ofuscó Canterville. Le
molestaba que Baker fuera, de a ratos, más infantil de lo
estrictamente necesario.
Pero a Baker no le molestó el enojo momentáneo de su hermano, y
simplemente le dio un golpecito en la espalda.
Quintín los miró, divertido. Ah, se comportaban como lo que eran,
dos cachorros, dos pichones de humano, una hermosura. ¡Qué pena que
algún día crecerían…! Pero este viaje, precisamente, cumplía también
con esa función: que recordaran siempre que todo había empezado por
ser mellizos recientes, con unas piernitas tan chicas que sentados
no les llegaban los pies al suelo, y con muchas preguntas sin
respuestas. Y también, que había un papá y una mamá esperándolos en
la cocinita inglesa, allá lejos, con el gato-gatito y el jarro de té
caliente, y el fuego de la estufa encendido. Sí, sí, no olvidarían
nunca esta aventura. Y si acaso, por algún motivo desconocido la
olvidaran o creyeran haberla soñado o inventado, había una abuela
por allí que les recordaría que no, que ella los había visto también
y que sabía que todo había ocurrido realmente. Tan realmente como
pueden ocurrir las aventuras de los mellizos.
Mientras todo eso sucedía, como en una continuidad de fotogramas,
Quintín ya había encontrado el camino hacia el albergue, que no
quedaba ni cerca ni lejos, sólo había que caminar un poco, que podía
ser mucho, si se estaba cansado, o una nada, si se estaba pleno de
energía. Y como los mellizos recientes desbordaban vitalidad,
llegaron casi de inmediato, como quien abre y cierra los ojos sin
proponérselo, como cuando se estornuda. ¿Acaso uno cierra los ojos a
conciencia al estornudar? No, ocurre todo en el mismo momento, no sé
por qué. Y así, como si hubieran estornudado con fuerza, llegaron al
albergue.
De algún modo los sorprendió descubrir que en el albergue sí había
alguien. Ya se habían acostumbrado a que todo estuviera vacío, como
esperando que las cosas comenzaran a suceder. Pues tal parecía que
ahora sí, pues detrás de un mostrador excesivamente grande para los
mellizos, y no tanto para Quintín, había un hombre. En realidad, más
que un hombre, era un vikingo. ¡Nueva palabra!, pero los tres la
pensaron en el mismo instante, de modo que la dieron por buena (no
era tan nueva, ya Baker la había esbozado hace unos capítulos atrás,
pero lo olvidó, y se lo disculpa). Que se trataba de un hombre que
mediría… tres metros, por lo menos, y la cintura… bueno, la cintura
seguramente tenía un diámetro de un metro. Así lo percibieron, pero
ya se sabe que cuando se es chico, y sobre todo mellizo reciente,
todo parece más grande de lo que es en realidad. Es curioso que a
Quintín, el vikingo le pareciera tan grande como a los mellizos,
pero quizá sintió como ellos para ser solidario y no dejarlos en
evidencia.
El asunto es que el vikingo no se asombró de encontrarse con los
mellizos idénticos, ni con un perro que hablaba y que leía los
pensamientos.
-Ellos son Canterville y Baker –los presentó Quintín con
perfectos modales, -y yo soy Quintín.
-Y yo soy Kaspar – respondió el vikingo dando una
risotada.
-No es nombre de vikingo –pensaron los mellizos, y Quintín
estuvo de acuerdo con ellos.
-Ya lo sé –dijo Kaspar, un poco avergonzado- pero las
madres no siempre eligen los nombres correctos.
-Es cierto –pensaron los tres –y se dieron cuenta de que
Kaspar también leía los pensamientos. Porque de otro modo, quién
sabe en qué idioma hablaría cada uno. En eso no habían pensado hasta
ese momento, pero Baker decidió dejar el asunto para más adelante.
Ahora estaba fascinado con los ojos casi violáceos de Kaspar y con
la barba espesísima y rubia que tenía.
- Ustedes dirán- dijo por fin en voz alta, y todo retumbó.
Baker imaginó lo que debía de ser una batalla entre vikingos y se
asustó un poco. No demasiado, porque este parecía bastante pacífico,
aunque el vozarrón… ahuyentaría al más pintado, continuó el
pensamiento Canterville, y Quintín hizo que sí con la cola y con la
cabeza.
-Bueno, en primer lugar necesitamos una habitación donde
descansar un poco –explicó Quintín.
-Y además, queremos comer algo, tenemos hambre. Porque las
pastitas del cafetín de la estación eran muy ricas, pero nada más
que eso. A quién se le ocurre darle pastitas a dos mellizos
recientes.
Kaspar estuvo de acuerdo y dijo que se fijaría qué había en la
cocina. Quizá podría preparar un verdadero guiso vikingo.
A Canterville le gustó la idea. Imaginó una olla con un brazo humano
cocinándose, mientras Kaspar entonaba el himno de Odín (no me
pregunten cómo Canterville sabía algo sobre Odín, pero a esta altura
podemos suponer que era una especie de enciclopedia andante, gracias
a las lecturas desordenadas del padre), pero al ver que Kaspar
fruncía el entrecejo, porque no le había gustado nada eso de que
pensaran de que era capaz de cocinar un brazo humano, se desdijo de
inmediato y pidió disculpas.
-
Está bien, está bien- lo tranquilizó Kaspar- es que no me gusta que
nos confundan, que crean que somos más sangrientos de lo que alguna
vez fuimos. Es que hacíamos más alharaca que otra cosa, para que la
gente nos tuviera terror y así ganábamos todas las batallas.
- Inteligente – pensó Baker, y de inmediato se dijo que sería
un buen vikingo.
Kaspar lo miró con algo parecido a la ternura.
-No, para ser un mellizo vikingo te faltan algo así como
cuarenta centímetros, una espalda el doble de la que tienes, y
fuerza en los brazos para cargar esa espada que ves allí, junto al
fuego.
Y es que realmente había una enorme estufa y una espada a un lado, y
un hacha afilada del otro. Baker se acercó e intentó tomarla. Ni con
una, ni con las dos manos logró moverla ni un centímetro del lugar.
-Ves, no podrías ser un mellizo vikingo. Pero no te
preocupes, no es necesario. Puedes ser un buen mellizo aunque no
seas vikingo.
Canterville quiso saber de dónde venían realmente los vikingos, y
por qué eran tan fuertes y tan guerreros.
-Ah – dijo Kaspar- no lo sé. Somos así. Quién sabe. A
alguien le tenía que tocar ese rol, ¿no? Al fin y al cabo,
descubrimos América mucho antes de que ese mentecato genovés lo
hiciera.
-¿Se refiere a Cristóbal Colón? – preguntó Quintín.
-Sí, claro – respondió Baker- el que le hizo vender las joyas
a la Reina de Castilla y León para que le pagara el viajecito.
-Vaya con el genovés, no era ningún tonto – continuó Baker y
Quintín movió la cola.
-Sí, pero nosotros llegamos antes y no dijimos nada –
insistió Kaspar – siempre tuvimos eso que se llama perfil bajo.
- Hmmm- respondió Baker no del todo convencido. Hubiera
preferido que los libros de Historia consignaran un poco más las
aventuras de los vikingos y menos lo de Cristóbal Colón, que era
bastante aburrido y predecible. Hasta eso del grumete que gritó
“tierra” al ver tierra le parecía de una obviedad espantosa.
-Se le perdona, porque era un grumete, casi analfabeto. Y vio
tierra y gritó tierra, al menos no se equivocó – dijo Kaspar,
súbitamente reflexivo.
-Bien, volvamos al principio. Ese guiso del que habló…
-Ah, sí; vayamos a la cocina a ver qué encontramos. Algo se
nos ocurrirá.
Como era tan grande, no demoró nada en llegar a la cocina, que se
encontraba en el sótano; pero a los mellizos recientes les llevó un
poco más de tiempo, porque la escalera parecía eterna y los peldaños
estaban demasiado separados unos de otros, a medida del vikingo y
no de ellos. Quintín se compadeció de ellos y los ayudó a que se
montaran sobre su lomo, y después bajó la escalera de dos en dos, y
fue menos difícil de lo que imaginé cuando empecé a describir esta
escena. Ven, hasta la propia historia suele sorprender a quien la
relata y cree que la conoce de cabo a rabo.
La cocina en el sótano era enorme, tan grande, que debería existir
una palabra que se escribiera así: enooooooorme, pero no existe, de
modo que hay que representársela. Todo un sótano-cocina es más de lo
que los mellizos recientes alguna vez hubieran imaginado. Había una
mesada larguísima –en la que cabrían al menos dos o tres prisioneros
estaqueados (Baker no podía dejar de recordar los cuentos sobre
aquellas batallas en el norte de Europa), y unas hornallas que
permitirían cocinar un jabalí entero, con cabeza y pezuñas (a
Canterville le habían encantado los relatos de Asterix y Obelix y
quería probar, una vez en la vida, un jabalí a las brasas).
Kaspar explicó con paciencia que él era vikingo y no galo, y que los
vikingos no comen jabalíes y mucho menos a las brasas, que eso era
cosa de esos galos iconoclastas, que se las habían ingeniado para
vencer a los romanos que, ya se sabe, están un poco locos.
Entonces Quintín quiso saber qué comen los vikingos y Kaspar rió
mucho, pero dijo que no lo diría, porque entonces perderían la fama
que tenían, con lo cual Quintín concluyó que quizá los vikingos
habían sido los primeros vegetarianos en la historia de la
humanidad, pero jamás lo habían confesado. Kaspar volvió a reír,
pero no dijo ni que sí ni que no. Así, ese es un secreto muy bien
guardado, y quienes conocen la respuesta, han jurado no revelarla.
En todo caso, Kaspar preparó lo que podría pensarse era una
verdadera comida vikinga, sobre todo si se tiene en cuenta que ni
Canterville, ni Baker ni Quintín tenían idea de lo que era un menú
vikingo. El asunto es que Kaspar encendió tres hornallas - ¡sí,
tres!- y allí asó toda suerte de vegetales y carnes y embutidos, y
en otra hizo papas y en otra una verdura que ninguno de los tres
conocía, a la que le agregó un algo tan, pero tan picante, que
debieron beber litros de agua (quizá exagero un poco, pero a los
mellizos recientes les pareció como si se hubieran bebido una
piscina entera de agua –sin cloro, por supuesto- y a Quintín, que
conocía un poco mejor las medidas, algo así como media piscina), y
así y todo les picó la lengua, les ardió el paladar y les sudó la
frente, tanto, que Kaspar les permitió que se la secaran con un
mantel que había bordado su madre, ¡una verdadera madre vikinga!
Quintín dijo que en toda su vida como San Bernardo había probado un
picante tan fuerte y tan divertido, y los mellizos se prometieron no
volver a comer algo así al menos hasta que llegara la adolescencia y
tuvieran que rebelarse contra los padres (en caso de que eso fuera
necesario, a veces no lo es, y todos se la pasan de lo más bien
charloteando y escuchando la misma música; doy fe de ello, pero esa
es otra historia y no la voy a relatar aquí). El asunto es que
quedaron, todos, Kaspar incluido, pipones, como solía decirse en
tiempos antiguos; pipones quiere decir que a los mellizos recientes
les creció la pancita y que a Quintín le vinieron ganas de beberse
lo que ojalá tuviera el barrilito, si no fuera de utilería.
Entonces Kaspar abrió un estantecito que había disimulado detrás de
una estatua bastante curiosa (nunca se supo a quién representaba, ni
yo lo sé) y sacó una botella de tapa oscura; la descorchó y sirvió
del beberaje en dos copitas ideales para mellizos recientes y un
potecito para un San Bernardo bien educado, y una jarra enorme para
un vikingo como él.
Dijo:
-Prosit (aunque eso es “salud” en alemán, pero no sé cómo
se dice en vikingo) y elevó su jarra, y después: -a la salud del
gran Odín.
Y todos lo imitaron, y en ese momento, Canterville y Baker supieron
que no sabían lo que serían en la vida, pero seguramente no serían
galos. Si debían elegir algo, serían vikingos, como Kaspar.
Y así se selló un pacto de amistad eterna entre los mellizos
recientes, el San Bernardo llamado Quintín y el hombrón, viejo
vikingo, surcador de los Siete Mares (aunque así se han llamado
todos los piratas de la historia, vaya uno a saber por qué).
Estación 6 (muy breve, las disculpas del caso): de cómo continuar
esta historia
En este preciso instante, quien narra esto que aconteció hace ya
muchísimos años, debe detenerse un momento y pensar. Hasta los
narradores de historias deben hacerlo, para que el relato no se
pierde, no se vuelva laberíntico, y el lector y los protagonistas
sepan dónde se encuentran y adónde van.
El caso es que dejamos a los mellizos y a Quintín en la habitación
que les ofreció Kaspar, y a Kaspar lavando las ollas y los platos en
la cocina (sí, los vikingos también lavan los platos y ordenan el
caos que dejan después de una comida pantagruélica), y nos detenemos
un poco en el narrador. Porque, ¿dónde estaba el narrador, durante
todo este tiempo, que parece conocer hasta el más mínimo detalle,
pero ha decidido no dar la cara? ¿Es acaso un narrador tímido? ¿Un
narrador cobarde? ¿Un no-narrador? Vaya uno a saberlo, y el que sepa
quién es el narrador, pues que se lo pregunte. En todo caso, el
narrador necesita un respiro, un descanso, digamos. Ha dejado a
todos descansando, porque Kaspar terminó de fregar y fue a echarse
una siesta reparadora en su cama de tres plazas, tan grande y ancho
es. Y la cama es de hierro, y el colchón de madera, porque si no, no
resistiría. Pero para él es como si fuera de algodón y plumas, así
son los vikingos.
El narrador, que conoce la historia hasta el final, se pregunta qué
más contar de todo lo que ocurrió. ¿De cuando conocieron la gran
catedral en la plaza mayor? ¿De cuando fueron a pescar truchas en el
río encantado? ¿De cuando vieron leones en la Gran Sabana? ¿De
cuando viajaron en el trineo de Papá Noel hasta que él les dijo que
no era él sino un malentendido, pero que de todos modos disfrutaba
enormemente con ese juego? ¿De cuando montaron camellos y
dromedarios y llegaron hasta la Gran Pirámide?
No, no se puede narrar todo. Es imposible, porque si así lo hiciera,
Canterville y Baker no regresarían nunca más a la cocinita inglesa,
a la estufa encendida, y a contarles al padre y a la madre, que
siguen esperando con infinita, enorme, paciencia, a que los mellizos
vuelvan y narren las aventuras.
Entonces, ¿cómo seguir?
Quizá por cómo viajaron en zeppelín. Esa sí fue una aventura. Bien,
continuemos con esa. Y después se verá, si hay más relato o si este
empieza a acabarse. Con los narradores nunca se sabe. Tan luego se
entusiasman, una palabra llama a la otra, y cuando te quieres
acordar, han escrito cincuenta páginas más que te quitan el aliento
(o las ganas de seguir leyendo, todo depende del arte del narrador).
Estación 7: del viaje en zeppelín
Para comprender cómo fue posible que los mellizos recientes –por
favor, no hay que olvidarse realmente de que no llegaban con los
piecitos al suelo- hicieran un viaje en zeppelín, debemos
remontarnos mínimamente a ciertos detalles de la vida del padre.
Resulta que al padre, heredado de la madre, a sazón, abuela de los
mellizos recientes, siempre le habían gustado los zeppelines, no se
supo nunca por qué.
La madre (del futuro padre de los futuros mellizos) le decía:
-El zeppelín rosado sale a las 19:33 de la azotea.
Y el futuro padre de los futuros mellizos entendía claramente que
debía tomárselo si quería llegar puntualmente a donde fuera que iba.
Así nació el asunto del zeppelín. De modo que incluso de grande, a
veces decía:
- Me tomo el zeppelín de las 21:33 y voy a cenar.
Y la madre del padre de los futuros mellizos que todavía no eran ni
un proyecto sabía lo que eso significaba: un secreto entre ambos.
A tal punto, que ya de grande, y pocos meses antes de que supiera
que iba a ser padre, descubrió que había alguien en Londres que
alquilaba zeppelines. La madre (la abuela de los mellizos recientes)
se alegró muchísimo y se vio a sí misma viajando en ese globo
alargado como un frankfurter, que tanta mala fama había criado, sin
tener ninguna culpa, todo debido a que había sido diseñado por un
alemán que terminó embarcado en la Guerra Mundial, pero eso forma de
la Historia verdadera y no de esta (aunque a veces una y otra se
mezclan un poco). Pero resultó que el zeppelín que se alquilaba
medía apenas medio metro y era para… hacer publicidad en el cielo.
¡Qué desilusión! Por eso, el día que los mellizos descubrieron que
efectivamente había una especie de zeppelín-puerto del que
despegaban y en el que aterrizaban zeppelines, ni lo dudaron. ¡Si
era el sueño de la familia, como quien dice!
- ¿Y estás seguro de que es un zeppelín de verdad y no una
tontería publicitaria? insistió Baker, desconfiado.
Desde que había descubierto que la publicidad es engañosa y miente
sin que a nadie parezca importarle, sospechaba de todo (menos del
hermano, de Kaspar, de Quintín y de la abuela, en ese orden; en la
lista no figuran ni el padre ni la madre, porque esos nunca
despiertan sospechas).
- No, no estoy seguro, pero si no hacemos el intento, no lo
sabremos nunca –respondió en silencio Canterville, demostrando, una
vez más, que era un hombre de acción, claramente.
Entonces le preguntaron a Quintín si sabía dónde quedaba el
zeppelín-puerto y él respondió que por supuesto, que por allí cerca
nomás, como todo.
Dudaron. ¿Debían invitar a Kaspar a hacer el viaje con ellos?
Canterville opinaba que sí, que un buen vikingo se merecía hacer, al
menos, un viaje en zeppelín en su vida. Baker dudaba un poco. Los
vikingos cruzan los mares, ¿pero serán capaces de cruzar los cielos?
El que dirimió la cuestión fue Quintín, que era un San Bernardo muy
sensato. Pues que decidiera el propio Kaspar, ya era suficientemente
grande como para elegir por sí mismo.
Y Kaspar dijo que por supuesto, que haría el viaje con muchísimo
gusto, pero que debía llevar el hacha y la espada, porque nunca se
sabe con qué puede encontrarse uno cuando cruza los mares – perdón-
los cielos. No dijo, porque lo olvidó, que también llevaría su casco
vikingo, uno de metal lustrado, enorme, y con dos enormes cuernos,
seguramente de jabalí salvaje (dedujo Baker, pero Quintín no estuvo
para nada de acuerdo; eran de reno salvaje). Así que cuando apareció
dando grandes zancadas por el zeppelín-puerto, con el casco, el
hacha en una mano y la espada en la otra, y saludó con el vozarrón
que tenía, los tres –Canterville, Baker y Quintín- durante un
segundo, quizá un poco menos que un segundo, sintieron un pavor
espeluznante, de esos que no se olvidan nunca más y que hacen que,
cuando aparezca un fantasma, el asunto parezca un juego de niños.
Porque la vez que apareció – por error- un fantasma en el cuarto de
los mellizos recientes- Canterville ni le prestó atención, y Baker,
que sintió pena por él y se puso en su lugar, le dijo con voz suave:
- -Después de haber viajado en zeppelín con Kaspar, un
fantasma como tú sólo da un poco de lástima… Al menos, deberías usar
una sábana ensangrentada…
El fantasma desapareció de inmediato, mientras se preguntaba dónde,
pero dónde, podría conseguir una sábana ensangrentada… Y como no la
encontró, no apareció nunca más.
De modo que durante ese segundo, los tres, como ya se dijo antes,
pero es importante recordarlo, sintieron el peor miedo de sus vidas.
Un miedo, podría decirse, de color negro, y helado como el hielo del
Polo Norte. Completamente helado, sin lugar a dudas.
Pero entonces el saludo se tornó la carcajada que ya conocían y
corrieron a abrazarlo, porque realmente les alegraba que los
acompañara en el viaje. Fue gracioso ver cómo a duras penas cada uno
de los mellizos rodeaba la piernaza del vikingo, como si fuera el
tronco de un baobab, mientras él se bamboleaba, Quintín movía la
cola, un poco preocupado por que los mellizos salieran despedidos
por la fuerza del hombrón. Pero Kaspar era un vikingo cuidadoso con
los niños, de modo que después de hacerlos bailar como si fueran
trompos, los volvió a depositar en el suelo, sanos y salvos, y los
mellizos, un poco mareados, quedaron encantados con el juego. ¿Y si
se llevaran a Kaspar con ellos? Quizá no cupiera en la cocinita
inglesa, pero seguramente la madre encontraría qué hacer con él, y
como era tan, pero tan grande, quizá hasta podría conseguir un
trabajo de deshollinador o de espantapájaros o de ahuyentador de
cigüeñas cuando se posan donde no deben. O podría darle cuerda al
enorme, enorme reloj que está cerca de la catedral. Sí, Kaspar debía
volver con ellos.
Quintín estuvo de acuerdo con la idea, y ocultó muchísimo un
pensamiento: ¿acaso no querrían llevarlo a él también? Hmmm, Baker
lo había pensado, y casi, casi, creía tener la solución. ¿Se
llevaría bien Quintín con el gato-gatito?
-Por supuesto –ladró Quintín de la alegría y casi deshace
un jazmín con la cola- me encantan los gatos; los San Bernardo somos
los mejores amigos de los gatos, cualquiera lo sabe.
Y con esa alegría en el alma (porque los perros también tienen un
alma), comenzó a saltar de un lado al otro, comportándose como un
verdadero perro feliz, hasta que Kaspar le pidió por favor que se
tranquilizara, porque en cualquier momento despegaría el zeppelín y
debían estar sosegados. Quintín pidió disculpas, demoró unos minutos
en ponerse serio, y los mellizos hicieron silencio. Luego, los
cuatro se encaminaron a la entrada del zeppelín-puerto, que era como
un iglú todo transparente, en el que, para variar, no había nadie.
Detrás del iglú había una pista de aterrizaje y allí estacionado
estaba el zeppelín, el zeppelín más hermoso e impresionante que
nadie haya visto jamás, y que sólo ven algunos pocos privilegiados,
como nuestros amigos. Ah, quitaba el aliento. ¿De qué color era?
Pues realmente no sabría decirlo, porque según cómo se lo mirara, se
tornaba de un color o de otro. De a ratos era un arcoíris
tornasolado; o se volvía brillante como el acero, o rojo como la
sangre, o amarillo como el Submarino Amarillo, o como el prisma
multicolor de Pink Floyd; y así podría seguir enumerando colores,
hasta que no encontraras cómo explicarlo. Y, además, tal parece que
el zeppelín estaba vivo, porque Baker juró que le había hecho una
guiñada, y Kaspar dijo que lo había saludo en vikingo antiguo, lo
que hablaba muy bien de él. Quintín y Canterville no dijeron nada,
pero seguramente decidieron guardarse algo, porque nada más
sonrieron y bajaron la vista.
Entonces, el zeppelín, que estaba ansioso por emprender el viaje
–porque, para ser sinceros, era el primero que hacía desde hacía más
de 60 años-, encendió los motores que hicieron un par de explosiones
y llevaron a que Kaspar pensara que no arrancaría. Pero después los
motores cobraron fuerza, se abrió la puerta lateral –que chirrió
mucho, porque nadie le había vuelto a poner aceite en los goznes-,
apareció una escalerita que hizo temer a Quintín que no resistiera
el peso de Kaspar, y el zeppelín habló (con una voz aflautada, como
de hada un poco dubitativa):
- Estamos a punto de despegar… si pudieran apurarse, por
favor…
Los mellizos recientes entonces corrieron lo más que pudieron con
sus patitas ansiosas, y atrás Quintín que casi pierde el barrilito
de utilería, y por último Kaspar blandiendo el hacha y la espada
como si fuera a enfrentar a su peor enemigo. E, increíblemente, la
escalerita resistió todo eso y mucho más, y pronto los cuatro se
acomodaron en una especie de cuarto circular, más bien elíptico,
pensó Baker, a quien se le daba la precisión, donde había unos
sillones un poco duros, pero no importó, porque por fin viajarían en
el zeppelín.
Y el zeppelín comenzó a subir, con un poco de esfuerzo al principio,
porque –vamos, es comprensible- había perdido la práctica y de tanto
estar en tierra firme, nomás se elevó, se mareó un poco, de modo que
se inclinó hacia un lado y hacia el otro, pero luego le agarró la
mano al asunto, encontró el punto de equilibrio y subió y subió y
subió hasta que pareció un puntito en el cielo, un puntito de muchos
colores. Puedo decir que visto desde abajo, desde la Tierra, fue un
espectáculo inolvidable. Porque además, allá dentro de esa barriga
como de ballena aérea, iban mis dos nietos mellizos, flanqueados por
un vikingo de armas tomar y por un perro más guardián que el
mismísimo Cancerbero. Y les hice adiós con un pañuelito blanco que
llevé por si acaso, pero no sé si me habrán visto. Ya me lo dirán
cuando regresen.
El asunto es que el zeppelín puso rumbo al Sur, aunque allí arriba
el Sur, el Norte, el Este y el Oeste se parecían tanto, que en
realidad daba lo mismo para dónde enfilaran. Pero al Sur estaba la
costa, a la que Kaspar tanto extrañaba, porque hacía mucho tiempo
que no la visitaba, y sentía nostalgia de cuando guiaba la
embarcación vikinga y se enfrentaba a los piratas de la Malasia. Así
que hacia allí fueron, y el mar era enorme, casi infinito, como el
que habían imaginado los griegos antes de darse cuenta de que la
Tierra era redonda y no un plato sostenido por tortugas; aquel mar
era de antes de que la Tierra fuera redonda porque no se terminaba
nunca. En realidad no había Tierra, el planeta era Mar, así debía
llamarse (eso pensó Baker y decidió que sería lo primero que le
preguntaría al padre cuando se lo encontrara en la cocinita
inglesa). Kaspar estaba encantado, porque enseguida vio el navío que
había dejado en el puerto, hacía tanto tiempo, y si bien necesitaba
algo de reparación, las velas aún estaban en los mástiles, esperando
para zarpar. También estaba el timón, listo y aceitado, y durante un
segundo sintió una enorme nostalgia en el corazón. ¿Pero qué sería
de un hombre que no siente jamás nostalgia? Se perdería lo mejor,
porque cualquiera sabe que la nostalgia alimenta los sueños y
desencadena aventuras. Sí, vio al navío y lo saludó, y Quintín llegó
a ver la lágrima que el vikingo se secó de un manotazo. Una lágrima
vikinga, salada como el mar mismo. Y después vieron la cola de una
ballena, y luego las aletas afiladas de los tiburones, y el Mar de
los Sargazos, y una embarcación encallada con los esqueletos de los
prisioneros atados en el mástil mayor (Baker se alegró en secreto,
deseaba ver un esqueleto desde que el padre se había confundido y
les había leído un fragmento de un libro de Anatomía Humana).
También vieron al Monstruo de Loch Ness, aunque eso es un poco menos
probable, porque no debería estar en ese mar, pero da lo mismo,
porque si cuatro pares de ojos lo afirman, debemos darlo por bueno.
El Monstruo de Loch Ness, además de ser feo, resultó ser amable,
porque se alzó lo más que pudo y lanzó un chorro de agua portentoso
como si fuera la manguera de un bombero, con tanta, pero tanta
fuerza, que el zeppelín se tambaleó un poco, pero enseguida se
enderezó. Era un gran piloto, no cabía la menor duda. Canterville se
prometió que cuando creciera un poco, iría a domarlo y recorrería en
su enorme cuello las costas de Escocia. Baker refunfuñó un poco:
-Yo te esperaré tranquilamente en casa – le contestó
mentalmente.
Después el mar empezó a hacerse chiquito, no se sabe cómo, y se fue
convirtiendo… en una selva. No sé si esas cosas son posibles, aunque
si uno mira un mapa, eso es lo que ocurre… de un sitio pasas a otro
y donde hay un desierto empieza a crecer una montaña que se cubre de
nieve y después da paso a los riscos y te encuentras precisamente
allí: en la selva.
¿Pero qué selva era? ¿La del Amazonas, del Orinoco, la del Congo o
la Selva Negra? No había cómo saberlo, porque aun si hubiera habido
un cartel que indicara algo, desde tan arriba no se lo podía ver,
por más que aguzaran la vista y que el zeppelín aumentara al máximo
la potencia del telescopio. Nada. Era una selva sin nombre. Y quizá
por eso era tan hermosa. Era oscura y umbría como lo son las selvas,
con árboles tan altos como la Torre Eiffel (Canterville pensó que
Baker exageraba un poco, pero no lo interrumpió), sobre los que a su
vez crecían lianas y helechos, y había monos y tucanes y orquídeas
negras y abajo, muy abajo, hilos de agua negra, que no era negra,
sino transparente, pero que parecía negra porque casi no había luz.
Y después allí vieron a la balsa, que transportaba a la familia que
va de un lado al otro por el río ancho, hasta que llega a la
desembocadura en el océano, pero vuelven hacia atrás, río abajo… Y
así viven, yendo y viniendo, no se sabe muy bien haciendo qué, pero
parecen ser felices de ese modo. Y la selva estaba llena de ruidos
si uno prestaba atención. El canto de los pájaros, el graznido de
las aves de rapiña, el chillido de los monos, el ladrido de los
lobos (¿lobos en la selva?, dudó Baker, pero no interrumpió a
Canterville), el rugido insolente del leopardo y el grito espantoso
del elefante (Kaspar nunca había estado en un zoológico, pero pensó
que más que una selva aquello era eso, un zoológico) y el tronar de
una manada de… dinosaurios.
-¡Alto! –intervino Quintín, bastante alarmado.
–Dinosaurios, no. Es imposible. No confundan las cosas.
-¿Y por qué no puede haber dinosaurios en nuestra selva?
Quintín dudó. Baker tenía razón. ¿Qué impedía que hubiera
dinosaurios, si sólo ellos los veían y no le hacían mal a nadie?
Suspiró y metió la cola entre las patas, en señal de contrición.
- Aceptado –respondió Baker mentalmente. Y eso que no le
había dicho que había visto una tribu nómade que acaba de descubrir
el fuego. En fin, esos relatos desordenados del padre eran un poco
la causa de estos desajustes geográfico-temporales.
Pero la selva se cerró sobre sí misma, como si hubiera decidido que
ya se había dejado ver más de la cuenta; un niño en la balsa les
hizo adiós con la mano, con una sonrisa de oreja a oreja, y el padre
le dio un coscorrón, porque no estaba bien que un niño en una balsa
en la selva saludara a un zeppelín. Baker le hizo adiós con la mano
y le sonrió, y el niño guardó ese recuerdo hasta el día que se murió
de viejo, viejísimo, y se lo contó antes a sus nietos. Como se ve,
las historias pasan de abuelos a nietos, no de padres a hijos.
Bien, la selva se fue haciendo chiquita como el mar -¿sería producto
del movimiento que las cosas se achicaban a medida que uno se
alejaba de ellas, o se achicaban realmente?- y de pronto el zeppelín
tuvo que frenar de urgencia, sonó la alarma de la emergencia, se
desprendieron las máscaras de oxígeno y los paracaídas y los
salvavidas y, nadie sabe por qué, cuatro jarras con chocolate
caliente. Por supuesto que eligieron el chocolate, porque el
zeppelín maniobró con pericia, justo a tiempo: delante de la nariz
(porque tenía una nariz) había la montaña más alta, más alta, más
alta de todas las que hay en la Tierra. Precisamente se llamaba
“Montaña Altísima” (Baker decidió que “altísima” no alcanzaba para
que alguien que no la hubiera visto se representara las verdaderas
dimensiones, pero en ese momento no encontró ninguna otra palabra y
aceptó esa).
La Montaña Altísima era negra como el plomo fundido (¿estás seguro
de que el plomo se funde?, le preguntó Canterville, pero Baker se
alzó de hombros: pues seguramente, los metales se funden…) y aquí y
allá tenía vetas de oro, diamantes y camomila.
- ¿Camomila? ¿Vetas de camomila, has dicho?
-Sí, claro. Allí están. Esas, verdecitas.
-Pero la camomila es una planta, se prepara té. El que toma
a veces nuestra madre cuando no nos portamos del todo… bien.
-Sí, lo sé, pero en esta montaña hay vetas de camomila. ¿Qué
quieres que le haga?
Canterville no supo qué responder y Kaspar apoyó el razonamiento de
Baker. Los vikingos conocían el uso de la camomila gracias a las
mujeres druidas que la usaban para adormecer a los enemigos. Claro
que se necesitaban quilos y quilos para preparar litros y litros de
té, y por eso es que dejaron esa práctica y se dedicaron a cortarles
la cabeza con el hacha y la espada (Baker, encantado, aplaudió;
puede parecernos un mellizo reciente un poco cruel, pero no, eso se
debe a que el padre les leyó los cuentos infantiles originales, los
que realmente terminan mal para que los niños aprendan la lección).
Y sí, a veces, no se sabe cómo, continuó Kaspar con la explicación,
la camomila se metía bajo tierra y nada, sucedía eso: se
transformaba en una veta.
-Difícil para cosecharla – pensó Quintín en voz alta y se
arrepintió, porque quizá Kaspar se ofendiera.
-Claramente, muy difícil – asintió el vikingo – por eso,
los más valientes de la aldea eran los encargados de subir hasta
aquí y conseguirla.
-¿Entonces has estado en esta montaña? – intervino el
zeppelín más que sorprendido. Estos vikingos eran admirables. Una
pena que se hubieran extinguido.
-No nos extinguimos, eso le ocurre a los animales y a
algunas plantas. Nosotros nos transformamos.
-Ah – dijo Quintín y no quiso profundizar en el asunto.
-Sí, conozco esta montaña. De hecho, un poco más a la
izquierda verás una marca roja: la hice yo.
Canterville estaba entusiasmadísimo. Kaspar no sólo había escalado
la montaña más alta de la Tierra, sino que había dejado su marca
allí.
- ¿Y qué significa la marca?
Se hizo un gran silencio, tan grande que hasta se detuvo el motor y
el zeppelín flotó en el aire gélido de la mañana montañosa.
Kaspar se sonrojó completamente, tanto que imagino que incluso se le
volvieron color rubí las manazas y las piernazas.
-Fue una promesa de amor – murmuró.
Quintín, que tenía una veta romántica, debido a su madre, una Gran
Danesa francesa (bueno, él no tenía la culpa, sino el dueño de la
perrera) suspiró enternecido. Un vikingo enamorado era lo máximo que
podía esperar conocer un San Bernardo, sobre todo a esa altura de la
vida.
-¿Y? ¿Qué pasó?
-Pues que dijo que yo parecía un oso peludo y que no me
quería ni un poquito así.
-¿Y?
-Insistí… si dieras la vuelta a la montaña, verías que me
hizo construir una terraza, una escalinata, una cabaña con ventanas
del tamaño de un dedal (y se miró las manos y todos imaginaron el
trabajo que le habría dado hacer algo tan diminuto con unas manos
tan grandes) y un jardincito delantero. Todo eso con el hacha y
estas manos que ves aquí.
-¿Y?
-Que tiempo después me di cuenta de su ardid: demoré tanto
que, para cuando terminé, ya estaba viejo para ir nuevamente a la
batalla. Y entonces ella aceptó casarse conmigo. Y hemos sido muy
felices hasta el momento.
Kaspar volvió a ruborizarse, porque no le había gustado nada decir
que había dejado de pelear en las batallas, para construir eso que
su futura esposa quería. Pero hablaba bien de él, creo. No es tan
frecuente un vikingo sentimental.
Ahora bien, si eran tan felices, ¿dónde estaba la esposa de Kaspar y
cómo se llamaba?
-Eso lo veremos a la vuelta. Dijo que nos esperaría con unas
ricas tartas y una carne a las brasas, porque seguramente
regresaríamos con hambre.
Entonces Canterville se imaginó una deliciosa y crocante carne
asada, mientras Quintín se relamía pensando en los huesos que le
darían, y Baker intentaba imaginar a una esposa vikinga… ¿también
usaría un casco con cuernos de jabalí salvaje?
-Renos salvajes – insistió Quintín, ya a punto de rendirse.
Baker era muy testarudo.
El zeppelín dio vuelta a la montaña, para descubrir la casita que
había esculpido Kaspar tan arriba, y efectivamente allí estaba. Es
cierto que del techo –que había sido de paja- quedaba poco y nada,
pero sí el armazón de madera durísima (que tenía que resistir varios
siglos), y las paredes de piedra y las ventanas y la cerca que
rodeaba el jardín donde, increíblemente, aún florecía el Edelweiss
(y quien no sabe qué es el Edelweiss, pues que le pregunte a una
abuela). Quintín entonces imaginó unos cinco vikinguitos con cascos
diminutos (y sin cuernos aún) correteando por ahí y aprendiendo a
dar los primeros gritos guerreros. Se alegró de no haberlos
conocido. A Kaspar se le desprendió otra lágrima, que esta vez
también fue vista por Baker, pero ni él ni Quintín hicieron un
comentario. Es bueno saber que hasta los vikingos se emocionan por
algo así.
El zeppelín hizo un gran esfuerzo y le exigió el máximo a los
motores y se elevó aun más, para estar más alto que la montaña
altísima, y lo logró… No sólo estuvo mucho más arriba, sino que se
metió de lleno en una nube blanquísima que impidió ver nada más. La
nube, que como todos saben parece algodón y no agua condensada,
sonreía porque una especie de pescaditos dorados saltaban de un lado
al otro y claramente le hacían cosquillas.
Ya lo sé; nadie diga nada. En las nubes no hay pescados, y menos
pescaditos fuera del agua. Pues allí estaban y saltaban encantados
de montecito nuboso a montecito nuboso, y ni a ellos ni a nosotros
nos pareció que eso no fuera a estar ocurriendo realmente.
Canterville sintió unas enormes, enormísimas ganas de salir y
corretear entre la nubes él también, y el zeppelín, que era bueno
como un pan, abrió otra puertita, que nadie había visto y que estaba
reservada para las ocasiones especiales, le encasquetó una especie
de escafandra para caminar entre las nubes, le puso un cinto
diminuto y muy fuerte, que estaba convenientemente atado a una
manija de hierro forjado, y de un empujoncito lo hizo salir de la
nave. ¡Ah!, están pensando ahora, si la madre se entera, se muere
del susto, y el padre se enojaría un poco con el zeppelín, con
Kaspar, que se supone que es un adulto responsable y con Quintín,
que, como buen San Bernardo, debería estar cuidando al mellizo
reciente. Pero ni la madre se asustó, porque sabe que es una
aventura de cuento, ni el padre se enojó, porque en realidad a él le
hubiera gustado estar en el lugar de Canterville y dar saltitos
entre las nubes blanquísimas. Así que todos tan contentos, mientras
Canterville flotaba, daba vueltas de carnero para un lado y para el
otro, se enredaba con algún pescadito y mordisqueaba pedacitos
sueltos de nube que eran como conos de algodón de azúcar (no tan
dulces y empalagosos, por suerte).
Baker lo miraba hacer, y sólo atinaba a pensar en que ojalá esas
nubes no decidieron convertirse en lluvia, porque si no, Canterville
quedaría colgando cabeza para abajo y además se empaparía, y eso sí
que sería un problema.
Pero el zeppelín lo tranquilizó y le dijo que esas nubes no se
hacían nunca lluvia, que estaban allí para eso, para que los
mellizos recientes se divirtieran, con lo cual le estaba indicando a
Baker que se pusiera la escafandra y el otro cinto y saliera
también. Y el reflexivo Baker, el pensador Baker, le hizo caso y
alcanzó al hermano, lo tomó de la mano y ambos hicieron la plancha,
boca arriba mirando un sol redondo como solo el sol puede serlo,
sintiéndose más livianos que una pluma, allí, más arriba que nadie,
en lo que podría decirse que era el techo del mundo.
Mientras tanto, en el zeppelín, Kaspar y Quintín empezaban a
impacientarse. Quizá se hacía la hora de regresar, y la impaciencia
se debía, principalmente a que ambos comenzaban a sentir hambre, un
hambre de esas enormes, que no se resuelven con un trozo de pan de
arroz. Así que Quintín tironeó de una de las correas, y Kaspar de la
otra, y entre los dos arrearon a los mellizos recientes, que volvían
con el pelo mezclado con nubes, nubes en los bolsillos y en los
dedos, e incluso una saliendo por una de las orejas. Y, más tarde,
Baker descubrió que un pescadito se había quedado dormido en el
bolsillo, y como allí estaba tan tranquilito, allí se quedó, y
recién despertó mucho tiempo después, cuando, en la cocinita
inglesa, Baker sacó el mapa para mostrárselo a la mamá y al papá, y
dentro del mapa estaba el pescadito. El gato-gatito se relamió,
encantado, pero la madre lo atajó a tiempo y el padre metió al
pescadito en un jarrón que había ahí, esperándolo, y de ese modo, el
pescadito fue el primer pescadito que volvió de las nubes y se
integró a esa familia un poco peculiar.
Estación 8: de cuando deben decidir qué hacer, pero ninguno está de
seguro de proponer la mejor idea
A decir verdad, los mellizos recientes estaban cansadísimos y
cualquiera que tenga algo de experiencia con niños chicos sabe que
se quedarían dormidos no bien pusieran las cabezas contra los
respaldos, aunque no fueran demasiado cómodos. Eso al menos fue lo
que Kaspar y Quintín pensaron, y fue exactamente lo que ocurrió. De
ese modo, los mellizos no supieron que el zeppelín era el ser más
feliz del universo y que se puso a silbar una melodía bellísima que
sólo conocen los zeppelines cuando son felices de verdad. Y así
comenzaron a regresar, y las rayitas se fueron convirtiendo en
caminitos y después en caminos vecinales –que son de color más
claro- y tan luego en callejas de piedra y grava. Y lo mismo pasó
con lo que desde lejos parecía un cubrecama hecho de retazos verdes,
amarillos, rojos y marrones, que terminaron siendo lo que jamás
habían dejado ser: campos sembrados de trigo, y membrillos y viñas y
maíz y girasoles y repollos rojos y coliflores y tulipanes.
¡Momento! ¿Tulipanes? Sí, ¿por qué no? Son bonitos…
Y así fue todo; pero seguía sin haber personas, y uno, en el fondo,
estaba agradecido, porque todo lucía sin uso, esperando la orden
para comenzar a ser.
Entonces en esa larga siesta –la primera de todas, antes no habían
tenido tiempo, hay que decir la verdad, y resultaron ser mellizos
recientes muy resistentes- el zeppelín fue regresando al
zeppelín-puerto y azeppelinó con suavidad para no despertarlos, y
ronroneó un poco, contento con el vuelo, y un poco melancólico
porque no sabía cuándo sería el siguiente.
Claro que ni el zeppelín, ni Kaspar, ni Quintín, ni mucho menos los
mellizos, sabían lo que el narrador de esta historia había decidido
de pronto, al verlos allí, tan felices. Porque cuando se encuentra
un grupo como este, así, tan feliz y decidido, vale la pena seguir
con la aventura. Y qué importa si el grupo es imposible… un perro
que habla, un zeppelín que revive, un vikingo sentimental y dos
mellizos recién nacidos… Pero sí, todo es posible en esta historia,
y si no lo fuera, ustedes no la estarían leyendo, ni yo narrando.
Kaspar cargó a cada mellizo en una de las manazas, tal como había
hecho el padre cuando los vio nacer, y con mucho cuidado regresó al
albergue, mientras Quintín le cuidaba las espaldas y el zeppelín…
buena pregunta, veamos qué hizo el zeppelín para seguirlos.
Acá es necesario hacer una aclaración: los zeppelines tienen una
característica que nadie sabe realmente cómo y cuándo surgió, y
quizá sea únicamente la del nuestro. Pero es esta: cuando el motor
se apaga, se silencia el timón y el telescopio se enrolla como el
cuello de la tortuga que se esconde en el caparazón… sale el
espíritu del zeppelín, que podría decirse que si uno pudiera verlo,
sería como una esfera de unos 20 centímetros de diámetro, de color
amarillo suave. Flota a un metro, un metro y medio del suelo y hace
un runrún casi inaudible, mientras avanza en línea recta. De modo
que eso fue lo que pasó, y el zeppelín vuelto esfera acompañó a la
comitiva. La esposa de Kaspar, que se llama Viktoria (sí, con k, los
vikingos aman la letra “k”), abrió la puerta de par en par y con una
enorme sonrisa en los ojos, y en todo el cuerpo, les dio una
bienvenida vikinga, que cada uno puede imaginar a su gusto, al
narrador no se le ocurre nada en este momento. Porque cuando una
mujer vikingo se alegra, lo demuestra con todo su ser. Y ella estaba
encantada de recibir a esos mellizos dormidos, porque sus hijos ya
habían crecido hacía mucho tiempo, y andaban por tierras lejanas, y
estos niños aquí, tan idénticos como granos de arena, de inmediato
la encantaron, pese a las pecas y a los cabellos revueltos y las
lagañas que adivinó en los ojos. Con ternura vikinga los tomó en los
brazos y los depositó en la cuna de sus hijos, en la que cabían al
menos cuatro mellizos y eso nos da una idea del tamaño de un bebé
vikingo. La cuna era mecedora, y Quintín de un lado y el
zeppelín-esfera del otro, con suavidad, los mecieron, y para
sorpresa de todos, Kaspar comenzó a cantar bajito una canción
vikinga de cuna, que espero que la madre y el padre de los mellizos
aprendan, porque resultó infalible para mantenerlos dormidos y
felices, porque no bien empezó a sonar la voz del vikingo, los
mellizos, en sueños, sonrieron y se metieron el pulgarcito en la
boca, que es lo que hacen los recién nacidos cuando están en paz y
tienen sueños bonitos…
Y mientras todo eso sucedía, Viktoria preparó la comida prometida,
asó la carne y las papas, a las que le puso mantequilla suave y un
poco de perejil, que hace bien a las tripas, dijo, y también amasó
las tartas, rellenas de crema y frutillas, con unos decorados que no
sé de dónde aparecieron, pero que se asemejaban a la noche
estrellada.
Entonces sí, despertaron a los mellizos, que se desperezaron,
olieron la carne a punto, y los postres dulces, dieron un saltito y
salieron de la cuna-mecedora. Saludaron con cariño a
zeppelín-esfera, y Baker dijo que su apariencia le resultaba
agradable también, que le gustaría sentarse a su lado, aunque no
estaba seguro si comería asado, y zeppelín-esfera se ofuscó un poco:
¡por supuesto que comería asado! Ser zeppelín-esfera no hace que uno
no sienta hambre y quiera comer de la exquisita cena preparada por
Viktoria. Y dicho eso, se sentó primero que nadie y se anudó primero
que nadie la servilleta al cuello, y sonrió de… punta a punta del
diámetro, porque no se le veían las orejas, y no sé cómo, pero tomó
un cuchillo y un tenedor y fue el primero en cortar un trocito (sí,
muy chiquito, porque era una esfera, como dijimos, de dimensiones
modestas) y saborearlo.
-Hmmm, hmmm, señora Viktoria, el mejor asado que he comido
en los últimos sesenta años – exclamó, feliz.
Y Viktoria se dijo:
- Pobrecito, con razón es tan chiquito. Déjenmelo unos días
acá, y se volverá un zeppelín-esfera que llamará la atención.
Pero Baker se concentró para que eso no sucediera, porque ya veía
que se estaban metiendo en líos: volverían a la cocinita inglesa
siendo una verdadera tropa, porque claramente Viktoria los
acompañaría, era innegable que no podía separarse de Kaspar; así que
tan luego la esfera no podía ocupar demasiado lugar… salvo que,
acotó Canterville, convencieran a la madre y al padre de que valía
la pena mudarse a una casa cuya cocina, al menos, fuera tan grande
como para que todos estuvieran reunidos cómodamente, pudieran
estirar las piernas bajo la mesa cuanto quisieran, y desperezarse y
hacer bromas sin temor a aplastar al vecino con las carcajadas.
Kaspar dijo que seguramente podría convencerlos, si le daban la
oportunidad, y preguntó si el padre y la madre hablaban vikingo y
Baker dijo que por supuesto que sí y Canterville dijo que ni por
asomo, con lo cual no quedó claro qué ocurriría cuando se
encontraran ni qué idioma hablaban los padres.
Quintín los tranquilizó porque dijo que él había trabajado una vez
de traductor y se prestaría para ser de ayuda, cosa que los mellizos
agradecieron de corazón.
Entonces, Viktoria intervino y dijo que le parecía sensato hacer un
plan. ¿Por qué las mujeres son siempre tan organizadas?, se preguntó
Quintín, porque Kaspar ya lo sabía, y los mellizos recientes no
tenían ninguna experiencia con mujeres, salvo su madre, claro, pero
que era una madre, y de las madres se espera, precisamente, que sean
organizadas y resuelvan todos los problemas del mundo: desde qué
deben comer dos mellizos recientes, hasta quién debe ser presidente
de la Unión Europea, qué debe hacer Syrisa para salvar Grecia, el
punto de hervor de la leche para que no se cubra de nata, cuál es el
mejor remedio para la tos y la fiebre, y cuál es el mejor ángulo
para retratar al padre, que a veces no sale bien parado en los
retratos. En fin, para qué continuar con la lista de la cantidad
infinita de cosas que una madre organiza y resuelve. Bien, se dijo
Baker, en definitiva su madre era madre porque quería serlo, de modo
que tampoco había que aplaudirla demasiado. Estás equivocado,
protestó Canterville, porque sabe todo y no sé dónde lo aprendió.
Para que sepas, uno no nace sabiendo esa clase de cosas. Quintín
dijo que Canterville tenía razón, y que la madre era especialísima
por eso. Y Viktoria insistió, dice el narrador, para retomar el tema
que nos ocupa.
Kaspar dijo que debían asistir a un festival de rock al aire libre,
de esos que culminan con fuegos artificiales y el público feliz de
la vida haciendo una ola con los brazos. Quintín dudó un poco. Eso
del festival de rock quizá era un poco apresurado, quizá debieran
aprender a patinar en el lago congelado, o en el canal. Viktoria no
estuvo de acuerdo. Podrían visitar esa maravillosa… iglesia, que
estaba tan escondida que nadie veía, pero que si más gente la viera,
menos problemas habría en todas partes, era una iglesia de todas las
religiones del mundo, algo único. A zeppelín-esfera la idea de
perder la tarde en una iglesia desconocida no le pareció nada
divertido, y propuso asistir a un espectáculo de sombras chinescas,
pero de las que no son de China, sino de Bali, pese a que se llaman
igual. ¿Y por qué se llaman igual, si son de Bali?, se preguntó
Baker, y amenazó con desatar una verdadera discusión que no llevaría
a ninguna parte, porque nadie sabía nada, ni de las sombras
chinescas de China, de Bali, “o del teatro negro de Praga”, agregó
Quintín, con lo que los sorprendió a todos y finalizó el asunto.
Después empezaron a hablar todos a la vez, y la lista de las cosas
que querían hacer y visitar amenazaba con ocupar el resto de la
vida, y eso significaría que los mellizos recientes no irían ni al
jardín de infantes (detestable definición, decidió Baker no bien
escuchó hablar del tema, porque imaginó una especie de jaula absurda
llena de plantitas con cabezas de bebés, como si fueran coliflores,
aunque no sé por qué pensó en coliflores y no en otra cosa, como por
ejemplo zapallos, que se parecen más a cabezas de bebés, si se me
permite una opinión); ni a la escuela, no usarían túnica, no se
ensuciarían las manos ni tendrían raspones en las rodillas, no se
romperían un brazo o algún diente, no morderían a ningún compañero
de clase, no comerían tierra de algún cantero, no aprenderían a
andar en bicicleta sin rueditas (y si las bicicletas no tienen
rueditas, ¿cómo andan?, se preguntó Baker, que no distinguía aún
entre ruedas y rueditas, pero ya se sabe que es una distinción
extremadamente compleja). Y siguió otra eterna lista de todo lo que
los mellizos recientes no harían si se guiaban por la lista previa,
la de las cosas interesantes para hacer antes de volver a la
cocinita inglesa, donde la madre empezaría a aburrirse de tener al
gato-gatito en la falda, y al padre comenzaba a enfriársele el té en
el jarro.
Total, que estaban exactamente como al principio, pero con la
barriga llena, y pido disculpas para expresarlo así, pero no hay
otra manera de decirlo. Porque entre propuesta y propuesta, se
habían ido devorando el asado y las papas, y zeppelín-esfera, que a
veces se distraía, le dio un tarascón al plato, que le hizo perder
el único diente sano que tenía. ¡El único! Ay, ahora se había
convertido en una zeppelín-esfera con dientes todos malos. Pero a
eso quién puede importarle, pensó Canterville, si no estaba buscando
novia.
- ¿Y cómo lo sabes? – protestó de inmediato zeppelín-esfera
y nadie preguntó cómo Canterville sabía a) que no buscaba novia; b)
qué diablos era buscar novia.
- Bueno, se me ocurrió –intentó salir del paso Canterville,
y Quintín sonrió un poco de lado. Ese niño sería un pícaro; la de
problemas que tendrían los padres en cuanto creciera un poco.
El zeppelín-esfera decidió que no valía la pena discutir con un
mellizo reciente, y cambió de tema. Por fin, Viktoria propuso una
solución: o bien se haría una votación por las propuestas más
importantes de todas (porque algunas habían sido descartadas: ir al
Polo Norte; comer ranas de Nairobi; recorrer todas las montañas
rusas del mundo; sustituir todas, todas las armas del mundo por
mecanos y legos; liberar a todos los animales enjaulados de todos
los países; colgar una bandera pirata en la cúpula del Vaticano; dar
la vuelta al mundo caminando por el borde del Ecuador; y muchas
otras más que ya no recuerdo, porque eran tantas y todos hablaban a
la vez, que alguna se me perdió y no la anoté a tiempo), o se haría
un sorteo.
- ¿Cuál es la diferencia entre una votación y un sorteo?
–quiso saber Baker.
- La votación es la base de un sistema democrático; el
sorteo es la base de los juegos de fin de año, las apuestas, las
quinielas, la lotería, todo eso.
- Pero bien podría elegirse un presidente por sorteo, y no
por votación –insistió Baker, que cuando se ponía testarudo, era
insufrible. – Porque, además, es un sistema mucho más rápido y
efectivo. Los candidatos no tienen por qué presentar programas de
gobierno, ni necesitan gastar un dineral en propaganda, porque no
depende de los electores, sino del azar.
-Pues así te meterías en muchos problemas –respondió
Canterville- porque mira si en el sorteo te sale uno que es
desastroso.
- Lo mismo puede pasarte en una elección.
(No estaba tan equivocado Baker, pero ese es otro tema; porque ya se
sabe que entre el programa que un candidato propone, y lo que ocurre
después, para que todos lo apoyen, es tan parecido a un sorteo de
Reyes, que bien podría hacerse el intento. Quizá así se mejoraría la
democracia, tan castigada ella)
(La democracia no, diría el señor Mark Todd, mucho después, una vez
que estuvo sentado en la cocina inglesa con el padre y la jarra de
té – a él también le habían ofrecido un té y quiso Earl Grey Tea- la
democracia no está en cuestión, insistió, sino el sistema
democrático, cómo hacer que la democracia funcione verdaderamente
con instituciones envejecidas que ya no responden a lo que la
democracia necesita. Y no deja de tener su cuota de razón, y si
llega el momento, se profundizará en este asunto, pero no es seguro,
porque es un tema que le interesa más al padre de los mellizos que a
los mellizos; y el narrador se está adelantando demasiado)
Quintín puso orden, porque por ese camino no llegarían a ninguna
parte.
-Yo digo que votemos –propuso el zeppelín-esfera, que
jamás había votado en su vida, pero sí había participado (sin
suerte) en un sinnúmero de sorteos, y se dijo que quizá por una vez,
con una votación democrática, ganara el premio que jamás obtuvo en
un sorteo.
- Suena razonable –aceptó Kaspar- aunque nosotros, los
vikingos, resolvemos el asunto de otro modo: nos batimos a duelo.
- Pero no podemos batirnos a duelo por todas las propuestas
que hay. Para cuando terminemos el duelo, no quedará nadie para
llevar adelante la propuesta ganadora- protestó Baker, no sin cierta
razón, pese que no era pacifista, sino profundamente práctico.
- Tienes razón –admitió Kaspar bajando la cabeza.
- A mí me parece que lo que hay que hacer ahora es
descansar. Y después se hace una votación. Yo anotaré las propuestas
en un papelito, luego las leeremos y se vota por cada una. Y luego
se arma una lista nueva de acuerdo a los votos.
Baker pensó que si así funcionaba la democracia, no le llamaba la
atención que las cosas en el mundo anduvieran tan mal. El
zeppelín-esfera le dijo que no pensara así, que cuando aquel alemán
inventó el primer zeppelín, que a la sazón era un pariente suyo, las
cosas se habían salido de su curso y puesto muy mal, precisamente,
porque habían perdido la democracia. Y recuperarla, agregó, les
llevó muchos años y no habían sido años bonitos, por decirlo de
algún modo. Canterville quería que se votara ya, porque como había
dormido su primera siesta, se sentía más despierto que nunca y
quería volver a la acción. Pero Viktoria no se dejó convencer. Mandó
a cada uno a descansar un rato en su cuarto, miró a Kaspar con cara
de “y mejor me haces caso”, terminó de recoger los platos, las
fuentes, los cubiertos y los vasos, y desapareció en la cocina,
donde se puso a limpiar todo, como solían hacer algunas mujeres;
ahora también los hombres hacen esas tareas, aunque les cuesta mucho
y refunfuñan más de la cuenta. Pero eso es otra historia, y no de
esta.
Así que Quintín se fue a una perrera tibia y afelpada; el
zeppelín-esfera se recostó en un almohadón con cara de Mona Lisa;
los mellizos recientes se metieron en la cuna-mecedora, y Kaspar fue
a la cocina, a contarle a Viktoria cómo había estado el viaje en
zeppelín. Pero cuando entró, la vio dormida con un plato en una mano
y una esponja en la otra, completamente dormida. Kaspar le quitó
ambas cosas de las manos, desató con suavidad el delantal para que
no se despertara, la alzó en brazos como si no pesara ni un poquito
así, y la metió en la cama y la cubrió porque comenzaba a refrescar.
Luego se quitó las botas, el casco –que aún llevaba puesto- dejó el
hacha y la espada sin hacer ruido, detrás de la puerta, y se tendió
junto a ella. Para cuando se quiso acordar, se había quedado
profundamente dormido, tanto como ocurre cuando un vikingo muy
cansado por fin concilia el sueño. Es muy, muy, pero muy difícil
despertarlo.
Estación 9: lo compleja que puede ser la democracia y lo que puede
hacerse para mejorarla
Por fin, Kaspar se despertó, se lavó la cara y las manos y se dijo:
- Manos a la obra.
Con eso podía referirse o bien a cortar leña para encender la cocina
que se alimentaba de madera, o resolver el pequeño asunto que había
quedado pendiente, vale decir, qué más harían antes de regresar a
casa (técnicamente, a casa regresaban los mellizos recientes; el
resto de la compañía era la escolta, pese a que todos, pero todos,
deseaban al menos que la madre y el padre los invitaran a pasar, a
beber algo caliente para recomponerse después del larguísimo viaje,
que así se iniciaran los relatos, que perdurarían más de la cuenta,
que la madre o el padre dijeran: - Pero bueno, deberían pasar la
noche aquí, ya es muy tarde para encontrar el camino de vuelta; que
el padre estuviera de acuerdo con la propuesta de la madre, y que
todos aceptaran, la mar de felices por la idea… y así, se vería qué
pasaba al día siguiente y al otro y al otro); pero todavía no
estamos en ese punto, de modo que Kaspar se refregó las manos y se
puso en acción.
No iba a cortar leña, porque no era necesario. De modo que se
trataba de resolver el futuro más cercano, vale decir, los días
siguientes.
Cuando llegó a la cocina, ya estaban todos allí, y Viktoria sentada
en la cabecera. Eso le pareció algo apresurado, pero ya se sabe que
en el fondo, muy en el fondo (y en el frente también), quienes
mandan, realmente, son las mujeres.
- Llegas tarde – le dijo como si fuera la Secretaria
General de las Naciones Unidas, del Consejo de Seguridad.
Kaspar se sonrojó horriblemente y se sentó, tratando de no hacer
ruido, con tan mala pata que le apretó la cola a un ratón que se
había colado, tentado por el calor de la estufa. ¿Alguna vez
escucharon a un ratón gritar del dolor? Pues es terriblemente
espantoso. Se hizo un silencio de muerte, y Kaspar casi se cae de la
silla de la impresión. La cola del ratón había quedado en muy mal
estado, y Kaspar lo recogió, pero el ratón se defendió y le mordió
el dedo y no quiso desprenderse. Así, la primera sesión democrática
se demoró unos segundos, mientras Viktoria tranquilizaba al ratón,
se disculpaba con él, y le prometía que no volvería a pasar, y el
ratón rezongaba diciendo que eso le pasaba a los débiles que no
tenían representatividad en la mesa de negociaciones, y que si todos
querían que volviera la paz, debían hacerle un lugar allí, y quería
tener voz y voto, como los demás. Los mellizos se miraron y
estuvieron de acuerdo; el zeppelín-esfera quedó encantado y Quintín
dijo que le daba lo mismo. Podía tener voz y voto, pero todos
decidirían si tomarían en cuenta su voz y su decisión.
Eso confundió un poco al ratón, pero no supo qué decir, y además no
tenía ni un aliado ni un representante, de modo que aceptó sentarse
–lo más lejos que pudo de Kaspar- entre Baker y Canterville, que lo
miraron con curiosidad.
Después, Viktoria tomó la palabra. Dijo que se había resuelto por la
votación democrática y no por el sorteo, de modo que leería en voz
alta la lista de propuestas –las razonables, como se aclaró antes- y
que cada una sería votada. La más votada sería la que se ejecutaría
casi de inmediato, y así, hasta la menos votada, que sería la
última. Agregó que si alguien no estaba de acuerdo con el
procedimiento, que levantara la mano y explicara por qué y qué
proponía en su lugar.
Quintín sacó un papel y un lápiz y escribió algo con una letra
ilegible; parecía tener experiencia en esta clases de lides, y eso
tranquilizó a Kaspar, porque los vikingos, ya se sabe, no aplican
mucho las reglas democráticas para resolver sus diferencias.
Los mellizos recientes dijeron que estaban de acuerdo, y el
zeppelín-esfera dijo que se acogía a lo que la mayoría opinara, con
lo cual quedó sentado que su voto sería una suerte de bisagra, lo
que lo hacía quizá el participante más requerido de todos, en caso
de que hubiera un empate o la diferencia por un voto. Pero eso ya no
es democracia, es política electoral, y no viene al caso. Sirve como
aclaración, para que no se crea que el narrador es más ignorante de
lo que es. (Del ratón no se supo nada más, porque en vista de que
nadie le prestaba atención, ni siquiera el narrador, podemos decir
que no tiene –al menos por el momento- ninguna incidencia en la
historia. No sabemos qué ocurrirá en el futuro.)
De modo que Viktoria leyó la lista que ella misma había
confeccionado, porque los demás se habían quedado dormidos de tanto
esperar –vaya que la democracia es lenta a veces-, y porque, si
vamos al caso, todos confiaban en su buen tino.
Leyó:
1. -Asistir a un festival de rock o algo similar
2. -Visitar la iglesia más extraña, más desconocida y más
interesante de la Tierra.
3. -Recorrer la alcantarillas donde se ocultó Jack el
Destripador
4. -Ir a una función del Circo de los Seres Imposibles
5. - Sacarse una fotografía en el Gran Puente
6. -Andar en zancos por la ribera del Río Verde
7. -Pasar una tarde en Lilliput
8. -Armar un pueblo en miniatura que ocupe toda la sala de la
casa de Kaspar y Viktoria
9. -Ir al mar (eso era algo que Viktoria deseaba desde que era
niña, y lo había agregado a la lista sin consultarlo siquiera con
Kaspar, quien al escucharla se dio cuenta, pero no dijo nada, sólo
le guiñó un ojo, y eso sucede cuando las personas se aman realmente)
Baker preguntó si eso era todo, porque recordaba que se habían
propuesto muchas más cosas, pero Canterville le recordó que habían
descartado las más descabelladas, con lo que Quintín se quedó
pensando si había ideas con cabello y otras sin cabello, y por qué
las con cabello eran más sensatas que las calvas. Y como yo tampoco
lo sé, pensaré de dónde surge esa expresión y por qué se discrimina
a los calvos.
Viktoria les recordó lo que debían hacer a continuación. Se votaría
cuál era la propuesta que se llevaría a cabo en primer lugar y así
hasta agotar todas las posibilidades.
No es difícil imaginar la discusión que se armó, ni los argumentos
que primaron para cada propuesta, porque los mellizos recientes se
inclinaban por el festival de rock, Lilliput, el Circo de los Seres
Imposibles, y el resto de las propuestas se acercaban más a los
deseos de Kaspar y de Quintín. Al zeppelín-esfera, como se dijo
antes, todo lo parecía bien. Entonces Baker tuvo la mala idea de
preguntar qué diferencia había entre lo que estaban votando y hacer
un sorteo, porque seguramente el sorteo sería más rápido, perderían
menos tiempo y nadie se pelearía con el otro si su propuesta no era
votada de inmediato.
Kaspar y Quintín le dieron la razón, pero con una salvedad:
- El sorteo parece razonable en una situación como esta, y
podemos hacerlo, poniendo papelitos con las propuestas dentro de una
caja y sacándolos de a uno. Pero si se tratara de un asunto de
Estado, de ningún modo podríamos resolverlo con un sorteo.
- Pero no se trata de un asunto de Estado – se molestó
Baker un poco- creo que todos somos capaces de distinguir entre un
asunto de Estado y elaborar un plan de paseos para dos mellizos
recientes que salen por primera vez al mundo.
Entonces sí que se hizo silencio, porque no sólo tenía toda la razón
del mundo, sino que se había expresado de un modo impropio para un
mellizo reciente, incluso para la mayoría de los adultos que andan
por la vida e, incluso, para los que también toman decisiones que
son asuntos de Estado. Canterville pensó que quizá su hermano, algún
día, se dedicaría a la política, y recordaría esta asamblea
improvisada en la cocina de Viktoria y Kaspar, antes de cualquier
discusión y, sobre todo, durante una votación.
-Tiene razón mi hermano – lo apoyó Canterville, y fue la
primera vez que se refirió a Baker como a su hermano (de alguna
manera tenía que ponerse a tono y a la altura de lo que había
expresado el mellizo menor).
Total, que la que dirimió la diferencia fue Viktoria, que
rápidamente anotó cada propuesta en papelitos blancos que tenía
guardados en el cajón
de-los-papelitos-en-caso-de-que-sean-necesarios, hizo bolitas con
ellos y los metió en una especie de pelota transparente que tenía
una abertura enrejada y la hizo girar con fuerza. Luego pregunto si
todos estaban de acuerdo en que fuera sacando los papelitos, y
Quintín dijo que le parecía razonable y equitativo que cada uno
sacara uno, que se leyera en voz alta y que se asentara en actas el
resultado. Con lo cual, y del mismo cajón, Viktoria sacó una hoja
más grande, con membrete, y en la que se leía claramente (bilingüe:
en vikingo y en otro que todos comprendían): acta de reunión, con un
espacio para poner día y hora y lugar, nombre de los asistentes y
firma. Baker estaba encantado con la eficiencia vikinga para estos
asuntos burocráticos. Seguramente, pensó, los vikingos habían
influenciado, sin proponérselo, a Weber, quien por supuesto jamás
reconocería que sus brillantes ideas provenían de esos salvajes
nórdicos.
(Pero nos vamos por las ramas, pensó Canterville, mientras yo
anotaba lo anterior, y como tiene toda la razón del mundo,
continuamos con el relato)
El primero en meter la mano fue Kaspar, y todos temieron que se
trabara, porque era una manaza, pero se las ingenió –no sé cómo-
para atrapar un papelito con el índice y el dedo mayor, y sacar la
mano, mientras sonreía mostrando todos los dientes (que parecían los
de una ballena, pensó Canterville, y Quintín estuvo de acuerdo con
él, y se preguntó qué clase de dentista lo atendería, a lo que
Kaspar respondió que los vikingos JAMÁS van al dentista).
-Lo leeré – dijo Viktoria, y todos estuvieron de acuerdo.
Se puso los lentes, lo que le dio aspecto de maestra de escuela, y
leyó en voz alta:
-Festival de Rock
Baker y Canterville aplaudieron, encantados, y el zeppelín-esfera se
preguntó si el volumen de la batería y del bajo no sería un poco
demasiado para él, pero Quintín lo tranquilizó.
Después le tocó el turno a Quintín, quien no tuvo inconvenientes en
meter una de las patas, aunque el barrilito rozó la pelota un par de
veces y todos temieron que se desbaratara la situación. Extrajo el
papelito y se lo entregó a Viktoria.
- Lilliput- dijo.
Y el zeppelín-esfera se alegró, porque supuso que sería algo
adecuado a su tamaño.
Baker metió la manita y dudó. ¿Qué papelito elegir? Cerró los ojos y
se concentró y tomó uno, sacó la mano y lo abrió.
- ¿Puedo leerlo? – le preguntó a Viktoria.
-Por supuesto.
Y con la vocecita que todos conocemos, dijo:
-¡Las alcantarillas de Jack el Destripador!
Kaspar estaba encantado: siempre había querido conocerlas, pero
Viktoria se había negado cada vez, arguyendo que saldrían con un
olor nauseabundo de allí, y con los zapatos completamente mojados y
manchados de sangre, y un vikingo sabe cuán difícil son de limpiar
las manchas de sangre.
Canterville fue el siguiente, y no necesitó cerrar los ojos; extrajo
el papelito y se lo tendió a Quintín para que lo leyera:
-El Circo de los Seres Imposibles.
Quedaban varios papelitos en la pelota, y faltaban el
zeppelín-esfera y Viktoria, quien dijo que quería ser la última en
elegir. De modo que el zeppelín-esfera se impulsó hasta la pelota y
como no tenía bracitos, se las ingenió para desinflarse un poco y
entró limpiamente por la abertura. Unos pelitos quedaron trabados en
la rejilla, pero de todos modos logró hacerse de un papelito, no sé
cómo, porque en ese momento me distraje viendo una nube con forma de
canguro – algo extraño, realmente- y cuando volví a observar lo que
ocurría, ya el zeppelín-esfera había salido de la pelota y leía el
papelito:
-Andar en zancos.
De inmediato, todos imaginaron el tamaño de los zancos que usaría
Kaspar, pero estuvieron seguros de que habría un par adecuado para
un vikingo, porque está claro que hasta los vikingos, alguna vez en
la vida, andan en zancos.
Y entonces le tocó el turno a Viktoria. Cerró los ojos, los abrió,
le brillaron, metió la mano, suspiró, pidió un deseo y la extrajo
nuevamente, y todo eso ocurrió en apenas un segundo.
Nunca sabremos qué decía verdaderamente el papelito, porque todos
estuvieron de acuerdo en que fuera ella la que lo leyera, y así lo
hizo:
-Ir al mar.
Con lo cual podemos concluir dos cosas: a) que efectivamente se
cumplió su deseo; b) que era un poco tramposita, pero que a nadie le
pareció mal que lo fuera.
-Bien- resumió entonces Kaspar, tomando la posta del
asunto. Se aclaró la voz y prosiguió: - El orden es el siguiente:
1. Festival de rock
2. Visitar Lilliput
3. Recorrer las alcantarillas de Jack el Destripador
4. Visitar el Circo de los Seres Imposibles
5. Andar en zancos
6. Ir al mar
Los miró a todos con la seriedad de un primer ministro ante un
verdadero asunto de Estado y concluyó:
-Si nadie tiene nada que agregar, damos por cerrada la
sesión y nos ponemos en movimiento.
Viktoria dijo que llenaría el acta de la reunión rápidamente,
mientras ellos se ocupaban de los otros detalles (no sé cuáles son
esos detalles, porque no aclaró nada, pero tal parece que los demás
comprendieron, porque cada uno fue a hacer lo suyo), y en menos de
media hora estaban listos, con las manos y las caras limpias y
lustrosas, zapatos cómodos y un paquetito con pan de centeno y queso
de cabra (tampoco sé por qué este detalle, pero uno no tiene que dar
cuenta ab-so-lu-ta-men-te de todo de lo que ocurre en un relato como
este).
Y así, salieron, cerraron con cuidado la puerta, luego el portón del
jardín, y se hicieron a la ruta. ¿Y cómo se trasladaron? Seguramente
que no con el zeppelín, sino con…
Sí, allí estaba: el vagón 1 los esperaba, y ya de la locomotora
salía un precioso humo blancuzco, y hasta parecía que les sonrió,
cuando vio cuánto había crecido el grupo de pasajeros. Sí, la
locomotora estaba feliz, porque eso de tener una troupe como ésta la
convertía en la primera locomotora de la historia con pasajeros tan
distinguidos, y eso, cualquiera lo sabe, es importantísimo para
cualquier locomotora, en cualquier parte del mundo.
Estación 10: festival de rock…
Kaspar le dijo a la locomotora que iban al festival de Rock, y hacia
allí puso rumbo. Creo que no hubo demasiado inconveniente en
modificar un poco las vías, que chirriaron porque hacía mucho que
ningún tren iba al festival de Rock, pero de todos modos, pusieron
la mejor de las voluntades, se acomodaron y la locomotora hizo sonar
la bocina lo más fuerte que pudo (con lo que despertó a TODAS las
cigüeñas que dormitaban en las chimeneas, como corresponde) y tomó
velocidad.
Tampoco sé cómo, pero todos se acomodaron en el vagón 1; primero los
mellizos recientes, y tan luego Kaspar y Viktoria, que iban tomados
de la mano, y por fin Quintín, que se sentó sobre la cola, para que
el zeppelín-esfera tuviera lugar y viajara cómodo.
¡Ah, qué decir de ese trayecto! Pues que cada uno vio a través de su
ventanilla lo que más quería ver, pero como ninguno hizo comentario
alguno, dejo que los lectores elijan… lo que más les guste ver por
las ventanillas del tren. Porque se puede: se puede ver lo que uno
más desea, sólo se trata de saber hacerlo.
Y de pronto comenzaron a escuchar el trueno furibundo de una
batería, y el bum-bum-bum de un bajo entusiasta, y una guitarra que
volaba por los aires… Sí, en aquella plaza enorme, con un escenario
de dimensiones inconmensurables ocurría el mayor festival de Rock de
la historia. Allí estaban todos. Todos, todos los músicos que te
gusten están allí. Y es gratis.
El asunto es decidir qué grupo empieza el concierto. De modo que hay
que aguzar la vista un poco y preparar el oído.
¡Pero si allí están los Tiger Lillies! ¿Y quién es el cantante que
los acompaña? Es Nick Cave, qué increíble coincidencia. Pero más
atrás, entre los músicos, parece que se colaron Teleman, Corelli,
Pergolesi y Pachelbel, con sus pelos blancos y un poco pasados de
moda, pese a que a partir de ese momento, todo el mundo querrá
parecerse a ellos, usar esas absurdas casacas de terciopelo, tener
aspecto de salidos de una mala historia y componer el mejor barroco
de todos. ¿Quizá en ellos se inspiraron Yes, Rick Wakeman y Jethro
Tull? Y antes de que uno pueda responder a semejante cuestión,
aparece Pink Floyd, y el entusiasmo del público -¿qué público?, si
el concierto es únicamente para ellos, se dan cuenta de pronto… De
modo que a disfrutar. Ay, si van entrando todos los que te imagines
y recuerdes. Por ejemplo, Sigur Ros (esa fue la abuela,
seguramente); Carlos Gardel (ese fue el abuelo, gran bromista), pero
con pelo largo!, y … no, no, no puede ser… se ha colado Arjona en el
escenario… Pero ya los de seguridad le dicen que se ha equivocado,
que esto no es ni Miami ni Las Vegas, que aquí mejor no cante.
El zeppelín-esfera no cabe en sí de la alegría: flota de un lado al
otro, y cuando se arma de valor se acerca al escenario, asciende un
poco más y… sí; está precisamente junto a Roger Waters - ¿se lo
imagina o es Syd Barret el que le hace una guiñada cerca del telón?
– y después se anima y muy despacio, sin molestar, se detiene ante
el señor, el maestro, el gran, Gran Leonard Cohen, que no se
sorprende de que un zeppelín-esfera conozca todas sus canciones y
sea capaz de hacer los coros con una afinación digna de un coro
mayor. ¡Ah, el zeppelín-esfera no puede más de la alegría! Y Kaspar
y Quintín se sorprenden, porque jamás creyeron que le gustara tanto
la música.
- ¡Pero cómo no! ¿Qué sería de nuestras vidas sin la
música?
Y antes de que nadie pueda impedírselo, se para delante del atril en
el que se encontraría el director de la orquesta, toma la batuta
como si siempre lo hubiera hecho, golpea suavemente el atril que se
ha desplegado de pronto, mira a cada uno de los músicos con
amabilidad, pero también con enorme sobriedad, cuenta tres, eleva un
brazo y el otro con la batuta y…
Ah, qué concierto, lectores, pero qué concierto tan maravilloso
dirigió esa noche el zeppelín-esfera. Un concierto que quedará para
siempre consignado en los anales de la música de todas las épocas.
Porque… cómo explicarlo. Como cuando alguien es capaz de pedirle al
otro que dé lo mejor de sí mismo y más… y eso fue lo que ocurrió.
Los Tiger Lillies hicieron seguramente la mejor performance de sus
vidas, ya que por algún motivo se convirtieron en el corazón de la
cuestión, pero yo creo que empezó a correrse la voz de un lado al
otro, porque de pronto comenzaron a llegar otros músicos, otras
bandas, y nombrarlas a todas sería hacer injusticia con las que
seguramente olvidaré, porque eran tantísimas. Haré el intento… Los
Beatles no quisieron perderse semejante concierto (después dijeron
que fue mucho, muchísimo mejor que cuando grabaron Let it be en la
azotea del estudio de grabación); y si estaban Los Beatles, los
Rolling Stones no podían no estar, viejos archienemigos de mentira;
y claro que también Eric Clapton, Bob Dylan, Grateful Dead, The Who,
Tina Turner, Janis Joplin, Jimie Hendrix (ya sé que es raro esto,
pero ocurrió tal como lo cuento, aunque el narrador debe aceptar que
estas bandas son de la época de la abuela, y Baker se molestó un
poco, porque no había nada nuevo… pero podemos preguntarle a Baker
¿qué es lo nuevo?, con lo que lo dejamos pensando y se termina el
problema), y otros, tantísimos otros (y aquí agradezco a los
lectores que amplíen la lista lo más que puedan, porque este
concierto sucedió de este modo: cada vez que alguien recordaba a un
grupo, banda, solista, conjunto o lo que fuere, parecía que lo
llamara, porque aparecía allí y se sumaba a los músicos que ya
estaban ejecutando, de modo que llegó un momento en que aquello
parecía un estadio completo de músicos sonando, dirigidos por el
zeppelín-esfera). ¿Y qué pasaba mientras tanto con Baker y
Canterville?
Ah, habían descubierto la música, que se les había instalado en
todas partes: la cabeza, el corazón, las piernitas, las manos, la
voz, los ojos, hasta en el pelo (porque lo tenían erizado como el
lomo del gato que enfrenta a un perro), y no sabían qué hacer de lo
hermoso que les parecía aquello, y no querían que se terminara
nunca. Y cualquiera puede preguntarse qué música sonaba, que todos
conocían… difícil pregunta… habría que pensar cuál es la canción más
vieja de todas, cuál es la canción que alguna vez cantamos… a ver…
cuál es… en cuál estás pensando…
La canción que las madres cantan a sus hijos para hacerlos dormir,
aquí y en cualquier parte, no importa en qué idioma, en qué país.
Una canción de cuna. Eso era lo que dirigía el zeppelín-esfera con
enorme entusiasmo y capacidad, tanto que luego aparecería en los
titulares de todos los periódicos del mundo: Magistral dirección de
la mayor orquesta del mundo… El zeppelín-esfera demostró ser el
mejor de todos… y el reporte seguía y ocupó unas cuatro páginas del
periódico, lo que es mucho (porque ni el presidente de los Estados
Unidos recibe tanta atención). Y aunque pueda parecer increíble que
todos esos músicos importantísimos (y me estoy olvidando de todos
los que llegaron de África, Asia, Sudamérica y hasta del Polo Norte)
interpretaran la mejor versión de sus vidas de una simple y sencilla
y anónima canción de cuna, pues es lo que sucedió. Y entonces
Viktoria y Kaspar, que seguían de la mano y recordaban cuando sus
hijos habían sido pequeños y los habían hecho dormir con esa misma
canción, pero en vikingo, repararon en que los mellizos recientes se
habían hecho un rollito, uno junto al otro, el pulgar de uno metido
en la boquita del otro, con una sonrisa que les llegaba hasta los
ojos, y dormían, tal como ocurre cuando la canción de cuna es la
correcta. Entonces los alzaron, Viktoria a Canterville, y Kaspar a
Baker, sin que se despertaran, y se sentaron luego en un banco y
disfrutaron del mejor concierto de sus vidas, hasta que se hizo el
alba y luego el día, y los músicos fueron desapareciendo de a uno,
haciéndose translúcidos, y sólo quedó el zeppelín-esfera, que
recibió todos los aplausos, emocionado, y hasta lloró un poco.
Entonces Quintín fue hasta el escenario, de un salto llegó hasta el
podio y lo recibió en el lomo, porque el zeppelín-esfera estaba
agotado del esfuerzo y seguramente no tendría fuerzas para volar
hasta el piso. Y caminó lentamente hasta el banco donde estaban
Viktoria y Kaspar, con los mellizos recientes profundamente
dormidos, y se estiró a sus pies, mientras el zeppelín-esfera se
dormía también; y para cuando la locomotora se detuvo delante del
banco, los encontró a todos, pero a todos, dormidos con las caras
plácidas y agradecidas de quien ha tenido una jornada apacible y
buen retorno al hogar. Que en este caso… era la locomotora.
Dudó un poco. Pero había llegado la hora. De modo que hizo sonar la
bocina –con suavidad, para no asustarlos- y abrió la puerta del
vagón 1 para que entraran. Y Kaspar abrió los ojos y la vio, y
sonrió, y de a poco se fueron despertando todos, y cuando Baker
abrió los ojos, lo primero que dijo fue:
-Cuando sea grande, quiero ser músico.
Con lo cual la futura carrera de político quedaba anulada.
Canterville no estaba del todo convencido. Pero no le pareció mal
que Baker quisiera eso. De todos modos, lo sabía, tenían mucho
tiempo por delante para decidir qué hacer en el futuro. Y antes de
eso, debían narrarles esto al padre y a la madre en la cocinita
inglesa. Pero para eso faltaba también.
Estación 11: en Lilliput
Antes de continuar con el viaje, mientras la locomotora enciende los
motores y la caldera arde como nunca, es necesario aclarar que nunca
nadie me explicó de dónde sale el nombre Lilliput, ni si significa
algo. Es más, no conozco a nadie que haya estado allí, salvo con la
imaginación, de modo que tampoco sé si lo que encontrarán allí será
lo que consignan los relatos de otros viajeros previos. Tenemos
alguna información, gracias al insigne Jonathan Swift, pero es mejor
dejar que ocurran las cosas. Quién sabe si la capital actual
continúa siendo Mildendo, y si siguen peleándose entre sí, los
liliputienses y los blefuscuenses por cómo cascar un huevo hervido.
¿Y si dirimieron el diferendo y se han hecho amigos? No hay forma de
saberlo antes de llegar hasta allí. De todos modos, y si Lilliput
sigue quedando cerca de Tasmania, como afirmó Sir Swift (y si no era
Sir, pues acabo de nombrarlo), pues en este relato se omitirá el
larguísimo trayecto que tuvo que hacer la locomotora para cruzar
tantos mares, océanos y tierras ignotas. Retomaremos el relato
cuando:
-Estación Mildendo, Lilliput –dijo la locomotora, un poco
exhausta, casi con la lengua afuera.
-¡Iuppi! – exclamó Baker encantado (y sinceramente, no sé
de dónde salió esa expresión).
- ¡Opiti! – replicó Canterville feliz (y sinceramente, no
sé de dónde salió esa expresión).
(Y si hay más expresiones por el estilo, no voy a hacer más
acotaciones, no creo que sea necesario aclarar que el narrador,
muchas veces, no controla a los personajes –perdón, personas- que
ingresan en el relato)
Bajaron de a uno por la escalerita, y no sé por qué, anduvieron los
primeros pasos en puntas de pie. Quizá pensaron que la gente
chiquita podría asustarse de las pisadas de quienes eran doce veces
más grandes, pero no lo sé con certeza. El asunto es que habían
llegado, y sabían que debían prestar atención al más mínimo detalle,
porque cualquier detalle era mínimo, pero un mínimo detalle era el
equivalente a un detalle invisible, y eso era algo que debía ser
tenido en cuenta.
Ah, sí, la estación parecía de juguete, y Kaspar, de una zancada, la
cruzó; no así Baker y Canterville, que la rodearon rápidamente, pero
de inmediato se dieron la vuelta y se acercaron a verla. Daban ganas
de ser un liliputiense y meterse allí dentro y transitar entre los
andenes que parecían fideítos, con los guardas tocados por
sombreritos azules (seguramente para los guardas eran sombreros
azules, a secas; pero para ellos no dejaban de ser unos sombreritos
que parecían confeccionados con papel crepé); una mujercita que
vendía manzanitas acarameladas (seguro que esperaban que dijera:
acarameladitas; pero no, no es necesario ser tan insistentes con lo
del tamaño); y unos hombres vestidos con unos trajes un poco
llamativos para gusto de Quintín, quien no dejaba de ser un San
Bernardo educado en la tradición más tradicional de todas, que iban
de aquí allá con cara de preocupación o de estar a punto de resolver
un asunto de Estado. (Esto de los asuntos de Estado empezó a
parecerle sospecho a Baker, pero desde que había resuelto que sería
músico, le preocupaba menos que antes)
Pero el zeppelín-esfera quería adentrarse en la ciudad, porque si
bien era un poco más grande que los liliputienses, se sentía muy
cómodo allí, y quería verlo todo, todo, todito. Así que Canterville
y Baker lo siguieron, cuidando de no destrozar los sembradíos de
colecitas de Bruselas, remolachitas, limoncitos; ni de asustar más
de la cuenta a las vaquitas, las gallinitas y los cerditos que había
por todas partes.
- Alto – dijo Viktoria de pronto, y todos la miraron. ¿Qué
habría pasado?
-Me harté de los diminutivos… seguramente ningún
liliputiense pensará en su vaca como en “mi vaquita”, ni en el
cerdo, como en “ese cerdito” y muchos menos recogerá “huevitos de la
gallinita”.
Quintín entendió que tenía toda la razón del mundo; empezaba a
sentirse bastante estúpido pensando en diminutivo, y no quería ni
saber lo que sentiría cuando tuviera que ladrarle a un “perrito” o
perseguir a “un gatito”, etc. Kaspar también suspiró aliviado,
porque no hay nada más ridículo (patético, diría yo, incluso
lamentable) que un vikingo usando diminutivos; y los mellizos
recientes, que jamás habían usado diminutivos, agradecieron también,
porque parecía un trabalenguas aquello, y cualquier comentario o
conversación demoraba el doble porque las palabras se hacían
eternamente extensas, largas, impronunciables. Hasta el
zeppelín-esfera estuvo de acuerdo, porque se había encontrado ante
una duda existencial: llegado el caso, ¿debía presentarse como un
zeppelinito-esfera; zeppelín-esferita o zeppelinito-esferita?
- Difícil decisión –lo apoyó Quintín para que recuperara la
autoconfianza y la identidad, y el zeppelín-esfera suspiró aliviado.
De modo que puestos todos de acuerdo en que, a partir de ese
momento, llamarían a las cosas por su nombre, sin olvidar que el
tamaño era doce veces menor al que conocían, decidieron continuar
con la visita. De todos modos, es necesario aclarar que es difícil
hacer una visita así, porque ¿dónde se sentarían cuando tuvieran
hambre? ¿Y alcanzaría la comida de un restorán para alimentarlos?
Porque un sandwichito –perdón, un sándwich- liliputiense no
alcanzaba ni para llenar el meñique de Kaspar.
-De eso nos ocuparemos luego – aclaró Viktoria, y les
recordó que para eso les había preparado los panes de centeno y el
queso de cabra.
Kaspar volvió a pensar que la suya era la mejor esposa del mundo, y
Quintín se preguntó si quizá no sería hora de revisar el barrilito
de utilería. ¿Y si estaba diseñado para ser usado únicamente en
Lilliput? Movió la cola, satisfecho, y Canterville le respondió
mentalmente que probablemente estuviera en lo cierto, y le acarició
el lomo con fuerza (para Quintín fue apenas una especie de cosquilla
distraída).
Después de cruzar los campos sembrados –parecían colchas hechas con
retazos- se adentraron en la ciudad, a la sazón, los suburbios,
porque allí estaban en el mercado, una plaza en la que se vendía
toda clase de cosas (ollas, manteles, jarrones, flores secas, aves
provenientes de los Mares del Sur –no sé por qué de allí y no de
otra parte-, dientes de mono, alfombras persas y unas curiosísimas
sillitas del tamaño de un dedal), y donde había gente en carros
tirados por bueyes o mulas, que voceaba –en liliputiense- todo tipo
de cosas, pero como ninguno conocía el idioma, nos quedamos sin
saber qué ofrecían. Quizá podar arbustos, reparar el calzado, cortar
el cabello o tender la ropa, todo es posible en Lilliput. Y de esos
suburbios las calles angostas se convertían en otras un poco más
anchas, ya no de tierra, sino de piedra, adoquines azulados y
negros, que eran serpentinas que llegaban hasta una muralla altísima
(en dimensiones liliputienses, naturalmente) que rodeaba a Mildendo,
la capital de Lilliput. Mildendo era famosa por sus mujeres hermosas
y por la simpatía de los viejos, pero también porque una vez al día,
al menos, los mildendos sufrían dos ataques (inexplicables): a)
siete estornudos seguidos, que nadie podía interrumpir porque eso
daba mala suerte; b) un profundo malhumor que duraba, exactamente,
doce minutos. Lo bueno de esto es que tanto el ataque de estornudos
como el malhumor ocurrían siempre en el mismo momento para todos –a
cualquier hora del día, eso sí-, de tal modo que cuando empezaban
los estornudos, todos estornudaban, y cuando aparecía el malhumor,
todos andaban malhumorados. Eso tenía una gran ventaja: el ruido de
los estornudos ocurría una sola vez y no era tan molesto; el
malhumor colectivo hacía que cuando aparecía, nadie le prestara
atención al otro porque estaba de malhumor. Y así, nadie peleaba con
nadie, ni nadie se ofendía si al estornudar nadie le decía “salud”.
En todo caso, y esto ya era casi una tradición, cuando se terminaba
el ataque de estornudos, todos decían “salud” al aire, y se daban
por cumplidos.
Total que cuando Baker y Canterville asomaron las narices por encima
del muro de Mildendo, justo ocurría un ataque de estornudos, y como
no tenían idea de eso, se asustaron muchísimo, y casi, casi,
metieron la pata, porque era imposible no querer sostener a quien
comienza a estornudar y se contornea con fuerza y hace toda clase de
gestos como si le hubiera dado el mal del zambito o algo así. Pero
recordaron a tiempo otra recomendación que les había hecho Viktoria:
- Vean lo que vean, no importa qué, no intervengan.
- ¿Ver algo como qué? – quiso saber Baker, que era un poco
maniático de la precisión.
-Un liliputiense que persigue a un león- respondió
Viktoria.
-¿Y si es un liliputiense que no nos ve y se estrella con
la piernaza de Kaspar?- insistió Baker, no satisfecho con lo del
león.
-Tampoco. Creerá que es el tronco de un árbol, y como
seguramente ya le haya pasado antes de llevarse un árbol por
delante, no ocurrirá nada.
-¿Los liliputienses son distraídos, o éste en particular
es un poco tonto? – se preguntó Baker, confundido. ¿Cómo alguien
estaría acostumbrado a llevarse árboles por delante?
-Son distraídos – dijo Viktoria, arrepintiéndose de haber
dicho algo. Con Baker había que ser cuidadoso, uno corría el riesgo
de meterse en un terrible lío, porque hasta que no quedaba conforme
con la respuesta, no dejaba de preguntar.
(Como la canción de Les Luthiers, pensó Quintín al escucharlos
hablar, y hasta yo me sorprendí de que un San Bernardo conociera a
Les Luthiers). Pero lo pensó tan, pero tan bajito, que nadie reparó
en su comentario y yo respiré con alivio. Traer a colación a Les
Luthiers en este momento es algo complicado de resolver.
-No sé si podremos entrar a la ciudad –dijo Kaspar con
razón,- tal vez sería mejor que la miráramos desde afuera, es tan
chiquita, perdón, chica, de todos modos…
-Pero a mí me gustaría ver las casitas –perdón, las casas-
dijo Canterville contrito.
-Podemos sacarles el techo y mirar cómo son por dentro y
volver el techo a su lugar – propuso Baker, que había observado que
la mayoría de los techos era desmontable, lo cual parecía algo muy
práctico.
-No podemos sacarle el techo a la gente… - protestó el
zeppelín-esfera. – Pero podemos hacer otra cosa… - y sonrió.
No sé quién fue el primero en darse cuenta de que lo que estaba
pensando el zeppelín-esfera, pero en realidad no tiene: a) ninguna
importancia; b) ninguna gracia, porque a esta altura todos leían los
pensamientos de todos, de modo que no puede hablarse de quién lo
hizo antes que quién. En todo caso, sólo podía ocurrir algo así, si
alguno estuviera distraído con los propios pensamientos, lo que a
veces sucedía.
Por eso, todos dijeron que sí al unísono y felicitaron al
zeppelín-esfera por la buena idea que había tenido. Que era:
- Entraré a la ciudad, ya que soy el único que- por ahora- puede
flotar, y les iré contando lo que veo, cuando sea algo que no está
tan a la vista – dijo, para que quedara claro, por si alguno seguía
distraído (le pareció que Baker estaba pensando en otro asunto).
Y eso hizo. Y puedo asegurar que su relato fue muchísimo mejor que
el de Sir Swift. ¿Por qué? Porque el zeppelín-esfera tenía a su
favor el tamaño, de modo que era capaz de describir las cosas como
si lo hiciera un verdadero liliputiense (de hecho, y aunque no forma
parte de esta historia, me siento en el honor de decir que antes de
partir, el alcalde de Mildendo le entregó las llaves de la ciudad al
zeppelín-esfera, que hizo extensivas a todos, en agradecimiento por
tan respetuosa y cuidadosa visita – y acá debo recordarles que
cuando Gulliver visitó Lilliput hizo destrozo tras destrozo, hasta
que decidieron atarlo al suelo, porque amenazaba con no dejar a
Mildendo en pie). ¿Y cómo era Mildendo?
Baker no encontraría modo mejor de contar lo que el zeppelín-esfera
les había transmitido que decir que era lo más parecido a lo que
podía construir con un lego, cuando sentado en las rodillas del
padre, narraba parte de la aventura.
Por fin, decidieron que había llegado la hora de partir, porque
todos sentían hambre y habían decidido comer en el vagón 1, por las
dudas. Así que el zeppelín-esfera le hizo adiós con la mano a los
mildendinos, con tan mala pata que justo estaban en los doce minutos
de malhumor y no repararon en él. Por ese motivo, es que ya a unas
cuadras de la muralla, escucharon que las puertas se abrían y que
una comitiva formal corría tras de ellos, con un alcalde que se
sostenía el gorro rojo con una mano y en la otra, enguantada,
sostenía una llave (cita) de oro, y gritaba:
- ¡Ey, ey, no se vayan!
El único que los escuchó fue el zeppelín-esfera, que silbó lo más
fuerte que pudo, y todos se detuvieron y se dieron la vuelta. Y
vieron a la comitiva, el alcalde a la cabeza, las mejillas rojas por
la carrera, y detrás de él algunas autoridades, varios curiosos, el
jefe de la policía, el jefe de bomberos, el director de la escuela y
el sastre mayor (no es nada sencillo confeccionar vestiditos del
tamaño de un alfiler), más algunos ciudadanos que habían recuperado
el buen humor.
Como se dijo, todos se detuvieron, y el ayudante del alcalde
extendió una alfombra roja y verde, en una punta se paró el alcalde
y en la otra Baker, Canterville, Quintín, Kaspar y Viktoria (el
zeppelín-esfera sobrevolaba la alfombra de un extremo al otro). Uno
a uno se acercó luego al alcalde y se inclinó hasta el suelo, para
estar a su altura, y el alcalde le tendió a cada uno un papiro en
que se dejaba constancia de la visita y de que habían sido
declarados ciudadanos ilustres de Mildendo y habitantes eternos de
Lilliput (lo que significaba que no necesitaban visa de entrada, ni
sello de salida, pero sí tendrían que pagar impuestos en la próxima
visita, esta vez era cortesía de la casa) y por último el
zeppelín-esfera descendió y el alcalde le entregó la llave de oro de
las puertas de Mildendo y el zeppelín-esfera, que era amarillo, se
puso colorado como un tomate o como un morrón rojo, y sintió que el
corazón se le salía del pecho de orgullo y juró ser un buen
ciudadano liliputiense y la comitiva aplaudió hasta que les dolieron
las manos, y Kaspar se emocionó, pero Quintín lo atajó a tiempo. Un
sollozo vikingo, en ese lugar, puede equivaler a una inundación.
Kaspar estuvo de acuerdo y Quintín le dijo que podría llorar una vez
que estuvieran en el vagón nuevamente.
Después, el zeppelín-esfera se puso de pie, recuperó el color
amarillo, hizo un saludo muy formal con la cabeza, y se retiró. Los
demás dijeron “adiós, adiós” y se dieron cuenta de que sentían un
poco de pena de tener que irse.
Pero el alcalde les recordó, ya un podo desde lejos, que siempre
podrían regresar si no olvidaban el camino de regreso, y eso les
reconfortó el corazón. La perspectiva, además, de comer el pan y el
queso los alegró mucho también. Y no sabían que Quintín había
descubierto que en el barrilito de utilería… había una cantidad
inconmensurable de exquisito chocolate… que se convertía en
verdadera cerveza para Kaspar. De ese modo, felices, entraron al
vagón, y la locomotora no necesitó preguntarles si habían pasado una
buena tarde, porque bastaba con verles los ojos brillantes y
escucharlos conversar, para darse cuenta de que eran enormemente
felices (y nosotros también; yo al narrarlo, tantos años después de
ocurrido, y ustedes al leerlo, por primera –y no última- vez).
Estación 12: en las alcantarillas de Jack el Destripador
Cualquiera sabe quién fue Jack el Destripador, o, al menos, Baker y
Canterville no tenían la menor duda, aunque sí un poco de temor, muy
en el fondo… , pero tan en el fondo, que ni ellos mismos se dieron
cuenta. Y fue una suerte, realmente.
Lo primero era encontrar la entrada. Pues lo de la entrada resultó
ser lo más sencillo de todo, porque alguien había dibujado una
flechita (sí, como si aún estuvieran en Lilliput) en la que se leía,
en código grafiti “Jack el Destripador”. El que sabía leer ese
código, además del padre de los mellizos, porque sabía de grafitis
–pero como estaba en la cocina inglesa no pudo ayudarlos- era Kaspar,
quien dijo que los vikingos, por si nadie lo sabía o recordaba,
habían sido los primeros grafiteros de la historia, y si no, que
fueran a Pompeya y vieran. Qué quiso decir con eso, ni yo lo sé,
porque realmente no sé qué relación hay entre Pompeya y los
vikingos, pero si Kaspar lo dijo, ha de ser cierto. Y pensándolo
bien, el nombre Pompeya… ¿no será un seudónimo de Banksy?
De modo que Kaspar les dijo que debían caminar una cuadra más y
detenerse ante una alcantarilla un poco oxidada, en la que nadie,
nunca, había reparado. De haberlo hecho, agregó, los crímenes se
hubieran resuelto en su momento. Ni siquiera el gran Sherlock, y
tentado por el mito, había resuelto el misterio.
- Es que Jack era un gran cirujano- aclaró Baker.
-Qué va, era un degollador de mujeres, un misógino – se
molestó Viktoria- si yo hubiera estado allí, lo hubiera arrastrado
por las calles enlodadas de la Londres infame del siglo XIX y lo
hubiera llevado ante la Justicia.
Nadie dudó de que lo hubiera hecho, y Kaspar la imaginó en una
esquina, esperando al cruel asesino y asestándole un par de buenos
puñetazos y algún que otro golpe “bajo”.
- ¿Cómo que un cirujano? – protestó Canterville.
- Gracias a él, o precisamente porque lo era, te fijas, el
útero, las tripas, la yugular, etc., una perfecta disección.
-¿Y qué sabes tú de disecciones? – insistió Canterville.
Baker se fastidió un poco, pero de todos modos respondió.
-Seguramente cuando nuestro padre leyó partes del Tomo 1
de la Anatomía Humana de Testut, tú dormías.
- Yo no dormía, imposible dormir con tanta lectura, tanta
música y tanta cosa que nos dieron desde que éramos algo más que
lombrices que devendrían embriones que se volverían fetos (Baker le
pidió que se callara, porque empezaba hartarse del asunto).
-Pues bien, entonces estabas distraído. Lo recuerdo bien:
sistema vascular; arterias y venas y… circulación ventricular y
sístole y diástole… y después todo el lío del intestino grueso,
delgado y el apéndice, que no sirve para nada.
Se detuvo y dudó.
-Y sistema linfático – agregó, recordando aquellas
tediosas lecturas. El opio de los pueblos, después del de Marx, con
todo respeto.
-Pfff – protestó Baker- lo del sistema linfático fue un
error grave; yo creo que tenía un libro al que le faltaban algunas
secciones, porque cualquiera sabe que el sistema sanguíneo y la
linfa no tienen demasiado en común…
-Salvo los glóbulos blancos –dijo Canterville para sí, y
se quedó pensando en el asunto.
-Continuemos –propuso Kaspar, que detestaba cuando los mellizos
recordaban las desordenadas lecturas a las que habían sido expuestos
antes de nacer.
Lo siguieron. Encontraron la alcantarilla y Kaspar dijo que bajaría
primero para asegurarse.
-¿Asegurarse de qué? – inquirió Baker, sin preocuparse
demasiado; pensó que quizá Kaspar no supiera que hacía bastante más
de cien años que Jack el Destripador había dejado de existir.
- Pues de que todo esté bien allí abajo – respondió Kaspar,
mirando a cada uno como si fuera la última vez que los iba a ver tal
como los conocía.
- Cuídate mucho – le dijo Viktoria, y entonces Baker sí se
preocupó un poco.
- Por supuesto, ya me conoces – murmuró Kaspar, más para sí
que para su esposa.
Levantó la alcantarilla, que seguramente era pesadísima, pero que
para él era como un copo de algodón. Algo chirrió y se escuchó como
un siseo en alguna parte, que venía de allá abajo, pensó
Quintín, y sintió un escalofrío (nunca había sentido uno, pero lo
reconoció de inmediato; esa cosa helada en el lomo que es como un
rayo que va de la cabeza a la cola) (lo del siseo se
relaciona con Lovecraft, naturalmente, pensó durante un segundo
Baker, pero decidió olvidarlo. Nunca le habían interesado demasiado
los mitos de Ctulhu y todo ese lío de monstruos que venían de lo
abominable). Lo último que vieron de Kaspar fue el casco brillante y
los cuernos –de jabalín salvaje, de reno salvaje, según quién los
mirara- y el roce de su capa contra la pared aladrillada del túnel.
Encendió una linterna (debemos aceptar que incluso los vikingos han
adoptado algunas herramientas de esta época; porque andar cargando
una antorcha y algo para encenderla llamaría demasiado la atención…
¿de quién? Pues no lo sé, pero seguramente la llamaría) e iluminó el
espacio en el que se encontraba. Más que telarañas que seguramente
tenían dos siglos de antigüedad y un olor bastante nauseabundo, no
hubo nada que le llamara mayormente la atención ni que le pareciera
podía suponer un peligro para los mellizos (de Quintín, el
zeppelín-esfera y Viktoria no se sentía tan responsable). Entonces
silbó con una fuerza tal, que pareció un vendaval, y Viktoria, que
estaba acostumbrada, dijo que ahora podían bajar, que era seguro
allá abajo. Quintín no olvidó el siseo, pero no dijo nada, y
terminó siendo el último en descender por la escalerilla de hierro
oxidado que estaba amurada a los ladrillos. El zeppelín-esfera se
quejó de que no veía demasiado, y Baker le recordó que podía
encender la lamparita que tenía entre ceja y ceja.
-Ah- dijo el zeppelín-esfera- no sabía que tenía una.
Disculpa.
Pronto todos rodearon a Kaspar, quien era el líder de la comitiva.
Delante de las narices el espacio circular se abría en tres arcos,
cada uno más oscuro y maloliente que el otro, y de alguna parte se
oía el goteo de agua, y más allá, el siseo nuevamente, lejos. Kaspar
los miró, si bien ya había decidido qué pasillo elegir, quería saber
qué pensaba el resto. Baker se inclinaba por el del medio;
Canterville y Viktoria preferían el de la izquierda; Quintín, el de
la derecha, y el zeppelín-esfera dijo que le daba lo mismo, que,
como esfera, desconocía la izquierda y la derecha, de modo que iría
por el que decidieran. Kaspar dijo que ante la duda, lo mejor
siempre es el camino del medio, y Canterville pensó que esa decisión
era la menos arriesgada. Por fin, todos se pusieron de acuerdo, y
Kaspar, con la linterna colocada entre los cuernos –de jabalí, de
reno…- avanzó en el pasillo. Realmente, si no hubiera sido por la
luz mortecina de la linterna, hubieran estado en aprietos. El
pasillo no era tal, sino un canal lleno de agua sucia y helada, y
Kaspar tomó a los mellizos y se los montó en los hombros, cuidando
que no rozaran el techo con las cabecitas. Los mellizos aplaudieron
encantados. ¡Desde allí sí que era sencilla la cosa! Se sentían
gigantes todopoderosos, y Canterville tuvo ganas de pedirle a Kaspar
que corriera, al menos un metro, porque estaba seguro de que
sentiría un viento fuerte como el de las estepas (sí, el padre
también les había leído historias que ocurrían en Siberia… por eso
sabía lo del vendaval de las estepas). Pero Kaspar se negó. Lo que
le faltaba era que los mellizos se resfriaran o resbalaran o lo que
fuera que podía ocurrirles. Caminaría lentamente, como lo hace un
vikingo que se encuentra en un lugar desconocido y que puede
esconder peligros.
-¿Peligros? –pensó Quintín, y casi se arrepintió de
haberse sumado a la comitiva.
-No seas cobarde – le espetó Canterville mentalmente, para
no ofenderlo ante los demás, pese a que todos entendieron lo que el
San Bernardo había pensado.
-Cobarde, no; cuidadoso – se disculpó y todos aceptaron su
explicación. Al fin y al cabo, era un San Bernardo, y debía velar
por la seguridad de todos.
Kaspar dijo que lo único que podrían encontrar allí eran víboras y
algún cocodrilo, lo que no le preocupaba en absoluto. No debían
temerle a las pirañas, porque rara vez llegan a las alcantarillas.
Baker quiso saber cómo las víboras y los cocodrilos llegaban hasta
allí, y Kaspar dijo que francamente no lo sabía; suponía que como
todos los ríos y arroyos y corrientes de agua están conectados, se
imaginaba que alguna víbora o algún cocodrilo habrían tomado una
corriente equivocada y habían terminado aquí. Y después se habrían
quedado, acostumbrados a la oscuridad y a que nadie los amenazaba,
ni quería cazarlos o encerrarlos en una jaula. Suspiró y Baker
aceptó la explicación. De todos modos, se alegró mucho de estar
acomodado en el hombro derecho del vikingo, porque la idea de
caminar entre boas constrictor, pitones, anacondas y cualquier otra
especie que midiera más de 20 centímetros no le hacía mucha gracia.
Canterville, sin embargo, dijo que quería descender y que si se
encontraba con una víbora, pelearía con ella y la vencería. Kaspar
torció un poco la cabeza para observarlo, y se dio cuenta de que
Canterville hablaba en serio.
-¡Ni lo sueñes! – lo atajó Viktoria que entendió que
Kaspar iba a bajar al mellizo 1 y dejarlo dar algunos pasos en el
agua hedionda.
Viktoria no le temía a las víboras, segura de que todo no dejaba de
ser un invento de Kaspar para hacer más misteriosa la travesía, sino
a todo lo que el agua podía contener de desperdicios, metales
oxidados, vidrios y cualquier cantidad de cosas que eran más
peligrosas que una pitón o un cocodrilo.
- Un minuto, nada más –rogó Kaspar, porque sabía que
Canterville estaría encantado de poder relatarle al padre el riesgo
que había corrido en las alcantarillas.
Viktoria dudó un segundo, y eso fue fatal, porque ya se sabe lo que
ocurre cuando alguien duda… Kaspar lo interpretó como que lo
autorizaba, en silencio, y suavemente depositó a Canterville en el
suelo. El mellizo 1 sintió el agua helada en los pies y en las
pantorrillas, pero no dijo nada y avanzó, valiente como un guerrero.
Kaspar sonrió para sí. No se había equivocado.
- Y allí estaba –contaría Canterville después, en la
cocinita inglesa, y nadie lo desmentiría, porque no era una mentira,
era parte de la aventura y que no hubiera ocurrido exactamente como
la contaba no importaba demasiado, y Baker sonreiría para sí. – Sí,
allí estaba, la pitón-anaconda más grande de todas… (y nadie le
dijo, ni siquiera el padre, que sólo sonreía con disimulo, que tal
serpiente no existía más que en libro de los seres imaginarios de
Borges), y entonces, rápido como un rayo, tomé el hacha que colgaba
del cinturón de Kaspar –y lo miró con gran seriedad- y sin dudarlo
le corté la cabeza. Así.
E hizo el gesto de quien decapita a un ser enorme y peligroso. Puso
los ojos en blanco y sacó la lengua. Entonces, y para sorpresa de
todos, agregó:
-Como me di cuenta, en ese momento, de que nadie me
creería cuando contara esto, aquí tengo la prueba.
Y extrajo del bolsillo un par de escamas enormes y ensangrentadas, y
lo que parecía un resto de lengua bífida y un colmillo afiladísimo.
(Es necesario aclarar que no hay que subestimar todo lo que puede
contener el bolsillo de un mellizo, y que, por lo tanto, se debe
creer a pies juntillas en todo lo que relata)
Cada uno a su turno sostuvo los tesoros que Canterville había traído
del largo viaje sin decir nada, y Baker silbó por lo bajo. Vaya con
mellizo 1, esta vez sí que se había lucido con su secreto. El padre
miró el colmillo, que medía unos diez centímetros, y luego la manito
de Canterville y el asa del hacha de Kaspar. Algo no estaba bien,
pero las pruebas estaban a la vista. ¿De dónde si no habría sacado
Canterville todo eso? Y las escamas ensangrentadas… La madre propuso
ponerlas sobre el estante de la estufa, allí mismo en la cocinita
inglesa, porque ya todos deben de haberse dado cuenta de que a la
madre, nada, pero nada, la sorprendía, y eso, con unos mellizos como
los que había traído al mundo, era una gran, enormísima ventaja, y
Baker se sintió más que orgulloso de su hermano mayor. ¡Era un
héroe! (Y si alguien sabe realmente qué fue lo que pasó en la
alcantarilla, pues que lo diga ahora o calle para siempre…)
El agua helada y maloliente no le gustó nada a Canterville, pero
recordaba claramente que los guerreros no se quejan por esas cosas
(ni por otras, como, por ejemplo, de tener que comer unas sopas con
pan, bastante repugnantes, o ensalada de espinaca) y siguió
adelante, caminando junto a Kaspar quien le puso una mano en el
hombro. Canterville se sintió más valiente aun junto al gigante
vikingo, y avanzó en la semi-oscuridad. Y de pronto Quintín dio un
ladrido agudo, y el zeppelín-esfera aleteó con tanta fuerza que
Baker temió que se golpeara contra uno de los muros verdosos de
hongo y musgo y aguas filtradas que, dijo, tenían más de mil años
(tampoco nadie lo contradijo cuando hizo esa acotación).
Habían avanzado varios kilómetros –sí, y ninguno se cansó debido a
la excitación y a la curiosidad- y el pasillo se había estrechado
bastante, de modo que los hombros de Kaspar casi rozaban las paredes
de ladrillo podrido, y cuando eso sucedía, caía un polvillo
amarillento que hacía estornudar al zeppelín-esfera y a Quintín le
lloraban los ojos –algo que no le ocurre con frecuencia a los
perros, para ser francos-. Y así como se estrechó el pasillo, de
pronto dobló peligrosamente a la derecha y a pocos metros les
pareció ver una silueta embozada en una enorme capa oscura, tocada
con una galera y apurándose con un bastón cuyo mango era una
calavera.
- No exageres – le aconsejó Canterville a Baker, quien
había dejado su imaginación en completa libertad. – Nunca se dijo
que la empuñadura del bastón fuera una calavera.
-¡Pero hubiera sido fantástico realmente! – respondió
Baker, entusiasmado con esa posibilidad. ¿Por qué no se podían
mejorar algunas cosas? Estaba seguro de que si Jack el Destripador
hubiera podido, habría elegido un bastón como el que acababa de
describir.
-Como quieras – murmuró Canterville. Mellizo 2 no dejaba
de tener algo de razón.
Quintín olfateó el aire, el hocico hacia el techo, y se le pararon
los pelos del lomo. El zeppelín-esfera dijo sentir una corriente
helada en su cuello (y ninguno comprendió exactamente dónde sentía
la corriente, porque nadie había reparado en que el zeppelín-esfera
tenía cuello). Después ladró de un modo que no le conocían y
comprendieron que si había algún peligro, Quintín seguramente era
una garantía. Si hasta parecía más grande de lo que era, y se sabe
que un San Bernardo es de los perros más grandes del mundo.
Kaspar, instintivamente, y sin dejar caer a Baker del hombro, con
una velocidad asombrosa subió a Canterville al otro hombro, a la vez
que –no sé cómo, pero un vikingo es capaz de eso y de mucho más-
tomó el hacha y la espada. Y, para asombro de todos, Viktoria hizo
lo mismo, y es posible pensar que llevaba las armas bajo la falda,
sin que nadie lo hubiera sospechado. Baker estaba encantado, y se
preguntó si su mamá podría llevar un hacha o una espada…
- Vamos – lo interrumpió Canterville- está bien que sea
nuestra madre, y que sea la mejor; pero fíjate en el tamaño de
Viktoria y recuerda el de nuestra madre… ¿un hacha y una espada
debajo de una falda?
-No dije en qué arma estaba pensando – se defendió Baker, y
pensó que quizá un cuchillo de esos que usaba para cortar las
verduras o la carne también podía ser considerado un arma.
Canterville no agregó nada, pero Baker tuvo que aceptar que no había
punto de comparación. Volvamos al asunto: los mellizos en los
hombros de Kaspar, quien está armado como un vikingo a punto de
entrar a una batalla, y los cuernos del escudo relucieron de pronto
– nadie dudó de que eran verdaderos cuernos de reno salvaje y
Quintín suspiró aliviado-; Viktoria también, convertida en una
guerrera que metía miedo, porque los ojos celestes se habían vuelto
del color de las brasas y le brillaban de un modo que ninguno jamás
olvidaría mientras tuviera memoria; el aullido persistente de
Quintín, que se había transformado en una especie de perro salvaje
(el barrilito de utilería había desaparecido misteriosamente, y en
su lugar había un collar con unas espinas de metal mortales para
cualquier humano, vivo o (iba a decir muerto, pero me desdigo) en
estado fantasmagórico (como podría suponerse que se encontraba Jack
el Destripador) y el zeppelín-esfera que se había transformado en
una especie de león o de Medusa, la que convierte en piedra al que
mira, y cuando habló, la voz también se había transformado en algo
cavernoso y sobrenatural.
-Jack el Destripador, si eres tú, muéstrate – gritó el
zeppelín-esfera, nuevamente dejando a todos perplejos, porque nadie
esperaba semejante arrojo (y nadie tenía muchas ganas de enfrentarse
al asesino más enigmático y malvado de todos los tiempos).
Pero el desafío ya había sido hecho, y el eco de los pasillos hizo
reverberar las palabras una y otra vez. Entonces se oyeron
claramente los pasos, el golpeteo del bastón en la piedra tosca, y
luego silencio. Jack el Destripador se había detenido apenas unos
metros más adelante de donde se encontraban. Baker creyó que el
corazón se le iba a salir del pecho, y a Canterville se le erizaron
los pocos pelitos que tenía en la nuca. Ambos se apretaron con
fuerza a los hombros de Kaspar y confiaron en que el vikingo los
defendería si Jack el Destripador los atacaba (y todos desearon de
todo corazón que no lo hiciera, que desapareciera, no había
necesidad de encontrarse con él, esta aventura ya era suficiente).
Pero no ocurrió así.
Porque claramente escucharon el silencio, y luego una tos y una
maldición a media voz. Y entonces, los pasos volvieron a sentirse, y
claramente se encaminaban hacia donde se encontraban.
-¿Qué hacemos? – preguntó Baker en silencio.
-Esperamos y vemos qué ocurre – dijo Kaspar sin emitir un
solo sonido.
La tos y los pasos cada vez estaban más cerca, tanto que hasta se
podía sentir el aliento de…
La galera y el bastón con la empuñadura de metal que efectivamente
era una calavera fue lo primero que vieron Baker y Canterville,
desde su posición privilegiada. Kaspar aferró el hacha con tanta
fuerza, que casi se parte en dos. La espada afiladísima apenas
rozaba el suelo, pero dejó una marca que hasta hoy puede verse, en
caso de que se sea tan valiente como para recorrer esas repugnantes
alcantarillas. Viktoria acarició su espada y Quintín, el lobo
salvaje, alzó una pata y mostró los dientes, que parecían los de un
tiburón blanco. Después vieron la capa, cuyo cuello escondía el
rostro del hombre, y por fin lo vieron de cuerpo completo. ¿Era
acaso Jack el Destripador? Había algo espantoso en el aire, pero
Baker dudó. Si se trataba efectivamente del asesino, no les haría
frente. Estaba en inferioridad de condiciones, y claramente era una
persona con una inteligencia desmedida. No. No era Jack. ¿Pero quién
entonces?
- Thomas Bond – se presentó el desconocido y volvió a
toser. Un hálito gris-azulado salió de la boca. Los ojos brillaron
con la luz de la linterna de Kaspar; tenía facciones marcadas y los
labios finos y morados del frío.
-¿El Dr. Thomas Bond, el que hizo el primer perfil
criminal de la historia? – Ahora sí que el corazón de Baker latía a
toda velocidad y pensó que se escucharía desde la cocinita inglesa.
-El mismo – respondió el hombre y se sacó la galera.
(Baker suspiró aliviado porque nadie confundió al famosísimo Dr.
Thomas Bond con James Bond, más conocido como 007-con licencia para
matar, pese a que admiraba la encarnación de Sean Connery –no así la
del timorato de Roger Moore. Pero, agregó para sí mismo, en el fondo
sí había un vínculo entre ambos Bond: el nombre original de James
Bond provino de un ornitólogo norteamericano, que fue vecino de Ian
Fleming en Jamaica, y que escribió un libro llamado Birds of the
West Indies…, y el primer James Bond, el personaje, se presenta
como ornitólogo… La clase de información desordenada e inútil que a
veces el padre entreveraba con otras lecturas, pero que aquí resulta
como anillo al dedo) (volvemos a la historia principal):
Tenía el cabello completamente blanco, aunque aquí y allá se veía
alguna mata que alguna vez fue de color oscuro.
Canterville quiso saber cómo Baker lo conocía, y mellizo 2 respondió
que solía escuchar con suma atención los cuentos que leía el padre.
¿Acaso no recordaba ese capítulo? Canterville dijo que no, que
seguramente no le había interesado en lo más mínimo saber quién
había elaborado el primer perfil criminal de la historia de la
criminología (mucha menos idea tenía sobre James Bond, pero es
probable que dentro de un tiempo lea alguna de las novelitas o vea
algún film).
- ¡Pero es el médico que hizo los estudios forenses! Y
trabajó junto a Robert Anderson, legendario director del CID, el
Departamento de Investigación Criminal (Criminal Investigation
Department, aclaró, por si quedaba alguna duda), encargado de
investigar los crímenes de Whitechapel en el East End londinense.
-Jovencito, me sorprende usted. Estamos hablando de hechos
que ocurrieron a fines del siglo XIX – exclamó. –Aunque le diré que
tuve algunas discrepancias con Anderson; y posteriormente, algunos
investigadores le endilgaron a Jack un par de crímenes más, pero yo
creo que fue un imitador. Jack el Destripador desapareció un día sin
dejar rastros.
-Para quienes nos interesamos en estas cuestiones, el
tiempo no tiene la menor importancia –espetó Baker, y dejó a todos
boquiabiertos. ¿De dónde sacaba esas expresiones y esos
conocimientos? – Estoy al tanto del asunto, y coincido con su
apreciación.
El Dr. Bond pensó que le gustaría estudiar la mente de ese ¿niño?,
idéntico al otro que, sin embargo, no había abierto la boca.
Interesante, interesante. Seguramente el otro no era ningún tonto,
pero más bien dado a la acción (de este modo, el Dr. Bond demostró
sus habilidades deductivas, porque Baker –y también Canterville, y
todos los demás- entendieron claramente sus pensamientos). Incluso
Baker pensó en decirle que estaba a su disposición para cualquier
estudio que quisiera hacer. ¡Vaya, ser investigado por el mismísimo
Dr. Thomas Bond! No sabemos qué hubiera pensado el Dr. Bond al
respecto, porque por más inteligente y famoso que era, si había algo
que no sabía hacer, era leer los pensamientos de los demás.
- ¿Y ustedes son…?
Quintín se acomodó el impresionante collar y los presentó a todos.
El Dr. Bond no se sorprendió de que un perro hablara tan bien y
fuera tan bien educado, pero cómo iba a sorprenderse quien había
hecho las autopsias de las cinco víctimas consideradas las
verdaderas víctimas de Jack el Destripador, las canónicas. Baker
estaba encantado, y el zeppelín-esfera retomó su aspecto diario.
-¿Y qué los trae por aquí? No es un lugar, digamos, mayormente
visitado – dijo, rascándose la cabeza.
(Canterville pensó que iría a encender una pipa, pero Baker le dijo
que esa era una característica del gran Sherlock, no del Dr. Bond, y
Canterville se disculpó por la confusión)
- Pues- tartamudeó un poco Kaspar, - nosotros…
-Nos perdimos y terminamos aquí abajo – dijo el
zeppelín-esfera con la vocecita aguda de antes de volverse una
fiera.
-Estamos de paseo y decidimos conocer las alcantarillas,
nos dijeron que valía la pena – agregó Kaspar, sonrojándose por
completo (los vikingos mienten muy, pero muy mal).
-Le estamos mostrando a estos mellizos algunos lugares que
vale la pena conocer o ver una vez en la vida – aclaró Viktoria, y
dejó el hacha a un lado, en señal de respeto al ilustre doctor.
- Vaya lugares que eligen – dijo entonces el Dr. Bond,
entre divertido y consternado,- podría llevarlos al hospicio
psiquiátrico, si les interesa, o a la cárcel de criminales sin
remedio – agregó más para sí mismo que para los demás, pero Baker lo
escuchó claramente.
-Dr. Bond, si me permite. Mis amigos no se animan a decir
la verdad, porque creen que nadie nos creerá. Estamos aquí porque
deseábamos encontrarnos con Jack el Destripador. Por otra parte, el
hospicio psiquiátrico o la cárcel que menciona pueden ser sitios
altamente interesantes. De modo que sí, aceptamos su ofrecimiento.
Quintín carraspeó para llamarle la atención, olvidado de pronto, de
que podría hacer algún comentario en forma de pensamiento, para no
ofender al Dr. Bond.
El zeppelín-esfera dijo que agradecía la invitación, pero que los
esperaría afuera, en la superficie de la tierra, donde se sentía
verdaderamente cómodo. Aquí, en fin, un poco de claustrofobia, un
poco de miedo espantoso, un poco de falta de aire… Viktoria quiso
saber si los internos en el psiquiátrico estaban convenientemente
atados o enchalecados, porque no quería que a los mellizos recientes
les ocurriera nada. En relación con los criminales sin remedio, no
le preocupaban en lo más mínimo, porque al primer intento, les
cortaría la cabeza sin más.
El Dr. Bond le preguntó a Baker por qué les interesaba Jack el
Destripador en particular. A mellizo 2 le brillaron los ojos.
-Porque nunca se supo quién era realmente. Y ha pasado a
la historia como uno de los misterios sin resolver. Como el enigma
de las pirámides o las líneas de Nazca.
Todos lo miraron. Canterville sintió unos enormes deseos de taparle
la boca con cinta engomada; Kaspar jamás había oído hablar de las
líneas de Nazca, lo que es comprensible, pero sí sabía algo del
enigma de las pirámides.
-Nos negamos siempre a ir a Egipto, porque sabíamos de la
maldición de los faraones. Y, también, porque francamente las momias
nos caen un poco mal, nos resultan… desagradables y tediosas – le
dijo al Dr. Bond, para que no creyera que era un tonto.
- Pues a mí me hubiera gustado mucho conocer a Cleopatra-
dijo entonces Viktoria- una mujer tan valiente, una emperatriz con
tanto poder, que conquistó a Marco Antonio y dominó ese imperio, y
que, además, era hermosísima. Claro que me hubiera gustado
conocerla. Además, le hubiera recomendado evitar esa tontería del
áspid y el suicidio. No valía la pena.
Quintín dijo que Egipto seguramente fue un lugar interesantísimo,
porque había un dios con cara de perro o algo parecido, y eso le
parecía muy bien. Alguien que respetaba a los de su especie.
Baker se disculpó por el desorden de la conversación. Después se
acercó al Dr. Bond, se puso en puntas de pie para sentirse menos
chico de lo que era, y le preguntó:
-¿Y usted qué opina, Dr. Bond, quién era Jack el
Destripador?
El famoso médico forense entonces decidió que era hora de que
salieran de la alcantarilla y los invitó a una verdadera comida del
lugar. Conocía un sitio en el que seguramente no habría problema en
que entraran dos vikingos, un perro y dos mellizos recientes, y un…
y miró al zeppelín-esfera, que le sonrió:
- Un zeppelín-esfera – aclaró.
-Eso, un zeppelín-esfera. Tengo un amigo allí, que
seguramente esté encantado de servirnos unas pintas de…
Todos quedaron expectantes. ¿Pintas de qué? Qué problema para el Dr.
Bond. No podía ofrecerles cerveza negra a los mellizos recientes…
-De buen chocolate- dijo entonces, y le guiñó un ojo a
Kaspar.
El vikingo le devolvió la guiñada.
-Pero conozco otra salida… que nos lleva directamente al
pub de mi amigo. El pub se llama “La última palmera que resistió la
guerra”, y mi amigo se llama Mark Todd.
Baker estaba encantado y aplaudió, feliz. Canterville tenía sus
dudas, y podemos preguntarnos, como se preguntó Viktoria, si no se
habría resfriado. Lo notaba un poco desanimado, retraído. Pero no,
no estaba resfriado. Simplemente tenía ganas de que ocurrieran
cosas, toda esta cháchara lo había aburrido bastante. En todo
caso, quizá en el pub las cosas mejoraran, y el amigo del Dr. Bond
tal vez fuera interesante, divertido, ameno, y supiera contar
historias de esas que nos dejan sin aliento.
Caminaron detrás del Dr. Bond, que daba unas zancadas casi tan
largas como las de Kaspar, de modo que los mellizos tuvieron que
correr si no querían quedarse demasiado rezagados; Quintín con la
lengua afuera decidió darles algún empujoncito, y el zeppelín-esfera
se había colocado estratégicamente entre los dos hombrones, y como
era una esfera tenía una visión privilegiada de todo, como, quien
dice, una visión ojo de pescado (eso lo entiende mi mamá, se
dijo Baker de inmediato, y sonrió).
Por fin, el pasillo se ensanchó un poco y por alguna parte entró un
rayo de luz. Luego apareció un arco construido quién sabe hace
cuánto tiempo y el arco dio paso a una gran habitación, en la que
había una escalera de piedra con varios escalones y una puerta de
madera, en que se leía un cartel: “Entrada de emergencia del pub de
Mark Todd. No es bienvenido quien no conoce la contraseña. NO
INSISTA”.
Baker se quedó pensando qué sentido tenía una entrada de emergencia,
cuando en realidad en caso de emergencia se supone que uno quiere
salir de un sitio lo más rápido posible; nadie querría entrar en
caso de emergencia. Te equivocas, pensó Canterville, quien comenzaba
a recuperarse, y a gran velocidad. Si hubiera un enorme tornado,
querrías entrar; o un tsunami; o si te persiguiera un dinosaurio, o
si Quintín tuviera un ataque de rabia…
-Momento –protestó Quintín. –Los San Bernardo jamás
tenemos ataques de rabia, ni de epilepsia, ni de esquizofrenia ni de
tristeza (y no supo qué más agregar, pero temía que Canterville no
quedara satisfecho).
-No, no, no – dijo el Dr. Bond. – Mi amigo no piensa de
ese modo; pues si algo de todo eso ocurriera: un tornado, un
tsunami, el ataque de rabia de Quintín o si te persiguiera un
dinosaurio, a mi amigo poco le importaría y te diría que es tu
problema. No, no. Eso se lo tienen que preguntar a él.
-Pero si entramos por la entrada de emergencia, su amigo,
ese tal Mark Todd – dijo Baker, aunque le costó pronunciar un poco
el nombre, no sé por qué, -no nos dejará entrar, porque pensará que
lo hacemos porque estamos ante una emergencia.
-Es cierto; pero si leyeron bien el cartel, habrán reparado
en que se necesita una contraseña para entrar. Y eso significa que
no se trata de una emergencia. Sino que somos amigos que venimos a
visitarlo.
-Su amigo – protestó Canterville, que quería sentarse a
beber el chocolate caliente y al que toda la disquisición sobre las
entradas de emergencia y su ilógica utilidad le importaban muy poco-
debe de ser un cascarrabias que no quiere mucho a las personas.
-No te falta verdad, niño – asintió el Dr. Bond,- y aunque
es cierto que tiene un sentido del humor un poco peculiar, digamos,
cuando te haces amigo de él, es lo mejor que puede pasarte en la
vida.
-¿Fue un pirata antes? ¿Un buscador de tesoros? ¿Un genio
un poco loco?
-Bueno, bueno, bueno. Lo mejor es que ustedes lo conozcan y
saquen sus propias conclusiones. Yo tengo la mía.
-Yo creo que debe de haber sido amigo de Lewis Carroll –
dijo Baker de pronto.
-
No, de Lewis Carroll, no. De Charles Lutwidge Dodgson – precisó
Canterville, y sorprendió a Baker por segunda o tercera vez desde
que se conocían – sin contar los nueve meses en la barriga, creo que
hacía un par de días.
-Explícate – lo desafió mellizo 2, un poco ofuscado.
-
Lewis Carroll escribió esa tonta novelita sobre la niñita que se
reduce y sigue a un conejo y llega a un estúpido país donde le
ocurren algunas cosas que nadie creería. Pero el señor Charles
Lutwidge Dodgson era un matemático y un lógico, y sólo así se
explica que este amigo del Dr. Bond, el señor Mark Todd, haga esta
trampa lógica acerca de una entrada de emergencia.
- ¡Bravo, bravo, bravo! – el Dr. Bond estaba encantado con
los mellizos. ¿De dónde vendrían? Le gustaría conocer a los padres,
realmente, tal vez investigarlos un poco también… quién sabe…
Y Kaspar comprendió que el Dr. Bond los acompañaría en parte del
viaje. Suspiró, pero Viktoria le recordó los buenos modales, y que
el Dr. Bond había sido muy amable con ellos, sobre todo porque los
llevaría al pub a tomar chocolate caliente y varias pintas de
cerveza negra.
- Tienes razón, como siempre –rezongó Kaspar, y decidió que
el Dr. Bond podría ser una buena compañía. Quizá había estudiado a
algún vikingo y podría darle algún dato interesante. Nunca
comprendió por qué habían desaparecido y que ya casi nadie los
recordaba.
- Bien. Diré la contraseña. Y después me seguirán en
silencio. Mi amigo es un poco maniático con los ruidos y esas cosas.
Miró a los mellizos. Confiaba en que el amigo no pondría el grito en
el cielo cuando lo viera entrar con este grupo… peculiar (pero el
narrador de esta historia cree que no, que ese día Mark Todd estaba
de buenas, porque había habido sol, verdadero sol, y nada de lluvia,
y el corazón le bailaba de la alegría, y los mellizos recientes
hasta le parecerían “curiosos”, unos adultos en miniatura o un
proyecto de persona).
El Dr. Bond se arrimó a la puerta, puso primero una oreja y escuchó
–no sabemos qué- y después murmuró unas palabras en no sabemos qué
idioma, porque nadie lo entendió, y después dio un golpecito con la
empuñadura del bastón –para eso era, se dijo Baker, encantado, y
decidió que en cuanto pudiera, conseguiría un bastón como ese- y
zapateó tres veces con el pie izquierdo (Viktoria pensó que eso era
para alejar la mala suerte, el mal de ojo y la envidia, pero no dijo
nada, y Quintín se lo agradeció).
Mientras tanto, el zeppelín-esfera observaba todo desde una esquina,
un poco temeroso. ¿Y si ese tal Mark Todd lo confundía con un
plumífero y se la tomaba a tiros contra él? Ya se sabe que los
ingleses tienen esa debilidad por la caza. Baker le dijo que no
había nada que temer, pero que si realmente estaba asustado, podía
meterse, momentáneamente, en su bolsillo.
-Con ese pescadito que llevas allí dentro, ni lo sueñes.
Prefiero enfrentar a Goliat- dijo, ofendidísimo.
-Como quieras – respondió Baker, pero dejó el bolsillo a la
vista.
Entonces la puerta hizo un crujido, se escuchó un ruido espantoso a
cerrojos, candados, cadenas y demás cosas, y se abrió un resquicio,
por donde se asomó una nariz y Canterville vio un mechón de pelo y
un ojo que los miraba.
-Soy yo, Thomas Bond – dijo el doctor.
-Ah. No te esperaba.
-Bueno, es que nunca esperas a nadie. ¿Podemos pasar?
-¿Podemos? ¿Es que acaso no vienes solo? Ya sabes que…
-Son unos amigos. Tienen sed.
El señor Mark Todd gruñó un poco, y abrió la puerta lo suficiente
como para que el Dr. Bond pudiera entrar. Después miró a los demás.
El que menos le gustó fue Quintín, pero eso se comprende, porque al
señor Mark Todd los animales no le caían demasiado bien. Ninguna
clase de animal, y eso significa: ni perros, ni gatos, ni canarios,
ni tortugas, ni caracoles, ni langostas, ni pescados. Ni cualquier
otra cosa que pueda denominarse, aunque sea lejanísimamente, animal.
Incluso si no parecía un animal, el señor Mark Todd era capaz de
reconocerlo de inmediato.
-Sí, es un perro, pero habla – aclaró el Dr. Bond.
- Hmmm, un perro que habla puede ser peor que un perro que
no habla- rezongó el señor Mark Todd. -¿Y eso qué es? – y
señaló al zeppelín-esfera.
-Eso es un poco más difícil de explicar – concedió el Dr.
Bond, y se alzó de hombros.
-Verá – intervino el zeppelín-esfera- en realidad soy un
zeppelín. Quizá se acuerde de cuando aquella guerra… (ay, qué metida
de pata, pensó Baker, pero ya era tarde).
-Sí, cuando los malditos alemanes aquellos, claro que
recuerdo todo. Si es alemán, ni sueñe con entrar a este pub.
- No, no lo soy. En realidad, creo que el motor es inglés o
escocés o irlandés, no estoy seguro. Bueno, pues que soy eso.
- Pero no tiene forma de zeppelín. Y los zeppelines no
hablan.
-Es que después de azeppelinar, para continuar con estos
amigos, adopto este aspecto. No lo elegí yo, se lo aseguro, porque
es un poco ridículo, y mucho menos esta voz, que no me representa.
Verá, a veces me parezco a un osito de peluche, debo reconocerlo.
-Bueno, sí, es cierto. Parece un detestable osito de peluche,
que inventaron seguramente los alemanes, es más, podría asegurarlo
con total convicción.
Baker y Canterville dedujeron rápidamente que al amigo del Dr. Bond
los alemanes no le caían nada bien, y agradecieron, no solamente no
serlo, sino no tener absolutamente nada que ver con ningún alemán
(lo cual no es enteramente cierto, pero en ese momento no lo sabían
y el narrador no revelará el asunto, para que el señor Mark Todd no
abandone súbitamente la narración).
- ¿Nos dejarás entrar o mantendremos una interesante
conversación sobre las últimas noticias que has leído, aquí, parados
en tu entrada de emergencia?
El señor Mark Todd hizo de cuenta de que no había escuchado la
ironía de su amigo, y se hizo a un lado. ¡Ah, qué maravilla, pero
qué maravillosa maravilla! Pues habían entrado al pub más increíble,
más interesante, más único y más especial de la historia de los pubs
y de la humanidad. Sí, el pub era lo mejor que habían visto en su
vida, y eso lo aseguró vehementemente Kaspar, quien, si de algo
sabía (y Viktoria daba fe de ello) era de pubs, porque todos saben
que los vikingos, no bien llegan a algún lugar, preguntan: “¿y dónde
está el pub y una buena cerveza negra?” Y allí, entre otras cosas
que se detallarán en el siguiente capítulo, se acumulaban toneles y
toneles de cerveza negra, que esperaba para ser bebida por… un
vikingo.
Estación 13: en “La última palmera que resistió la guerra”
El señor Todd cerró la entrada de emergencia con cinco candados, dos
cadenas y siete vueltas de llave en las tres cerraduras que había en
la puerta, murmurando lo que podrían ser maldiciones en inglés
antiguo, y avanzó, seguido por su amigo, el Dr. Bond, y el resto,
encabezado por Baker, quien sentía enorme curiosidad por el dueño
del pub y, sobre todo, por el nombre que le había puesto. Ya se sabe
que los nombres son muy importantes.
La entrada de emergencia, como tal, era angosta, oscura, y bastante
desagradable, como para que el que hubiera entrado volviera a
preguntarse si efectivamente había sido necesario hacerlo, o si la
emergencia no habría sido nada más que un malentendido, como, por
ejemplo, un tornado que en realidad no era más que una brisa de
primavera. El pasillo se hacía cada vez más angosto, de modo que,
una vez más, los hombros de Kaspar –y los cuernos del casco también-
rozaron las paredes, hasta que debió caminar de perfil, porque su
corpachón no entraba en el estrecho corredor. Y de pronto –sin
aviso, por lo que tropezaron todos, menos el señor Todd, que conocía
de memoria el lugar, y el Dr. Bond, que también lo conocía, pese a
que las primeras veces sí había tropezado- había un escalón
escondido, y se encontraron en un pub como dios manda, porque aunque
el Génesis no lo detalla, también hubo un pub por allá arriba.
Había una barra con los barrilitos y las canillas para servir la
mejor cerveza del Imperio; jarras y jarritas y jarrones para
beberla; cuadros de generales, tenientes, coroneles, sargentos,
cabos y soldados, de distintos ejércitos, que habían luchado aquí y
allá en nombre de la Reina, cuyo retrato colgaba en lo que podría
decirse la pared principal. ¿Pero de qué Reina estamos hablando?, se
preguntó Baker, porque claramente no era Isabel… ¿Acaso Victoria?
Canterville dijo que preferiría encontrar un retrato de la
encantadora Lady Di, y Viktoria dio un suspiro. Sí, ¡tan romántica,
tan triste su historia, y tan palurdo el príncipe Carlos!
-Charles –la corrigió Quintín. Sabía, por experiencia, que
lo peor que puede ocurrir es que un británico se ofenda, porque el
sentido del humor que los caracteriza es un tanto especial, y eso de
la monarquía se lo toman muy, pero muy en serio. Tanto que siguen
teniendo una reina (un poco feíta y vieja, pensó Canterville, pero
reina al fin) y esos señores ridículos con peluca y cuello engolado.
Baker le dijo que creía que las pelucas se habían dejado de usar
porque la Revolución Francesa se las había agarrado en serio con los
de peluca empolvada, pero no estaba tan seguro. En todo caso, en
Gran Bretaña no había guillotina, y eso ya era algo bueno, agregó.
Y desparramadas en todo el espacio, que era, podría decirse,
octogonal, había mesas de madera y sillitas – al menos daban la
impresión de ser de pequeño tamaño, no sé por qué- y algunos faroles
a gas estaban encendidos aquí y allá, y en algunas mesas todavía
había vasos sucios, jarras a medio beber y unas bandejas con comida,
y migas y miguitas por todo el suelo, que hizo pensar a Viktoria en
que aquí faltaba una buena barrida y una trapeada con agua y soda
cáustica.
- Fish and chips – dijo el zeppelín-esfera de pronto,
después de olisquear el aire, y recordó un viaje relámpago que había
hecho hace mucho, mucho tiempo, a esta ciudad, y había aterrizado,
por error, en un pub.
-Y pastel de carne – se relamió Kaspar, que empezaba a
sentir bastante hambre y el estómago comenzaba a rugir. Y cuando a
un vikingo le ruge el estómago de hambre, pueden pasar muchas cosas
si no come de inmediato.
El señor Todd, sin sonreír ni una sola vez, les dijo que tomaran
asiento donde quisieran, y él se quedó de pie detrás de la barra,
esperando a que hicieran el pedido.
Baker se dijo que la lógica del señor Todd era impecable, sin ningún
atisbo de contradicción y leyó el menú con atención. Le parecieron
un poco excesivos los precios, pero, en fin, Gran Bretaña no
pertenecía a la Unión Europea y tenía su libra esterlina, que valía
su peso en oro. Se había sentado muy cerca de una caricatura del
príncipe Alberto, y se ató la servilleta (un poco sucia, hemos de
convenir) al cuello. Miró a todos y dijo:
-Que venga el pastel de carne. Muero del hambre.
Pareció que eso bastó para que el resto tomara asiento y lo imitara.
Viktoria sugirió que arrimaran dos mesas para hacer un mesón, como
en las fondas, y al señor Todd la idea le pareció de pésimo gusto,
porque La última palmera que resistió la guerra NO era una
fonda, pero tuvo el buen tino de no decir nada (quizá fue
casualidad, porque discutir con una vikinga como Viktoria, que
esconde bajo la falda un hacha y una espada no es para cualquiera,
ni siquiera para un súbdito del Imperio). O quizá dijo algo, pero no
se lo escuchó entre el ruido de arrastrar las mesas y las
conversaciones de todos, que comentaban los retratos, las lámparas,
los banderines (había banderines de diferentes clubes de fútbol de
distintos países del mundo, incluido el Chelsea, el Barca y
Estudiantes de La Plata), algunos almanaques realmente pasados de
época (¿1914? ¿1945? ¿1968?), un par de fotografías de unos niños
paliduchos y con cara de aburridos; varias chapas de automóviles,
una radio a válvula que funcionaba y emitía el informativo de las 23
horas, cada hora; un tonel enorme, pero verdaderamente descomunal,
en el que había una máquina registradora de, al menos, el siglo XIX,
y un estante con botellas no se sabe de qué, cubiertas de polvo y
telarañas. Y, junto a una estufa con armaduras de bronce, a punto de
ser encendida, un perro negro, durmiendo.
El Dr. Bond miró al señor Todd y señaló al perro. El señor Todd se
alzó de hombros.
-No es mío. Apareció y no hay forma de que quiera irse. Le
he hecho las mil y unas y el perro resiste. Por último, le puse un
nombre, y allí está. Cada tanto caza alguna rata, con lo cual
estamos a mano. Lo dejo permanecer aquí y él se ocupa de los ratones
asquerosos. Creo que es un buen trato.
-Sí- estuvo de acuerdo el Dr. Bond y se acercó al animal,
que abrió un ojo, lo miró y movió la cola.
-Se parece a un perro de caza que vi en un grabado – dijo
Baker con la boca llena.
(Mientras pasaba todo lo que hemos dicho, el señor Todd había traído
varias fuentes con comida y las había puesto sobre la mesa).
-Recuerda tus modales – dijo Viktoria, sin mirar a nadie
en particular, por lo cual todos, de inmediato, pusieron cuidado en
cómo comían.
- Estos tenedores no pinchan- se dijo Canterville, un poco
enojado.
-Prueba con la mano, para eso la tienes- le aconsejó
Quintín, con calma. -Nosotros, los perros, no usamos tenedor, y no
nos ha ido nada mal hasta el momento. Aquí me tienes, y me
desembaracé del maldito barrilito de utilería.
Canterville pensó que a la mamá no le gustaría que comiera con la
mano, sobre todo el pescado frito, que estaba un poco pasado de
aceite. Pero la mamá estaba lejos, en la cocinita inglesa, y quizá
no se enterara de este detalle menor. De modo que dejó el tenedor
junto al plato y se dedicó al pescado, y decidió que era mucho mejor
así, como le había aconsejado Quintín. Ya convencería a la mamá de
esto, y, además, pensó, habría menos para lavar después de la comida
(y como se sabe que lavar los platos es algo que las mamás
encomiendan con mucha frecuencia a los hijos, sobre todo si son
mellizos recientes, le pareció aun mejor la idea). Baker estuvo de
acuerdo con él, pero le dio un poco de asco lo de tocar ese cadáver
de pescado frito y lo pinchó con el tenedor. Ya verás, lo desafió
Canterville, y una vez más intervino Quintín, porque era de mala
educación hablar en pensamientos delante de personas como el Dr.
Bond y el señor Todd, que claramente no podían leerlos, como ellos.
Entonces, para sorpresa del Dr. Bond, el señor Todd, con el
repasador aún anudado en la cintura y el rostro un poco colorado de
todo lo que había cocinado en tan poco tiempo, se acercó a la mesa y
se sentó entre Kaspar y Canterville, y quedó justamente frente a
Baker, quien lo miró, fascinado. ¡Un británico de verdad, de carne y
hueso, un pirata como el Capitán Blood! ¿Qué más podía pedir? Y
dueño de un perro cazador de ratas. Y ahora podría preguntarle por
la entrada de emergencia, la contraseña y la palmera -¿dónde estaba?
¡Quería verla!- que había resistido a la guerra. Y también quería
saber cómo se llamaba el perro, y cómo había elegido el nombre. Un
sinfín de preguntas de todo tipo.
El señor Todd miró a todos, les deseó buen apetito y después empezó
a comer. Lo hizo rápidamente, como si hiciera milenios que no
probaba bocado, y eso desconcertó un poco a Baker, porque pensaba
que el dueño de un pub comería todo lo que quisiera, todo el tiempo.
Pero al observarlo nuevamente, le pareció que el señor Todd era
extremadamente flaco. Tal vez estaba a dieta, o tal vez tenía una
tenia saginata y no lo sabía. O, como había sido pirata, hacía mucho
tiempo, había contraído malaria o fiebre amarilla o algo así, y por
eso era tan flaco. Tanto que podría llamárselo “Señor Tallarín”. Se
rió de su ocurrencia, y Canterville le contestó que el apodo le
gustaba. Pobre señor Todd, pensó Quintín, había perdido el nombre
rápidamente. Reprendió a los mellizos, porque poner apodos no es del
todo correcto.
-Salvo –aclaró Baker, -que el apodo sea puesto con cariño.
Después lo miró y dijo:
-Señor Todd. Primero que nada, gracias por dejarnos entrar
sin que hubiera una verdadera emergencia.
-Cállate – lo reconvino Canterville. El hermano tenía una
facilidad enorme para meter la pata, a fuer de ser honesto.
Baker lo ignoró y continuó:
-En segundo lugar, tengo algunas preguntas. La primera es
cómo se llama su perro cazador de ratas. La segunda es…
-Momento, proyecto de ser humano- lo interrumpió el señor
Todd, y se hizo una especie de silencio. El perro, del que aún no
conocemos el nombre, movió otra vez la cola, y Canterville sospechó
que era más inteligente de lo que aparentaba.
Puso el plato a un lado, se acomodó en la silla y miró a Baker.
-Una pregunta merece toda la atención del mundo. Así que
no me hagas una lista de ellas, porque has de saber que responderte
puede llevarme no menos de una hora. Piénsalo bien.
Baker no se amilanó en lo más mínimo. Es más, estaba de lo más
interesado en saber cómo algo tan sencillo como decir el nombre de
un perro podía llevarle al señor Todd no menos de una hora decirlo
(es que Baker no sabía que el señor Todd rara vez hablaba, pero,
cuando lo hacía, hablaba mucho).
-Antes de que me responda, señor Todd, quisiera hacer una
aclaración.
El señor Todd lo miró con un poco más de atención. Este humanoide
parecía no saber con quién estaba hablando, ni que era,
precisamente, apenas un proyecto de ser humano, un mellizo reciente.
¿Y quería hacer una aclaración? Carraspeó.
-Te escucho.
-No soy un proyecto de ser humano; quizá pude haberlo sido
en mis primeros meses de existencia, o antes, cuando mis papás
decidieron que les gustaría vivir con nosotros, porque ese que está
allí y come con la mano es mi hermano mellizo, Canterville. Pero
teniendo en cuenta que ya nacimos, que hemos visto la selva, que
Canterville mató a una boa-pitón y que volamos en un zeppelín,
podemos afirmar que somos seres humanos, no proyectos. Eso es todo.
Ahora, sí, puede responder a la pregunta que le formulé
anteriormente. Y, cuando haya terminado de responder, si no le
parece mal, le haré la siguiente, y así, hasta el final.
-Bien, ser humano recién llegado al mundo. La respuesta es
esta: ese perro que está allí se llama Pontiki.
Y hasta el Dr. Bond se sorprendió de lo escueto de la respuesta, lo
que significaba que Baker había ganado la primera partida, como si
fueran las damas chinas. Interesante. Canterville aprovechó la
distracción de su hermano, y manoteó el pescado que había en el
plato. Eso de comer con las manos le empezaba a resultar fascinante.
Pero… no era pescado, era pastel de carne, y eso sí que es difícil
sin tenedor. Bien, Canterville se las ingenió: hizo unas bolitas,
que podríamos llamar proto-albóndigas, y las deglutió sin mayores
inconvenientes.
-Ah – respondió Baker encantado, porque pese a haber sido
un pirata como el Capitán Blood, el señor Todd parecía saber más de
lo que aparentaba – ya veo por qué le puso ese nombre. Ingenioso.
-¿Ah, sí? ¿Y por qué se lo puse?
- Muy sencillo: un juego de palabras, mejor dicho, un juego
de significados.
- Lo que nos faltaba. ¡Un proyecto de ser humano
sabihondo! ¿Dónde lo encontraste?
El Dr. Bond arqueó una ceja, y después la otra, y después no supo
qué responder. No los había sacado de ninguna parte, habían
aparecido. ¿Qué debió haber hecho?
-Porque usted dijo que este perro caza ratas, y de nombre
le puso “Ratón”, que es lo que significa Pontiki, palabra griega,
por cierto. Pero además… y usted me corregirá, hay un periódico con
ese nombre.
-Semanario, pequeño sabihondo, semanario, no periódico.
Hay una diferencia.
-Bien, un detalle menor.
-¡Basta, por favor! – explotó Kaspar, que había devorado
en un santiamén todo lo que el señor Todd había puesto sobre la
mesa, y seguía con hambre.
Viktoria lo miró con enorme preocupación. Si Kaspar se enojaba, si
perdía la paciencia…
-A quién le importa cómo se llama ese perrucho que sólo
sabe mover la cola y esperar ante una estufa que ni siquiera está
encendida. A quién le importa si se llama “Ratón” y eso es un juego
entre el nombre y lo que efectivamente hace, cazar ratones (o ratas,
que es un ratón más grande y feo). ¡Y a quién le importan las tontas
correcciones de este señor Todd, que discute con un mellizo
reciente!
-Ay, ay, ay, se lamentó el zeppelín-esfera para sus
adentros, pero muy para sus adentros, y Quintín estuvo de acuerdo
con él. Terminó de comer lo más rápidamente que pudo, porque imaginó
que después del exabrupto de Kaspar, el señor Todd los sacaría por
la entrada de emergencia no menos que a las patadas, y con un poco
de razón. Con estos vikingos… no se puede ir a un pub con un
vikingo.
-No -protestó Kaspar; -no se puede ir a un pub con un
mellizo reciente como Baker, que hace preguntas imposibles y discute
hasta la mortalidad del cangrejo. Y ahora quiero más comida, señor
Todd, cumpla con su deber o su función o como se llame lo que hace,
y sírvame más.
Por las dudas, Viktoria acarició el hacha y la espada, y el
zeppelín-esfera se elevó lo más rápido que pudo y se escondió detrás
de la radio. No era cobarde, era precavido.
Pero para asombro de todos, el señor Todd lanzó una carcajada tan,
pero tan fuerte, que uno de los faroles a gas se apagó, y la radio
dejó de transmitir por primera vez en cincuenta años.
-Kaspar, usted me cae bien, usted tiene razón.
Se levantó ágilmente –y quizá por eso era tan flaco, para no perder
la agilidad en caso de necesidad-, tomó el plato vacío y relamido de
Kaspar y al segundo lo trajo repleto de algo que no sé qué es, pero
que olía muy bien, y tentó a todos.
-¡Con cucharas! –atajó Quintín alarmado a los mellizos.
-Le diré algo: me disculpo. Pero este niño me sacó de
quicio.
-Pues usted me sacó de quicio a mí. Estamos a mano.
-La segunda pregunta es sobre el nombre de este pub, y si
la palmera todavía existe y si puedo verla.
-Tres preguntas en una: no es válido.
Canterville nuevamente aprovechó la distracción de Baker y hundió la
cuchara en el porridge (el narrador acaba de recordar la palabra
apropiada, pero no sé si es acertada, porque dicen que el porridge
es asqueroso, y lo que comían parecía muy sabroso).
Baker suspiró. ¿Por qué los adultos tenían que ser tan
insoportables?
-Algunos adultos –lo corrigió Quintín, y Viktoria estuvo
de acuerdo. Su Kaspar, que era claramente un adulto, no tenía un
pelo de insoportable.
-De acuerdo. De acuerdo. ¿Por qué le puso ese nombre a
este pub? (y estuvo de agregar, pero se contuvo a tiempo, por qué
había una entrada de emergencia).
-Pues porque así es la cosa: a la izquierda de la puerta
de entrada se mantiene en pie la única palmera de toda la ciudad que
resistió los más feroces y despiadados bombardeos durante la guerra.
-¿Es decir que antes de eso, el pub no tenía nombre?
-Seguramente tenía uno, pero como el cartel no sobrevivió
a los bombardeos, nunca lo supe.
-¿Y no le preguntó a los vecinos?
-¿Has visto vecinos por aquí?
Baker se rascó la punta de la nariz, y Canterville entendió que ese
gesto significaba que estaba altamente concentrado en algo. Es así
como se construyen algunas cosas que caracterizan a las personas, y
ese gesto definirá a Baker por el resto de su vida.
-Así que usted compró un pub sin nombre, pero que tenía la
palmera más resistente de la ciudad, la única que se mantuvo en pie.
- Así es.
- Y por eso le puso ese nombre.
-Así es.
-Digamos que es una enorme obviedad, más allá de que el
nombre pueda parecerle a más de uno realmente original.
- Así es. No pretendí ser original, sino obvio.
Tautológico, diría.
-Correcto. Me gusta que estemos de acuerdo en los aspectos
más elementales de este asunto.
-La palmera todavía existe, y sí, puedes verla. Pero será
mejor que lo hagas de día, porque de noche no se ve nada. No hay
luces en la carretera, ¡malditos funcionarios del municipio!
-Señor Todd, le rogaría que no olvidara que, pese a todo,
Baker es un mellizo reciente. Cuide su lenguaje, hágame el favor.
-Me disculpo, me disculpo – gruñó el señor Todd, pero
aceptó que a Viktoria le asistía un poco de razón. Es que no parecía
un mellizo reciente.
Pero pese a su disculpa a regañadientes, no sé hasta qué punto el
señor Todd había empezado a divertirse y hacía todo lo posible por
contrariarlos a todos de algún modo, porque eso lo entretenía aun
más.
-¿Y cómo es que la palmera se salvó?
-Eso no te lo puedo responder yo, ni nadie. Ni siquiera la
Reina, con lo cual se demuestra que la monarquía no sirve ni para
eso, para responder una simple y tonta pregunta de un mellizo…
reciente.
Entonces Kaspar los interrumpió y dijo que quería ver esos
magníficos toneles llenos de cerveza negra, la verdadera cerveza
inglesa. El señor Todd, un poco más animado, le dijo que con gusto
lo llevaría a la bodega.
Pues nos acabamos de enterar de que hay bodegas de cerveza. De
inmediato, Canterville y Baker dieron por terminada la cena y
dijeron que no se perderían por nada ver semejante cosa. El señor
Todd pensó en qué dirían los padres cuando los críos volvieran, pero
no era problema de él. Bastante tenía con el pub, la palmera y el
perro cazador de ratas.
- Por aquí – dijo, después de tomar uno de los faroles.
Quintín pensó que era curioso que llevara un farol. ¿Acaso no había
luz eléctrica aquí?
- No quiero pagarle al Estado más de lo imprescindible. No
necesito luz eléctrica; no tengo nada en el refrigerador. Y para eso
están estos faroles.
Entonces Quintín entendió que el señor Todd también era capaz de
leer los pensamientos de los demás, y se preguntó si el Dr. Bond
también tendría esa capacidad.
-Sí, la tengo – respondió desde la cabecera de la mesa el
Dr. Bond, con amabilidad.
-Entonces, debo sospechar que todos los que participamos
en esta historia tenemos esa capacidad – dudó el zeppelín-esfera,
que seguía atentamente las conversaciones, fueran habladas o
mentales.
-Eso habría que preguntarle al narrador – respondió el
señor Todd, antes de desaparecer por una puertita, acompañado por
Kaspar y los mellizos recientes. –De hecho, me parece una soberana
tontería tener esa capacidad, bastante desagradable es tener que
escuchar la enorme cantidad de tonterías que dice la gente todo el
tiempo; ahora también estoy obligado a escuchar sus pensamientos,
¡que son peores aun!
Y todos, por primera vez, estuvieron absolutamente de acuerdo con
él. Y se prometieron no pensar demasiadas tonterías, por respeto a
los demás (creo que es una decisión admirable y encomiable, que
ayudaría mucho a que las cosas mejoraran en el mundo real).
Viktoria, Quintín y el zeppelín-esfera se quedaron de sobremesa, y
saborearon un delicioso licor de café, fuerte como el demonio, y
negro como la noche más negra de todas. Los pasos de Kaspar, el
señor Todd, y los pasitos de los mellizos recientes se fueron
haciendo más débiles, hasta que desaparecieron por completo.
-Qué lejos queda esa bodega – dijo Quintín, un poco
preocupado por los mellizos.
-Lejos, no – aclaró el Dr. Bond- queda muy abajo en la
tierra. Las bodegas son subterráneas, y esta es casi como si fuera
una mina. Una mina de las de antes.
(Aquí lamentamos la ausencia de los mellizos recientes, porque Baker
hubiera dicho algo sobre las minas de antes y las de ahora, y los
cuentos de Dickens, y Canterville hubiera opinado que ya se sabía
que los mejores mineros de la historia habían sido los enanos, que,
además, luchaban contra el dragón que protegía los diamantes. Pero
como estaban en la bodega subterránea, podemos suponer que algo así
habrían dicho).
Después escucharon el silbido imponente de Kaspar, que significaba
que estaba verdaderamente sorprendido.
-¡Viktoria!- bramó – tienes que ver esto.
Viktoria suspiró, y se puso de pie.
-Me disculpo, pero Kaspar se convierte en un niño cuando
ve toneles de cerveza. Es que de chico…
-Se cayó dentro de un tonel de cerveza – completó Quintín.
-¿Y cómo sabes eso?
-Porque es lo mismo que le ocurrió a Obelix, pero con la
poción del druida. No creo que haya una gran diferencia entre Kaspar
y Obelix – respondió Quintín, meditabundo.
-Pues sí, así es. Un descuido del padre, la madre que
estaba lejos, y el niño terminó de cabeza en un tonel. Y para no
ahogarse, bebió cuanto pudo.
-Sabia decisión – dijo el zeppelín-esfera, que se imaginó
a sí mismo en una situación semejante, y dudó de que hubiera podido
tragar un solo buche de semejante brebaje. Detestaba la cerveza.
-No pareces zeppelín- dijo el Dr. Bond. –A los zeppelines,
en general, la cerveza les cae bien.
-Pues a mí no.
Y no explicó ni pensó en el asunto, de modo que no tenemos cómo
saber qué mala experiencia había tenido el zeppelín-esfera con la
cerveza en su vida.
-Ningún problema. ¿Es que acaso no puedo ser abstemio?
Quintín se revolcó de la risa, y movió la cola con tanta fuerza que
derribó dos sillas y un plato voló por los aires.
-Abstemio. Eso sí que es bueno. En fin – dijo.
Mientras tanto, el señor Todd había hecho descender a Kaspar y a los
mellizos recientes por una escalera que tenía 237 escalones de
piedra, tallados en la roca misma de la tierra, apenas iluminados
por el farol a gas, hasta que llegaron a un espacio tan grande y tan
alta como la nave principal de la catedral de Chartres (no exageres,
Baker, gruñó Canterville), en la que había estantes y más estantes
que sostenían toneles dispuestos en forma horizontal, con cartelitos
tallados en bronce que indicaban los años y los distintos tipos de
cerveza que almacenaban. Aquí y allá había banquitos y unas mesitas
redondas con vasos para degustar la bebida. A Kaspar le brillaron
los ojos al ver todo esto. ¡Era el Walhalla, pero mucho mejor! No
pensaba salir de allí hasta que hubiera probado cada una de las
cervezas.
-Mucho me temo que no podrá hacerlo. Hay 2400 toneles
apilados, y no sé cuántas variedades. Ni siquiera yo las he probado
todas, y le puedo asegurar que lo he intentado – dijo el señor Todd,
y a Baker le pareció que había algo de contrición en su voz, pero
bien puede ser mi imaginación.
-Y dígame, señor Todd – comenzó Baker.
-¿Otra pregunta kilométrica? Piensa bien en lo que vas a
decir.
- No, kilométrica, no. Pero viendo todos estos toneles…
bueno, es más de una pregunta. No se enoje.
-Anda, dime.
-Primero, quién los trajo, porque no creo que haya sido
usted (y volvió a comprobar que era delgadísimo); y segundo:
¿quiénes son los clientes de su pub? Porque da la impresión de que…
El señor Todd suspiró. Se sentó en uno de los banquitos, mientras
Kaspar tomaba un vaso y se acercaba al tonel número 1356.
- Pues es muy sencillo: los toneles ya estaban aquí cuando
compré este pub, de modo que no tengo la menor idea de quién los
trajo. Y mis clientes son mis clientes. Gente que tiene hambre y
sed, y que habla poco, y no hace muchas preguntas.
-¿Y todos conocen la contraseña?
- No, claro que no. ¿Por qué habrían de conocerla?
- Para entrar.
-Pero la contraseña es para la entrada de emergencia. Del
otro lado hay una entrada como cualquiera de cualquier pub en el
mundo. Tiene una campanita, que suena de un modo insoportable, dos
puertas batientes de cristal biselado, una cortinita bordada que es
un espanto de mal gusto, y un felpudo que dice “bienvenidos” aunque
no lo sean.
Sí, sí; la lógica del señor Todd seguía siendo impenetrable. Y
cuando creías que habías llegado a alguna conclusión te salía con
una explicación que daba por tierra con todo lo que habías pensado.
El señor Todd agradeció el cumplido, y se sirvió un vaso de cerveza
del tonel 245.
- Los toneles no están ordenados por número –dijo
Canterville, después de dar un par de vueltas por el lugar.
-No. No están ordenados de acuerdo a nada. Están apilados.
Nada más que eso.
-¿Y si alguien le pide una jarra de la cerveza del tonel
1, qué hace?
- Pues, si no está a la mano, digo que no tengo, que se
acabó. Y le sirvo de cualquier otro tonel. O le sirvo de cualquier
tonel, porque el cliente no sabe qué tipo de cerveza es la del tonel
1.
-A menos que venga todas las noches y pida, a) siempre de
la misma; b) ordenadamente del 1 en adelante hasta que se terminen
los diferentes tipos de cerveza.
-Sí, pero nunca vino un cliente así a mi pub. La mayoría,
como te dije, sólo quieren beber y comer en paz, sin que nadie los
moleste en lo más mínimo. Y a la tercera jarra de cerveza se echan
una siestecita y después se van, mucho más felices de cómo llegaron.
Canterville pensó que era un buen negocio. Nadie sabía cuánta
cerveza había en la bodega ni de qué tipo era, y de todos modos, los
parroquianos salían felices y volvían. No estaba nada mal. Daba lo
mismo, en definitiva, la cerveza que el señor Todd les sirviera. Muy
ingenioso.
Viktoria se había puesto un poco nerviosa, porque hacía más de dos
horas que Kaspar, el señor Todd y los mellizos deambulaban por la
bodega subterránea, y cualquiera sabe que a los vikingos lo que está
bajo tierra no les cae demasiado en gracia, más acostumbrados al
cielo abierto y a los extensísimos campos de batalla y los
horizontes infinitos de los mares salvajes (y me detengo aquí, para
no aburrir al lector, pero puede decirse muchísimo más acerca de los
paisajes que los vikingos aman). En todo caso, para Viktoria ya
había sido tiempo suficiente y le pidió al Dr. Bond que fuera a
buscarlos, porque ella ni que le pagaran bajaría a ese lugar
horrible.
El Dr. Bond aceptó de regular gana la encomienda, porque estaba muy
cómodo fumando una pipa (ahora sí) y saboreando un cognac, el más
rico de todos, que su amigo el señor Todd ocultaba en un cajoncito
bajo el mostrador. Rara vez convidaba con ese cognac, y cuando lo
hacía, era por alguna razón muy especial. Esta vez, pensó el Dr.
Bond al servirse, era una ocasión más que especial, y seguramente el
señor Todd lo hubiera convidado encantado de la vida, de haber
estado allí; pero estaba abajo, y en definitiva, tampoco se
enteraría de que el Dr. Bond se había servido. (Lo que el Dr. Bond
no había visto, porque a veces es distraído, es que había una
marquita, que indicaba el contenido de la botella, y después del
generoso trago que el Dr. Bond se sirvió –en honor a la comitiva, se
disculpó ante sí mismo- el volumen dorado quedó al menos a media
pulgada de la marca en cuestión. Con lo que el señor Todd, semanas
más tarde, descubrió lo ocurrido y juró que escondería la botella de
cognac en un sitio que ni el más hábil de todos, ni el mismísimo
Sherlock Holmes, descubriera jamás. Así lo hizo, olvidó dónde la
había escondido, y la botella sigue intacta.)
Pero Viktoria, súbitamente cambió de opinión, le dijo al Dr. Bond
que siguiera disfrutando el cognac que le había birlado al
amabilísimo señor Todd, que ella bajaría a la bodega, no importaba
cuán profundamente bajo tierra se encontraba. El Dr. Bond no tuvo
tiempo ni de decirle –ni de pensar- que le parecía de una valentía
extraordinaria y que le agradecía el gesto, porque la pipa y el
cognac, efectivamente, estaban de lo mejor. Es que Viktoria, como
muchas mujeres, había intuido que algo ocurría allí abajo y
quería saber. De modo que se armó de valor, se dijo que si los
enanos habían trabajado durante siglos bajo tierra y habían
sobrevivido, una vikinga como ella también lo lograría, y avanzó.
Respiró profundamente, contuvo el aliento y bajó los 237 escalones
en un santiamén (si hubiera sido posible, habría cerrado los ojos,
pero por suerte no lo hizo y se evitó un resbalón considerable y un
buen chichón en la cabeza). Ay, no se había equivocado. Allí estaba
Kaspar, completamente dormido, roncando feliz, abrazo a un tonel; un
poco más allá, el señor Todd también había sucumbido vaya a saber a
la cerveza número cuál, y ¡los mellizos recientes! ¡Qué diría la
mamá en la cocinita inglesa! No supo qué hacer primero, si despertar
a Kaspar de un coscorrón y darle un fuerte rezongo, o si levantar a
los mellizos, que dormían plácidamente, cada uno con un vasito en
una mano. El señor Todd no le preocupaba en lo más mínimo, esa es
la verdad. De modo que despertó, muy enojada, a Kaspar, quien abrió
los ojos, sorprendido. Puede comprenderse la reacción de Viktoria,
porque Kaspar estaba a cargo de los mellizos recientes; al fin y al
cabo, cualquier esposa reaccionaría de ese modo… Y si hubiera sido
al revés, cualquier esposo también lo hubiera hecho (pero la mayoría
de las historias, sea por machismo, por misoginia o por mera
hipocresía, soslayan esa cuestión y evitan mencionar situaciones
como estas si la que se queda dormida después de una buena
degustación de cerveza es la esposa y no el marido). Y mientras
Kaspar reaccionaba lo más rápido posible, y tomaba el hacha y el
espada que había dejado a un lado, Viktoria ya había abrazado a los
mellizos recientes, que ni se enteraron hasta que, nuevamente como
una exhalación, Viktoria los sentó junto al Dr. Bond, que dormitaba,
con una sonrisa en los labios, la copita de cognac vacía, la pipa
humeante todavía en la mesa.
-Vaya con estos hombres – se dijo Viktoria, y Quintín
estuvo de acuerdo con ella.
Lo que Viktoria no sabía es que el último trago de cognac había
terminado en la garganta de Quintín, que, movido por la curiosidad y
aprovechando el cabeceo del Dr. Bond, se lo había bebido. Y Quintín
pensó que el cognac no estaba nada mal, y que en el barrilito de
utilería debía llevar una bebida semejante. Ya le preguntaría al
señor Todd dónde podía comprar una botella. El zeppelín-esfera, no
sabemos cómo, se había quedado dormido entre las patas de Pontiki,
que lo confundió con un muñeco peludito, lo olisqueó un poco y
también se quedó dormido.
Después apareció Kaspar, todavía un poco somnoliento y bajo los
deliciosos efectos de la cerveza, y se sentó a la mesa, junto al Dr.
Bond, que se despertó súbitamente y tomó la pipa, como si no se
hubiera quedado dormido. Viktoria despertó a los mellizos y dijo que
le parecía que era de continuar el viaje. ¿O acaso habían olvidado
que estaban haciendo un viaje? Esto había sido un desvío inesperado,
no estaba en la lista, y ya era suficiente.
Kaspar, que se sentía un poco culpable de su siesta, no dijo nada; y
los demás estuvieron relativamente de acuerdo. Baker se hubiera
quedado un poco más, porque quería que el señor Todd le relatara sus
aventuras de cuando había sido pirata, pero Viktoria dijo que ya
habría otra oportunidad para escuchar esas, sin duda, dijo,
maravillosas y fascinantes historias piratas. Baker no quedó muy
convencido, pero ya había aprendido que cuando se es mellizo
reciente, no se tiene el mismo derecho a voz y voto que un adulto.
Canterville se alegró; la siesta le había sentado de lo más bien y
quería salir de una vez de allí.
- ¿Y qué hacemos con el señor Todd?- quiso saber Baker.
-Pues nada, no hay nada que hacer con él. Se queda aquí,
esperando a sus parroquianos.
-¿Y el Dr. Bond?- insistió Baker, que deseaba que los dos
británicos se sumaran al viaje.
-Ni lo sueñes –gruñó Quintín. –Ya somos demasiados. No
entraremos en el vagón.
-Pero si hay vagones de sobra – replicó Baker con razón.
-No. Ellos se quedan aquí.
El Dr. Bond los miró, inhaló de la pipa, que se volvió incandescente
y largó un humo dulzón que encantó a Canterville (oh, no, diría la
mamá en la cocinita inglesa: ¡primero cerveza y ahora tabaco de
pipa!).
- Haremos lo siguiente: ustedes continúan con el viaje, y
cuando terminen, se dan otra vueltita por aquí.
Entonces apareció el señor Todd, con el rostro enrojecido y los ojos
brillantes.
- Eso, estoy de acuerdo con mi amigo, el Dr. Bond. Volverán
y nos pasarán a buscar.
-¿Y vendrán con nosotros?
-Depende de adonde vayan.
-Pues yo creo que para cuando volvamos, será que
terminamos con el viaje y es hora de regresar a nuestra casa.
Nuestra mamá y nuestro papá nos esperan en la cocinita inglesa-
aclaró Canterville, que un poco de ganas de ver a los papás, tenía.
- Hay un problema – dijo Baker, pensativo.
- Me lo temía – pensó el señor Todd, y se armó de
paciencia.
-No podremos entrar, porque no sabemos la contraseña –
agregó.
-Tiene razón – dijo el Dr. Bond – no había pensado en eso.
Se hizo un gran silencio y el señor Todd se sumió en un pensamiento
profundo y complejo, que nadie, pero nadie, entendió, y que por eso
no se consigna aquí. Al final, suspiró. Se levantó, caminó hasta la
barra, abrió el cajoncito de los papeles y los lápices, y anotó
rápidamente –creo yo que porque tenía miedo a arrepentirse- la
contraseña y se la tendió a…
¡Quintín!
- El San Bernardo más razonable que he conocido en mi vida
–explicó el señor Todd, sonrojándose un poco, y todos se preguntaron
cuántos San Bernardo habría conocido para llegar a esa conclusión.
- Muchos, más de lo necesario –espetó el señor Todd.
Quintín leyó lo anotado para asegurarse de que comprendía la
caligrafía un poco torcida del señor Todd y después guardó el
papelito en un bolsillito que había del lado interior del collar, y
que nadie sabía que tenía.
- Los estaremos esperando –dijo el Dr. Bond, y el señor
Todd gruñó un poco.
- No tengan prisa en volver – dijo después, dudó un poco y
agregó: - pero serán bienvenidos, claro que sí.
Pontiki se despertó justo a tiempo para lamer las caritas de los
mellizos recientes, mientras movía la cola con entusiasmo. El
zeppelín-esfera aprovechó para desprenderse del abrazo perruno.
Kaspar les dio la mano al Dr. Bond y al señor Todd, y Viktoria les
hizo adiós con la mano. Baker se acercó al señor Todd, y lo miró.
- Usted me cae bien, señor Todd, señor Tallarín. Pese a que
parece malhumorado la mayor parte del tiempo, creo que tiene un buen
corazón, por allá en el fondo, sabe, ese músculo que tiene un
ventrículo, una aurícula y…
- Ya cállate – lo atajó Canterville. Se acercó a su vez al
señor Todd y le tendió la manito. –Ha sido un gusto. Muy rico su
pescado frito.
Después, los dos mellizos recientes se acercaron al Dr. Bond.
-Siga así – le recomendó Baker, y el Dr. Bond no pudo
menos que reír con ganas.
-Espero que nos veamos nuevamente – dijo Canterville, y lo
decía en serio. Algo en el Dr. Bond le caía bien, pero nunca dijo
qué, aunque no se equivocaba.
-Bueno, váyanse de una vez – gruñó el señor Todd y los
acompañó a la entrada de emergencia.
Se demoró un poco con el tercer candado, porque la llave se había
perdido en el bolsillo, pero por fin abrió la puerta.
-Adiós, adiós – dijo.
Y en ese momento brilló una luna inmensa y Baker pudo ver a la
última palmera que había resistido a la guerra. Majestuosa,
gigantesca, que casi tocaba el cielo con su penacho.
Entonces corrió hasta la puerta, antes de que el señor Todd la
cerrara del todo y gritó:
-Señor Todd, señor Todd. Debe cambiarle el nombre a su pub.
El señor Todd lo miró con ganas de convertirlo en estatua.
-No es la última palmera que resistió a la guerra. Es la
única palmera que resistió a la guerra.
Y el Dr. Bond se dio cuenta de que Baker tenía razón.
No vamos a consignar aquí la discusión que tuvieron ambos sobre este
asunto, porque no forma parte de esta historia, pero el lector puede
imaginársela, y seguramente se quede corto en sus apreciaciones.
Después, Kaspar, Viktoria, Quintín, el zeppelín-esfera, Canterville
y Baker, desaparecieron en la noche, felices y acompañados por la
luna. Para cuando quisieran acordar, la locomotora los estaba
esperando, un poco aburrida, pero contenta de verlos.
- ¡Arriba, arriba, vamos! – los apuró.
- Espera a que te cuente – dijo Baker, feliz.
El motor se puso en marcha, la locomotora hizo sonar la bocina con
más fuerza que nunca, para que el señor Todd y el Dr. Bond la
escucharan –cosa que hicieron, pese a la discusión- y luego también
desapareció en la noche.
Estación 14: el Circo de los Seres Imposibles
No vamos a detenernos en relatar el viaje hasta el Circo, por dos
motivos: por un lado, el viaje transcurrió de noche, y de noche,
generalmente, se duerme; por el otro, las funciones de los circos, o
al menos las de este, son de noche; de modo que podemos suponer, o
bien que el viaje fue instantáneo, o que viajaron de un modo que
llegaron de noche al Circo, poco antes de que empezara la función,
justo con el tiempo suficiente como para comprar las entradas.
El circo, como todos los circos, estaba en las afueras de una ciudad
cuyo nombre no recuerdo, ni sé si lo supe alguna vez, pero creo que
no es tan importante. Era una ciudad chica y completamente
silenciosa. Quizá ya no vivía nadie allí, o quizá los habitantes
eran silenciosos y contemplativos.
Encontraron el lugar fácilmente, porque había carteles y flechas y
anuncios en todas partes, de modo que era imposible perderse. A
medida que se acercaban, el camino se iba haciendo más culebrero, y
los carteles más extraños, o, al menos, eso pensó Baker
cuando los iba leyendo. Pero no supo explicarle a Canterville el
motivo de esa impresión y Canterville no insistió.
El asunto es que la locomotora los dejó a pocos metros de la
boletería, en la que no había nadie a la vista.
-¿Y ahora qué hacemos? – preguntó el zeppelín-esfera,
preocupado, porque no quería perderse la función. Era la primera vez
que asistía a un circo en su vida.
-No se preocupen – dijo Quintín muy seguro, y se encaminó
hasta la ventanilla.
Después volvió, con una enorme sonrisa que parecía haberse tragado
el hocico.
-Aquí están – ladró, feliz.
Y efectivamente, tenía las entradas numeradas, con los mejores
asientos de todos: adelante y en el centro.
-¿Cómo hiciste? – inquirió Baker, quien no soportaba no
saber por qué ocurrían las cosas, no importaba si eran dignas de
mención o una tontería (y esto, mucho más adelante, alguna vez lo
metería en problemas).
-Pues, nada; allí estaban, sobre el mármol, a nuestro
nombre: Kaspar, Viktoria, Baker, Canterville, zeppelín-esfera y un
servidor.
Cada uno tomó la suya, y casi en fila india se acercaron a la
entrada de la carpa. Kaspar descorrió la cortina de cuentas que sonó
– clink-clink-clink- y la mantuvo abierta para que todos
pasaran. No había nadie allí, pero ya no debería sorprendernos esto.
La platea estaba iluminada por unos focos que pendían del centro de
la carpa, y distinguieron rápidamente los asientos: en la fila uno,
en el respaldo de cada butaca el nombre de cada uno de ellos. Baker
estaba encantado. Una butaca a su nombre, ¡vaya, como si fuera el
presidente de una nación! Canterville protestó, y dijo que era
marketing, y nada más que eso, y que a la salida de la función ya
tratarían de venderles cualquier cantidad de sandeces inútiles, pero
a Baker no le importó.
Se sentaron y descubrieron que delante de cada uno de ellos había
una bandeja con manzanas acarameladas, golosinas envueltas en
papeles de colores y un vaso con cocoa batida. Kaspar fue el único
que no se alegró mucho; detestaba las golosinas, y las manzanas
acarameladas le pringaban los dedos, lo cual no era bueno en caso de
que tuviera necesidad de blandir el hacha y la espada. Pero Viktoria
le dijo que estaban en un circo y que allí no había enemigos contra
quienes pelear. El zeppelín-esfera devoró las golosinas, y al ver
que Kaspar no las comía, le preguntó si se las regalaba. Es muy
divertido ver a un zeppelín-esfera comer golosinas, porque toda la
esferita parece que masticara, y sólo se ven los ojos que brillan,
felices.
De a poco, las luces se fueron apagando y empezó a sonar una música,
la clase de música que sólo se escucha en los circos, y que todos
reconocemos, no sabemos cómo, así como tampoco sabemos quién la
compuso alguna vez. Algunos dicen que fueron los gitanos; otros, que
fue una tribu que cruzó las estepas, desde el norte de China hasta
el norte de Siberia, caminó por un caminito que había delineado el
señor Bering y llegó hasta el Sur, pero nadie lo sabe con certeza.
Es una música a la vez alegre y triste, que da ganas de bailar
mientras se llora un poco. A Quintín le pareció que era más triste
que alegre, pero al ver cómo disfrutaban los mellizos recientes,
cambió de opinión. Tal vez se había vuelto sentimental y no se había
dado cuenta. En todo caso, se sentó muy derecho en su butaca y
esperó.
Un foco rojo iluminó lo que parecía la entrada de una cueva muy
oscura, y la música se hizo misteriosa. Después se escuchó como un
relinchar de caballos, y un ruido de cascos en un camino de piedra,
allá a lo lejos, y un batir de alas, como si una libélula gigantesca
se hubiera posado sobre la carpa y quisiera llevársela en vuelo.
Ah, Baker sí que estaba encantado. Por allí emergerían todos, todos,
los seres más imposibles del mundo. Y él, mellizo 2, hermano menor
de mellizo 1, Baker, los vería. ¡Qué afortunado que era! Se sentía
el mellizo más suertudo de la Tierra.
-¿Qué es un ser imposible? – quiso saber Canterville, a
quien el asunto le parecía una tontería. Todos los seres son
posibles, todos y cada uno de ellos.
-Son los que no pueden existir – respondió Baker, un poco
distraído. Debió de haber prestado un poco más de atención.
- ¿Y por qué no pueden existir? ¿Qué lo impide?
- La naturaleza, claro está – contestó Baker, que
escudriñaba la entrada con creciente ansiedad y emoción.
-¡Ah, si apareciera el alicanto! ¡Sería la octava maravilla del
mundo, aunque debería ser la primera!
- ¿Y qué tiene que decir la naturaleza al respecto? ¿Qué
puede importarle a la naturaleza que haya un caballo, por ejemplo,
con dos cabezas y seis patas?
- Pues es que no tendría sentido. ¿Para qué querría un
caballo dos cabezas y seis patas?
- Muy sencillo: con una cabeza podría mirar hacia adelante,
y con la otra, hacia atrás; y con seis patas galoparía más rápido, y
en caso de romperse una, siempre le quedarían las otras cinco; si un
caballo de cuatro patas se le rompe una, se vuelve inútil y lo
matan, le pegan un tiro entre ceja y ceja. ¿Eso te parece justo?
Quintín temió que los mellizos recientes se embarcaran en una eterna
y difícil discusión, similar a la que en ese momento sostenían el
Dr. Bond y el señor Todd ya no me acuerdo en relación con qué, pero
que ya llevaba varias horas.
-Pues yo que tú le escribía una carta a la naturaleza y le
daba tu opinión. Quizá la tome en cuenta para la siguiente era,
nunca se sabe. Y pasas a la historia. El mellizo que hizo que la
naturaleza repensara su forma de evolucionar. Más que interesante.
- Eres un necio y sabes que tengo razón. No hay respuesta
para eso. No hay ninguna respuesta. Todos los seres son posibles.
El zeppelín-esfera decidió intervenir. Al fin y al cabo, en su corta
vida había visto y oído mucho sobre estos asuntos.
- Es que, Canterville, debes pensar en algo así como lo que
resulta más práctico o más eficiente.
- Pero un caballo con seis patas es mucho más eficiente que
uno de cuatro – insistió Canterville, que había heredado la
terquedad no sé de quién, pero de alguien la había heredado.
-Puede ser que un caballo de seis patas sea mejor, sí, pero
hay otros seres imposibles que no tienen mucho sentido.
-Pero es que no entiendo quién le da sentido a las cosas.
Puedo imaginar muchas que tendrían un gran sentido. Un hombre con
cuatro brazos. Eso es muy práctico. Basta con pensar en lo que haría
un albañil con cuatro brazos. Increíble.
-Yo creo – insistió el zeppelín-esfera, -que debemos
concentrarnos en la función y dejar de discutir cosas que no llevan
a ninguna parte.
- Pues entonces, cuando sea grande, y no este mequetrefe
que todavía soy, voy a dedicarme a hacer un relevamiento exhaustivo
de todos los seres imposibles y demostrar cuán útiles serían si los
hubieran dejado existir.
- ¡Silencio! – bramó Kaspar, harto de los mellizos y sus
disquisiciones. –Quiero ver la función en paz y en silencio.
Baker y Canterville siguieron discutiendo mentalmente y no se
pusieron de acuerdo. Por suerte, cuando estaban a punto de hablar
nuevamente, empezaron a aparecer, y eso les quitó el aliento, no
sólo a los mellizos recientes, sino a todos y a cada uno, los seres
más imposibles que quieras o puedas imaginarte. Y el que más
sorprendió a todos fue Kaspar, pues, no sé cómo, conocía a la
mayoría de los que comenzaron a desfilar y hacer piruetas y recitar
intrincadísimos poemas en glíglico (y el que no sepa qué es
glíglico, pues que consulte con urgencia, porque no se puede andar
así por la vida sin saber semejante cosa). Y cada uno, además, hacía
una pequeñísima reverencia ante Baker y Canterville, como si la
función, entera y únicamente, les estuviera dedicada. Y en realidad
así era, y eso había sido arte y parte de Quintín, pero nunca lo
dijo y sólo lo sé yo, y por eso lo cuento. Porque el San Bernardo
pensó que los mellizos recientes debían ver todo lo que podía
existir si fuera posible, si acaso alguien se animara a querer que
así fuera. ¿Acaso no existían los gatos de Kilkenny? ¿Y qué me dicen
del basilisco, del que todos hacen mención cuando se enfurecen, pero
nadie sabe exactamente cómo es? ¿Y el devorador de sombras?
Ah, el devorador de sombras también apareció. Pero casi no pudieron
verlo, porque hubo que apagar las luces, salvo una lucecita en un
rincón, estratégicamente puesta para que iluminara sin hacer
sombras… porque si no, todos, menos el alicanto, hubieran
desaparecido no bien apareció el devorador. ¿Y por qué el alicanto
no corría riesgo? Pues porque esa ave maravillosamente hermosa, con
cuello de cisne y alas doradas, y ojos que lanzan fulgores
multicolores… cuando vuela, cuando se lanza a volar, no hace sombra…
y no puedes saber dónde está ni adónde parte…, pero ella sí te ve a
ti, desde allí arriba, muy arriba, porque tiene una vista de
águila.
De inmediato, Baker se prendó de ese pájaro y decidió que, para la
próxima navidad, le pediría a la mamá que le pidiera uno a Papá
Noël. Ah, padres, eso ocurre a veces, que los niños le piden a Papá
Noël cosas que a veces son imposibles. Pero no en este caso, porque
sabemos que la mamá ideó un alicanto especial para Baker, porque
dijo que debía vivir en libertad, en la cumbre de las montañas más
altas del planeta, pero que lo había filmado, especialmente para
Baker, y proyectó el más bonito e imposible de todos los
documentales de su larga e increíble carrera como cineasta. Pero eso
ocurrió mucho después, y lo cuento para que todos respiren
aliviados, porque las mamás como esta siempre encuentran una
solución, hasta para las cosas más imposibles.
-Cuidado – pensó Quintín, y esperó con los dedos cruzados
a que Canterville dijera su deseo, confiando en que la mamá o el
papá pudieran cumplirlo también.
Y tal como lo supuso, Canterville, muy orondo, dijo que él quería
que, para navidad, Papá Noël le dejara un “a bao qu”, con lo cual,
pensó Quintín, sí que ponía en aprietos a la mamá.
¿Pero estamos completamente seguros de que la puso en aprietos?
Apuesto a que no, y diré brevemente por qué. En primer lugar, porque
una mamá de mellizos recientes no es cualquier mamá, y tiene
recursos i-li-mi-ta-dos para resolver toda clase de situaciones. En
segundo lugar… voy a contar cómo lo resolvió para no dejar a los
lectores con la intriga, aunque claramente este relato forma parte
del futuro, de después de que todos volvieron a la cocinita inglesa.
La mamá sabía –el papá, no- que “a bao qu” es un ser imposible de
ser visto; no es que sea invisible, sino que las personas no pueden
verlo… y si pudieran, entonces no podrían describirlo. Así, el “a
bao qu”, que parece invisible sin serlo, puede estar en cualquier
parte. Y la mamá construyó una jaula hermosísima, pero hermosa de
verdad, como una que vi en el museo de Kalamata, hace muchísimo
tiempo, que más que una jaula era una casa hecha de un enrejado
blanco, con balcones del tamaño de una caja de fósforos y torres
como un dedal y hasta puertas y ventanas- y adentro puso un platito
con comida y otro con agua, e incluso una alfombra muy suave, porque
el “a bao qu” gusta de dormir plácidamente… Y le dijo a Canterville
que debía cuidarlo cada día, hablarle en voz muy baja y dulce,
porque el “a bao qu” podía verlo a él, y apreciaría los buenos
modales y los cuidados. Y así, durante buena parte de la infancia de
Canterville, el mellizo 1 cuidó del ser imposible al que nunca pudo
ver, pero que jura que un día acarició y era tibio y mullido y hasta
lo llamó por su nombre –Caaan-terviiiiiillll- susurró y eso fue
todo, y cuando creció… cuando creció, Canterville le regaló un “a
bao qu” a su hijo, pero esa sí que es otra historia, muy pero muy
otra y muy lejana en el tiempo.
No puede el narrador describir cada uno de los seres imposibles que
desfilaron esa noche ante los ojos de los asombradísimos mellizos
recientes, ni los aplausos y los gritos de Kaspar, los suspiros de
Viktoria, y las batidas de cola de Quintín. Del zeppelín-esfera
hablaremos dentro de algunos renglones.
Pero sí podemos mencionar al menos algunos, como el cacan, la
garudá, el hochigan (aunque sobre este la información es un poco
confusa), los lémures, la mantícora, el odradek (del que en realidad
no se sabe si es un ser imposible o una cosa inútil), la escila, los
morlocks, el espejón, el crocontas, las banshee, el aplanador, el
caballo-elefante alado, la mariposirena, la mandrágora, el unitauro,
el bahamut, el gato de Cheshire, el proto-Ctulhu, la tortupantera,
el rinorrino, el león-tablero-de-backgammon y muchos otros, que ya
no recuerdo. Y si me preguntan cómo son, pues les diría que lo mejor
que pueden hacer es intentar dibujarlos de acuerdo a cómo les suenan
los nombres. Eran muchos, muchos, y hacían una algarabía que parecía
una orquesta interpretando la rueda de la fortuna, de Carmina
Burana, así de impresionante era el espectáculo. Y entonces se
encendieron unas luces azuladas, el ruedo que habían formado los
seres imposibles comenzó a abrirse, y la lamia más hermosa que vi en
mi vida miró a los mellizos y temí lo peor (por si no lo recuerdan,
la lamia devora niños, pero esa historia es muy triste y no quiero
narrarla ni aquí ni ahora) y se hizo un gran silencio y después un
ooooooh y un aaaaaaah, y Kaspar y Viktoria manotearon las armas de
inmediato. Y es que la lamia se acercó al borde de la arena y
comenzó a llamar al zeppelín-esfera con una voz tan, pero tan dulce
y encantadora, que el zeppelín-esfera se elevó despacito por el
aire, sin proponérselo, y flotó hasta quedar a unos centímetros de
la lamia.
Y entonces un potentísimo reflector proyectó un arcoíris majestuoso,
y el coro de seres imposibles entonó el Himno de los Seres
Imposibles, y una voz muy fuerte dijo que estaban felices de haber
encontrado al ser más imposible de todos, el zeppelín-esfera.
Y el zeppelín-esfera se tornó, durante escasos segundos, en
completamente transparente, sólo para nosotros y para el coro de
seres imposibles, y vimos cómo en su interior había un inmenso
corazón que latía a más no poder, de la felicidad que sentía nuestro
amigo. Y Baker y Canterville se pusieron de pie a la vez y
aplaudieron a rabiar, hasta que las manos les dolieron, pero no por
eso dejaron de aplaudir, y Kaspar lanzó un silbido que retumbó en
todo el circo y Viktoria lloriqueó un poco de la emoción al ver al
zeppelín-esfera rodeado de otros como él. ¿Y Quintín? Ah, el San
Bernardo también se había puesto de pie, y, parado en las patas
traseras, también aplaudía con las patas afelpadas y peludas, y
ladraba tan fuerte, que casi no dejaba escuchar el Himno. Entonces,
la lamia le hizo una seña a todos y los invitó a la arena a cantar
con ellos, porque de algún modo, puedo afirmarlo con total certeza,
todos y cada uno de ellos eran seres imposibles. Y allí estaban. Y
si nadie me cree, tengo guardada la única fotografía que tomé
durante el largo viaje, porque pensé precisamente eso: nadie me
creerá cuando cuente lo que ocurrió aquella noche en el circo de los
seres imposibles.
-Pero nuestra mamá y nuestro papá sí nos creerán – me
dijeron Baker y Canterville, al unísono.
-Sí – les respondí – a ustedes sí les creerán, por
supuesto. Aunque, mis queridos mellizos, ustedes sí que son los
seres más imposibles de todos y los más adorables.
Baker dudó, y Canterville le dijo que seguramente la imposibilidad
se relacionaba con que podían leer los pensamientos, y respiré con
alivio.
Después, el coro se fue haciendo cada vez más silencioso, y cuando
la canción terminó, en la arena no quedaba nadie. Sólo una pluma del
alicanto, que se había desprendido, y el rastro leve del a bao qu,
que nadie vio, pero que estaba allí. ¿Nadie? Creo que el
zeppelín-esfera sí lo vio… pero guardará ese secreto para siempre.
Estación 15: los zancos de cedro
La locomotora no hizo sonar la bocina esta vez, para respetar el
silencio del lugar, y parpadeó un ojo y después el otro –sí, ¿acaso
no aclaré que la locomotora tenía ojos? Un par de hermosos ojos
almendrados, un poco tristones, como los de un cachorro cuando sabe
que lo van a llevar a que lo bañen. Y nuevamente abrió la puerta y
apareció la escalerita y todos subieron. En la frente, la locomotora
había encendido un cartel en que se leía: Próxima Estación: Zancos.
-¡Iuppi! – exclamó Canterville, que había olvidado por
completo el orden del sorteo.
- ¡Opiti! – respondió Baker, que quería tener la estatura
de Kaspar y eso sólo lo lograría con un buen par de zancos de madera
de cedro.
-¿Cedro? – murmuró Quintín, -¿por qué de cedro?
- Pues – respondió el zeppelín-esfera- porque sospecho que
quien narra esta historia ha estado en el País de los Cedros, y
sigue con la impresión que le dejaron esos magníficos árboles. La
mejor madera del mundo.
-Ah – dijeron todos a la vez – es comprensible entonces.
Se había hecho de día; un hermoso día de primavera, con esa brisa
alegre que revuelve los cabellos y que trae olor a flores y valles.
Supongo que en alguna parte había un arroyo y hasta quizá una trucha
confundida; supongo también que un zorro resbalaba en el agua del
deshielo, y los cuervos aleteaban en los pinos, que jamás pierden
las agujas. Supongo también, que de alguna chimenea todavía salía un
poco de humo, porque por las noches se ponía frío.
Supongo que en alguna parte, Caperucita se hizo amiga del lobo, que
estaba harto de simular ser una abuela; Pulgarcito no dejó miguitas,
sino verdaderas piedras, y Hansel y Gretel descubrieron que la bruja
en realidad era un hada con un sentido del humor bastante
particular; el flautista de Hamelín dejó a los niños en libertad, y
Baker y Canterville dijeron que no les interesaba nada de eso, ni si
Pinocho tenía una nariz larga o no, ni si Cenicienta usó un zapatito
de cristal, ni si la bailarina de los zapatos rojos dejó de bailar
alguna vez o si Blancanieves… No, tenían hambre, verdadera hambre,
hambre de gigante, como el del cuento.
-¿Cuál cuento? – se interesó Kaspar.
- Barbarroja.
-No, La bella y la bestia.
-No. El de Quasimodo.
-No. El de las habichuelas mágicas.
-¿Qué es una habichuela?
Por suerte, Viktoria los calmó a todos, porque sirvió un desayuno
digno de un gigante, que no sé dónde preparó, pero supongo que la
locomotora le indicó dónde estaba la cocina, porque hasta pan recién
horneado les ofreció, y una deliciosa mermelada de…
-Frambuesa.
- No, durazno.
- No, higo.
-No, zapallo.
-No, naranja.
Por fin, se pusieron de acuerdo en que no era mermelada, sino miel.
Y no discutieron qué tipo de miel era, porque tenían tanta hambre,
que durante una hora sólo comieron, sin decir una sola palabra (lo
que no quiere decir que no pensaran un sinfín de asuntos, que no voy
a detallar aquí).
Y mientras terminaban el desayuno pantagruélico, la locomotora
anunció con su vocecita un poco tímida que estaban a punto de entrar
en la Estación Zancos.
Todos miraron por las ventanillas… ¡La estación estaba montada en
zancos! Y un gato pasó, en zancos, corriendo a un ratón, en zancos.
Hasta las palomas tenían zancos delgaditos atados a las patas, para
cuando se posaban a picotear las migas que había en el parque.
- No había que exagerar tanto con lo de los zancos. Es
evidente que acá se usan zancos. Pero qué necesidad ponerle zancos a
un gato. No me convence – murmuró Canterville, que desconfiaba de lo
obvio.
Descendieron y caminaron hasta la estación, y como no tenían zancos,
a Baker y a Canterville les costó un poco alcanzar la entrada, pero
Kaspar los ayudó. Luego entraron. Sí, ya sé… pero qué le voy a
hacer: allí no había nadie. Pero contra un muro muy blanco, había
cinco pares de zancos… incluso un par para el zeppelín-esfera.
Veamos.
Los zancos destinados al zeppelín-esfera hay que imaginarlos como si
se tratara de un colador (como para colar spaghettis), del tamaño de
la esfera, y donde estarían las asas… pues de ahí salían los dos
zancos. El zeppelín-esfera calzaba perfectamente en esa especie de
colador, lo que me permite suponer que, o bien en ese lugar había
otros zeppelines-esfera o similares, o que alguien sabía que éste
vendría de visita y averiguó las medidas exactas. Los mellizos lo
ayudaron a enderezarse, porque en esa especie de andador… no le
resultaba tan sencillo, y tenía la tendencia innata de elevarse por
encima del suelo.
-No, no – insistía Baker; - debes apoyar los zancos en la
calle, si no, no tiene gracia el asunto.
Le costó varias pruebas, pero al final lo logró y por primera vez
sintió lo que significaba tener piernas –o extremidades, para ser
más precisos.
Baker y Canterville se calzaron los suyos, que no eran tan grandes
como Baker había deseado, de modo que no dejaba de ser un mellizo
reciente montado en un par de zancos, pero así y todo, al pararse
junto a Kaspar, descubrió que le llegaba a la cintura y sonrió…
hasta que el vikingo se puso los suyos… y parecía la Torre de Pisa,
inclinación incluida, porque los vikingos y los zancos no se llevan
del todo bien.
Canterville no pretendió medirse con ninguno, y se dedicó a
investigar todo lo que podía hacerse con los zancos. Y descubrió
que: a) no era imposible dar vueltas de carnero del derecho (de
espaldas fue un poco más complicado y le dio un empellón al
zeppelín-esfera que tuvo la mala ocurrencia de estar muy cerca de
él); b) se podía ir para adelante o para atrás, con un poco de tino,
y eso no estaba nada mal (pero se llevó por delante a Quintín, que
no las tenía todas consigo montado en cuatro zancos especialmente
diseñados para un San Bernardo); c) también se podía saltar y
correr… d) ¿y qué tal andar en patines montado en zancos?
Viktoria puso el grito en el cielo: de ningún modo. Patines y zancos
a la vez estaba absolutamente descartado. Además, aquí no había
patines, ¿o sí?
Pues, sí, había.
No me pregunten cómo, en la Estación Zancos también había patines.
¿Y quién quiso hacer el intento?
Canterville, el hombre de acción.
Baker, suspirando, lo ayudó a calzar los patines en los extremos de
los zancos, e incluso le dio el primer empujoncito para que rodara.
¡Ah, la felicidad de Canterville! Claro que esto no estaba previsto,
pero un hombre de acción debe enfrentarse, invariablemente, a
imprevistos. Y Canterville descubrió también, que si montaba los
patines en los rieles de la estación, se convertía en una especie de
locomotora en miniatura, y así lo hizo, mientras gritaba “tu-tú-tú”
y la locomotora se hacía cruces, alarmadísima y Viktoria lo corría
en los zancos, donde de paso había calzado el hacha en uno, y la
espada en el otro.
Kaspar llegó a la conclusión de que combatir en zancos era un
disparate total, y entendió que por eso los vikingos no los habían
inventado. Aunque mirándolos con objetividad, se dijo que podrían
funcionar como remos… y eso no estaba mal. Porque el cedro era
durísimo y resistiría los embates del mar más salado de todos. Pero
pronto olvidó ese pensamiento y se dedicó a dar grandes zancadas (¡y
ahora se comprende de dónde viene el término!) de un lado para el
otro, lanzando gritos espantosos y vociferando que era el primer
vikingo en zancos de la historia.
Y mientras cada uno iba acostumbrándose a sus zancos, y bailoteaba y
reía y si se caía volvía a ponerse de pie, con ayuda o sin ella,
aparecieron…
¡Ah, por fin aparece alguien en estos lugares tan remotos y tan
desiertos!
Pues aparecieron Héctor y Alejandro. Creo que se llaman así, y en
realidad, ellos habían construido los zancos para los mellizos
recientes, pero cuando se enteraron de que no venían solos, tuvieron
que trabajar día y noche, durante una semana, para hacer zancos para
el resto: Quintín, Viktoria, Kaspar y el zeppelín-estrella.
Porque estos dos, que vinieron a saludar y a saber si todo iba bien,
nada más, esa es su única aparición en esta historia, pero queda
consignada, iban de un pueblo al otro y montaban un espectáculo
callejero que era una delicia.
Y como todos se imaginan, Baker y Canterville quisieron verlo. De
modo que ocurrió lo siguiente: Héctor y Alejandro se escondieron
detrás de un árbol, donde se pusieron el vestuario y se maquillaron,
y se calzaron las pelucas, y Héctor una sombrillita de lo más
amorosa, con lunares amarillos y rojos, y Alejandro una suerte de
galera roja. Y la historia era la siguiente: La mujer caracterizada
por Héctor paseaba por una avenida de París, un sábado de tarde
primaveral, y perdía un pañuelito sin darse cuenta. Alejandro, que
también caminaba por ahí, y creo que esto ocurría en la ribera del
Sena, recogía el pañuelito, se apuraba y se lo entregaba. Y cuando
lo hacía: Cupido entraba en escena y al rato se iban los dos del
brazo, felices.
(He resumido la historia, pero confío en que, por ejemplo, el señor
ilustrador de esta novela amplíe el contenido, porque es un relato
muy bonito)
Y Baker y Canterville, al ver esa representación, se olvidaron de
que eran actores montados en zancos, y durante unos instantes
creyeron que la mujer, que se llamaba Señorita Sombrilla, y el
hombre, que se llamaba Señor Galera, eran reales. Y fueron a
conversar con ellos. Sí, los mellizos recientes, trepados a los
zancos, haciendo equilibrio y sin caerse ni una sola vez, se
acercaron, se presentaron, les tendieron la mano y pidieron para
unirse a la compañía teatral “Zancudos”.
Héctor y Alejandro estuvieron tentados… bastante tentados de aceptar
la oferta, porque realmente mellizos recientes en zancos era algo
más que original, era único en la historia. Pero pensaron que
seguramente ni la mamá ni el papá estarían del todo felices con
esto, porque una compañía teatral viaja por todo el mundo, duerme en
pensiones a veces un poco tristonas, y no siempre se come cuatro
veces al día, como deben hacer los mellizos recientes.
Pero – dijeron al unísono- les dejarían una tarjeta, y cuando los
mellizos recientes crecieran un poco, entonces sí, podrían unirse a
la compañía teatral.
Viktoria seguía de lejos la conversación, un poco nerviosa; y
Quintín, que no había avanzado más que algunos metros, porque
mantener cuatro zancos perfectamente verticales era dificilísimo,
estaba más que preocupado. Viktoria decidió intervenir, y también a
grandes zancadas se acercó a los dos actores y a los mellizos
recientes, que habían guardado las dos tarjetas de la compañía
teatral en los bolsillos.
-Estos niños volverán a la cocinita inglesa, SIN zancos-
espetó, con las mejillas enrojecidas del esfuerzo y del enojo.
-Por supuesto, por supuesto – respondieron los actores,
porque vieron la punta de la espada asomándose por debajo de la
falda de la vikinga.
-Bien. Me gusta que las cosas queden claras.
- Y a nosotros nos gusta ver que sabe usar muy bien los
zancos. ¿La señora quizá quisiera… unirse a nuestra compañía?
Kaspar, que había estado prestando atención, a la distancia, pero un
vikingo como él escuchaba todo, TODO, se acercó rápidamente. ¿Y si
Viktoria decidía unirse a la compañía? Él tendría que ir con ella, y
la verdad, es que no era buen actor. Ni siquiera lo consideraría. Se
acercó a Viktoria y le dio un pellizconcito en el hombro, para
hacerla entrar en razón, porque ella dudaba. La vida teatral, las
tablas, actuar, maquillarse cada noche… Pasar hambre, frío, que no
te aplaudan, que el público te tire tomates… Que te feliciten, que
te hagan notas en la prensa, que te reconozcan por la calle…
Baker y Canterville habían atendido esta esgrima mental,
entretenidos. ¿Quién ganaría? Pero no, Viktoria no podía unirse a la
compañía teatral por una simple razón: tenía que volver a la
cocinita inglesa con ellos. ¿Acaso lo había olvidado?
Y Viktoria entonces se disculpó con Héctor y con Alejandro. Dijo que
tenía algo importante que hacer y que quizá en otra oportunidad… Así
que también recibió una tarjetita con las señas de la compañía
teatral. Y ya que estaban le dieron otra a Kaspar, por si acaso
cambiaba de opinión. Un verdadero vikingo haciendo de Hamlet
en zancos garantizaría el éxito de la función (eso pensaron Héctor y
Alejandro, pero Kaspar dijo que Hamlet era un príncipe un poco
dubitativo y que se negaba a caracterizarlo, con lo cual se zanjó la
cuestión).
Quintín nunca logró acercarse a ellos, pese a que el zeppelín-esfera
hizo todo lo posible por ayudarlo, incluso se elevó un par de
centímetros para sostenerlo, pero no hubo caso. Con eso concluimos
que un San Bernardo es capaz de todo, menos de andar en zancos. Por
suerte, nadie espera que lo haga.
Los actores entonces se despidieron, y les dijeron que podían
quedarse con los zancos de recuerdo, quizá en alguna otra parte
querrían usarlos. Y la madera de cedro, como se sabe, es la mejor
madera del mundo (sí, y la responsable de que durante siglos, hace
muchísimo tiempo, Egipto comerciara con el antiguo reino sirio, que
luego devino Líbano… el país del cedro, uno de los países más
valientes y sufridos y buenos de toda la Tierra).
Y así como aparecieron en esta historia, volvieron a desaparecer.
Y en ese momento, todos se dieron cuenta de que andar en zancos era
muy divertido, pero también muy cansador. Y entonces apareció la
locomotora… ¡en zancos! Hay que imaginarse a una especie de ciempiés
con palitos que calzan en los rieles. Eso era. Hizo sonar la bocina
con enorme alegría, y a desgano se quitó los zancos, cuando vio que
los demás ya no los usaban.
Sin lugar a dudas, era La locomotora alegre, historia que se
perdió hace años, pero que el narrador guarda fielmente en la
memoria. Y que le contará a los mellizos recientes en otra
oportunidad.
Andar en zancos cansa, vaya que cansa. Por eso no es de extrañar que
no bien se acomodaron en el vagón, suspiraron y quedaron
profundamente dormidos, y recién despertaron cuando la locomotora
llegó a la siguiente estación.
Estación 16: el mar
Sobre lo que ocurrió cuando llegaron al mar, se puede decir mucho o
nada.
Viktoria había soñado toda la vida con ver el mar, y ahora lo tenía
frente a los ojos. Era una cosa enorme, azul-verdosa, que de a ratos
se volvía oscura y de a ratos se volvía alegre; y a veces se
mezclaba con el cielo, y se confundía con el horizonte, y las olas
hacían ese runrún que no se termina nunca, y que tanto tranquiliza a
algunas personas, a la vez que atemoriza o inquieta a otras.
Y Viktoria se dijo entonces que una vez que se ha visto el mar, no
se lo olvida.
Y eso no pasa ni con las praderas, ni con las montañas ni con los
bosques ni con los desiertos ni con nada. Es así, porque el
narrador, al igual que Viktoria, está enamorado del mar, y se ha
propuesto conocer todos los mares de la Tierra, aunque no sé si lo
logrará.
Y Viktoria entendió que se puede morir “de mar”, y porqué su raza lo
había amado tanto.
El mar y Viktoria, ese día, se hicieron uno solo.
Y Kaspar, Quintín, el zeppelín-esfera, Baker y Canterville, la
dejaron sola caminando por la costa, hablando bajito para sí misma,
y ellos esperaron en el murallón, mientras el viento la llamaba
“Viktoria, Viktoria” y durante un instante, Kaspar temió que
Viktoria se metiera en el mar y se dejara tragar por él. Porque si
lo hacía, él no haría nada por impedirlo, pero deseó de todo corazón
que no lo hiciera. Tanto amaba a Viktoria, que dejaría que hiciera
lo que el corazón le indicara, aunque eso lo hiciera estallar del
dolor. Eso es el amor.
Y Viktoria dudó. Era tan tentador ese mar.
Caminó y caminó por la costa interminable, entre piedras y
caracolas, con la espuma del mar entre los pies, salada, fría,
nueva. Caminó y caminó sin dejar de hablar consigo misma, y no sé
qué se dijo ni qué se contestó. ¿Cuánto caminó? Mucho, mucho. Y el
viento salado le arremolinó el pelo y le deshizo el moño, y le
ajustó la cintura y la devolvió a una niña, de antes de que
conociera a Kaspar y afilara la espada y el hacha. Y recordó
canciones marineras, y fuegos de San Telmo, y auroras boreales y
luna llenas en la mitad de un mar embravecido. Y lomos de ballenas y
de delfines, y aletas de tiburón y canto de sirenas. ¡Ay, los cantos
de las sirenas, que pueden hacerte perder la razón y querer
seguirlas! ¡Ay, el mar, el mar!
Y se le llenaron los ojos y el alma y el corazón de mar, y después
decidió volver, porque el mar le dijo que siempre estaría allí para
ella, siempre. Y ella creyó, y después, una vez al año, iba a ver el
mar y sonreía sola y suspiraba, feliz. Viktoria se había enamorado
del mar, tal como se había enamorado de Kaspar.
Y cuando los miró, el color de los ojos había cambiado: tenía el
color del mar, el ansia del horizonte inalcanzable, la bravura de
las olas imbatibles y la calma del agua antes de la tormenta. El mar
se había metido en Viktoria y ella era el mar.
Y sin decir una sola palabra, caminó hasta la locomotora, que no
hizo sonar la bocina, y se subió al vagón.
Mucho rato después, subieron los demás. Nadie habló en las
siguientes horas, y nadie pensó. Todos respetaron el sentimiento de
Viktoria, que duró hasta el último día de su vida. Y pidió que
cuando muriera, alguien pusiera en su lápida: Y por fin vi el mar. Y
las cenizas de Viktoria, si miras bien, a veces las puedes ver
flotar en las olas encrespadas, o cuando las noctilucas iluminan los
perfiles y te llaman: ven-ven-ven. Y cuando eso ocurre, es que
Viktoria te está sonriendo.
Estación 17: buscando al Dr. Bond y al señor Tallarín (perdón, al
señor Mark Todd)
La locomotora entendió que el viaje estaba llegando a su fin, y
sintió un poco de ansiedad. De todos modos y sin que nadie se lo
hubiera dicho, sabía que antes de enfilar para la cocinita inglesa,
debían hacer un alto en el pub de la palmera. Y, pensándolo lo bien,
no le vendría nada mal a ninguno de ellos engullir algo de la comida
del señor Todd.
De modo que puso el motor a todo dar rumbo al pub.
Allí estaba la palmera, y la misma luna llena seguía colgando justo
encima de ella. ¿Es que acaso el tiempo no había pasado, o ya había
transcurrido un mes desde que se habían ido? No podemos saberlo. Y
tampoco interesa demasiado.
Los mellizos recientes fueron los primeros en despertar, y Baker
volvió a encantarse al ver la palmera. Qué resistente que era, qué
valiente había sido durante la guerra, y qué suerte que el señor
Todd la había rescatado. ¿La había rescatado? Creo que eso es una
exageración, porque hay que saber que el señor Todd se ocupaba poco
y nada de la pobre palmera que, dicho sea de paso, tampoco necesita
que se ocupen demasiado de ella.
Se acercaron a la entrada de emergencia, y Quintín sacó el papelito
con la contraseña del collar y se acercó a la puerta. Pero nada
ocurrió.
-Maldición – dijo y después se disculpó, porque Viktoria
lo miró con ojos asesinos.
-Intenta de nuevo- sugirió Baker.
Pero no hubo caso. Kaspar pensó que Quintín se equivocaba al leer
las instrucciones, y tomó su lugar. Nada. Del otro lado nada.
-Quizá la contraseña esté bien, y resulta que el señor
Todd se ha quedado dormido – dijo Canterville.
- Puede ser – suspiró el zeppelín-esfera. Y agregó: -Puedo
intentar entrar por la chimenea… y despertarlo.
-Sí, sí, sí, - Baker se encantó con la idea de ver entrar
al zeppelín-esfera por la chimenea y darle un susto de muerte al
señor Todd.
-Bien, lo haré.
Y rápidamente se elevó por los aires, llegó al techo a dos aguas y
descubrió una chimenea, que estaba bastante sucia. Claramente, el
señor Todd necesitaba contratar un deshollinador con urgencia. Esto
era un desastre. El zeppelín-esfera contuvo el aliento, se hizo
delgadito, cerró los ojos para no impresionarse demasiado, y cual
Papá Noël, se deslizó por la chimenea. Cuando rebotó en el suelo,
entre la ceniza y algunas sobras de comida que mejor no saber qué
eran, tiznado y con los pelitos parados, vio que, efectivamente, el
señor Todd y el Dr. Bond dormían plácidamente. Daba un poco de pena
despertarlos.
-Oigan, súbditos del Imperio Británico – dijo, pero nada
ocurrió.
-Ingleses, al ataque – insistió, pero nada.
Entonces hizo lo que debió haber hecho desde un principio: se acercó
a uno y lo pellizcó fuertemente en un brazo, y luego al otro y
repitió la acción. De inmediato los dos hombres se despertaron,
molestos. Pero no bien vieron al zeppelín-esfera, se alegraron.
El señor Todd se levantó del asiento como si tuviera un resorte y
dijo que estaba casi listo. El Dr. Bond dijo que estaba listo. Y el
zeppelín-esfera explicó que no habían podido hacer abrir la puerta.
-Es que nos quedamos dormidos- murmuró el Dr. Bond.
-Sí, fue lo que pensamos. En fin, pensaba que los
británicos eran un poco más atentos.
El señor Todd estuvo a punto de responder, pero una ceja alzada del
Dr. Bond fue suficiente como para que no dijera nada. El Dr. Bond
tenía su bastón y un maletín de médico junto a él, y empezó a dar
golpecitos con el pie, un poco ansioso por salir de una vez. El
señor Todd dijo que iría a buscar a Pontiki, porque no iba a dejar
el perro a solas con las ratas, y el Dr. Bond se sorprendió, pero no
dijo nada.
Al ratito, el señor Todd volvió con un rarísimo sombrero de cazador,
un chaleco, un pañuelo multicolor, el perro con su correa y un par
de botas de campo.
-¿Pero a dónde cree que vamos? – se rió el
zeppelín-esfera.
-No tengo la menor idea, pero siempre hay que estar
preparado. Es la mejor forma de que nada nos tome por sorpresa. Los
ingleses somos así. Y así construimos el Imperio- espetó.
-Entonces podría llevar ese cañoncito que tiene por ahí y
un poco de pólvora- bromeó el zeppelín-esfera.
-No es mala idea, gracias- respondió el señor Todd y no sé
cómo se las ingenió para meter el cañón y la pólvora en la mochila
que cargaba.
Después dijo que se había olvidado de algo en el otro cuarto, y
regresó con tres libros para resolver palabras cruzadas. Se alzó de
hombros, un poco sonrojado.
-Ha de ser un deporte británico – se dijo el
zeppelín-esfera.
Y después pensó: estos británicos están locos, pero recordó que los
que estaban locos eran los romanos, pero como los romanos habían
conquistado Bretannia, hacía siglos, entonces seguramente les
contagiaron la locura y eso explicaba todo. Así que no había gran
diferencia entre británicos y romanos. Ah, ese era un razonamiento
propio de Baker… ¿se estaría contagiando?
Total, que abrieron la entrada de emergencia, salieron y después el
señor Todd la cerró. El Dr. Bond con su maleta de cuero oscuro, la
galera y el bastón, y el señor Todd con la mochila y el perro y el
ridículo sombrerito de cazador de los bosques.
Baker se acercó corriendo.
-Lo vi, lo vi- gritó, feliz.
-Me alegra – respondió el señor Todd, también feliz.
-¿Qué has visto? – quiso saber Canterville.
-¡El cartel!
-¿Qué cartel?
-Le cambió el nombre al pub. Ahora se llama La única
palmera que resistió la guerra.
Kaspar miró a los dos ingleses. Alguna vez habían peleado juntos, y
respetaba su fiereza, pero también su lealtad.
Y yo sé que el que convenció al señor Todd de cambiar el nombre, a
sugerencia de Baker, fue el Dr. Bond, pero como es su amigo, jamás
lo dirá, y dejará que, para la historia, quede como que fue él, el
señor Todd, el que tomó la decisión por propia voluntad.
El señor Todd gruñó un poco, pero al mirar el cartel, no pudo menos
que reconocer que este nombre era mejor que el otro. Y que el
mellizo 2 había tenido razón. Quizá hasta fuera un poco inglés, en
el fondo.
-Y díganme, proyecto de humanos… - dijo mirando a los
mellizos recientes- el papá y la mamá de ustedes… ¿saben que ustedes
vuelven con otras seis personas?
Baker y Canterville, por primera vez en esta historia, se quedaron
sin palabras, y con el corazón casi sin latir. ¡El señor Tallarín –
perdón, el señor Todd- tenía razón! ¿Pero cómo avisarles?
-Queremos darles una sorpresa, a nuestros padres les
encantan las sorpresas – dijo Canterville, muy seguro de sí.
- Sí, les encantan. Es más, estarán encantados de vernos
llegar con tantos amigos como ustedes. Les parecerá fantástico.
-¿Y habrá lugar para todos nosotros? ¿Es que acaso viven
en un castillo? – insistió el señor Todd.
El Dr. Bond le dio un codazo. Ya verían cómo se las arreglaban,
pensó, y el señor Todd entendió (quizá en aquella larga noche de
discusión ambos también habían aprendido a leer los pensamientos).
-¿Y qué pasa con ese gato desgraciado de tu mamá? Porque
Pontiki…
-Pontiki caza ratones, dijo usted, o gatos. De modo que no
veo que vaya a haber ningún problema – aclaró Baker. Deseaba de todo
corazón que su mamá y su papá conocieran a sus amigos.
- Bien, me has convencido – mintió piadosamente el señor
Todd, y todos se lo agradecieron porque todos se dieron cuenta de
que pensaba exactamente lo contrario. Pero era un hombre de
recursos, vaya si lo sabré, de modo que no iba a haber ningún
problema. Era de pocas palabras, de gran corazón.
-Entonces, vámonos de una vez – gritó Canterville, quien
de pronto sentía unas ganas enormes de volver a ver a su mamá y a su
papá, y dejar de ser un mellizo reciente, protagonista de un relato.
Quería ser hijo, de una vez por todas (y es comprensible).
-Locomotora nos espera – dijo el zeppelín-esfera, quien
también tenía ganas de llegar a alguna parte. No lo había dicho,
pero tanto viaje en tren lo había mareado y confundido un poco.
Quintín olisqueó a Pontiki, quien gruñó un poco, para hacerse
respetar, pero el San Bernardo le cayó bien de inmediato y Quintín
se despachó en perruno por una vez, y lo disfrutó. A veces, hablar y
pensar en humano tiene sus complicaciones, le explicó a Pontiki, que
estuvo de acuerdo. Lo que le costaba a veces entender al señor Todd,
le comentó en confianza… un verdadero intríngulis… pero quizá porque
era inglés, a veces sospechaba eso.
- Si lo sabré. No sabes lo difícil que es comunicarse con
el señor Todd. El hombre más complicado que he conocido en mi vida.
- Porque no conoces a Kaspar, o a los mellizos recientes.
Ya verás – respondió Quintín. - ¿Te conté del barrilito de utilería?
-No- dijo Pontiki interesada (porque era una hembra
cachorra)- ¿qué es eso?
-Te lo contaré durante el viaje.
-Y yo te contaré por qué me pusieron este nombre… ¿sabías
que los británicos están un poco locos?
-Sí, porque los romanos los conquistaron, hace muchísimos
siglos.
- Ah, es por eso. De haberlo sabido antes, las cosas
habrían sido más sencillas.
- Y dime – quiso saber Quintín de pronto- ¿puedes leer los
pensamientos?
-Por supuesto – respondió Pontiki- y el señor Todd y el Dr.
Bond, también.
-Ah, menos mal. Entonces las cosas serán más sencillas.
-¿Y crees que los padres de los mellizos recientes
conocerán ese arte?
-Imagino que sí. Y si no, se lo enseñaremos.
Y los dos perros subieron a la locomotora y se sentaron juntos y
charlaron durante todo el viaje, contándose historias de perros (y
de gatos y de ratones) y rieron mucho.
El Dr. Bond se sentó junto al señor Todd, que de inmediato sacó un
crucigrama y comenzó a resolverlo.
- Una palabra con ocho letras que empieza con F y termina
con R.
- Filosofar – dijo Baker.
Entonces, el señor Todd decidió que haría el crucigrama en silencio.
Kaspar y Viktoria se tomaron de la mano. Estaban un poco nerviosos,
porque no sabían cómo serían recibidos en la cocinita inglesa, ni
cómo serían los padres de los mellizos recientes, si sentirían
simpatía por los vikingos o pensarían que estaban tan locos como los
romanos que habían enloquecido a los británicos, que a través del
rock and roll habían terminado por enloquecer a generaciones enteras
en todo el mundo.
- No hay que preocuparse. Nuestra madre y nuestro padre:
son geniales. ¡Ya lo verán!
Y así, la locomotora entró en la Estación Reina Victoria, donde por
supuesto no había nadie, salvo un taxi esperándolos, que los condujo
a…
Estación 18: la cocinita inglesa
Como en el cuento de la Cenicienta, la mamá con gato-gatito
en la falda, y el papá con el jarro de té en la mano, se habían
quedado dormidos mientras esperaban a los mellizos recientes. La
mamá soñaba con ellos, y el papá también y cuando se despertaban se
contaban el sueño y luego volvían a dormirse, y así hasta el momento
en que Baker abrió la puerta y los vio dormidos con una sonrisa en
los labios. Les hizo una seña a todos de que no hicieran ruido, y
todos entraron en puntas de pie a la cocinita inglesa. Era diminuta,
pero no sé cómo, todos encontraron un lugar donde pararse sin
empujar al otro, y esperaron. Canterville se acercó a la mamá y
Baker al papá. ¿Cómo despertarlos sin que se asustaran?
-Ya sé – dijo mentalmente Canterville.
-¿Cómo?
- Con la canción de cuna del festival de rock.
-Pero una canción de cuna es para que la gente se duerma –
respondió Baker.
-Sí, pero en este caso se despertarán. Hagamos la prueba.
El zeppelín-esfera entendió que había llegado el momento de dirigir
ese coro nuevamente, y aunque no estaban todos los músicos… confió.
Sacó una batuta (se había llevado aquella y la había escondido en su
pancita), saludó a todos y alzó los bracitos.
¡Qué coro maravilloso! De modo que cuando la mamá y el papá se
despertaron, se encontraron ante Kaspar, Viktoria, Quintín, Pontiki,
el señor Tallarín- perdón, el señor Todd-, el Dr. Bond y los
mellizos, que cantaban una bellísima, pero bellísima canción.
Abrieron los ojos y sonrieron.
-Baker, Canterville – dijeron los dos al mismo tiempo.
¿Y cómo saben nuestros nombres?- se preguntaron los mellizos
recientes.
- Bueno, ¿acaso no es así como se llaman?
- Sí – respondieron.
Y esos son los amigos del viaje. Quintín y Pontiki, Kaspar
y Viktoria, el señor Tallarín – perdón, el señor Todd (la madre se
sonrojó un poco y se hizo más bella aun de lo que era) y el Dr.
Bond, y dirigiendo todo esto, el zeppelín-esfera.
Los mellizos recientes se quedaron sin habla. Pero sí que era fácil
esto. No había que explicar nada.
-Y ahora deberían contarnos todo, todo, todo, desde el
principio.
La madre dudó y el padre dijo:
- ¿Y dónde se quedó la locomotora?
Quintín se adelantó, metió la mano en el bolsillo y sacó una
locomotora roja y la puso sobre la mesa.
- Aquí.
- Ah, bien. Ella también se merece estar aquí – dijo el
padre, más tranquilo.
-Y ahora… ¿qué tal algo caliente para beber?
-Mientras no sea sopa… - dijo Baker. Y Canterville estuvo
de acuerdo.
-¡Pero nada de cerveza! –dijo la mamá.
-Déjeme explicarle, señora mamá – intervino Viktoria.
-No se preocupe, son cosas que pasan. Y además, es una
historia, nada más.
Entones Kaspar aclaró:
-De ningún modo pensará que sus hijos bebieron cerveza
aquella noche. El señor Todd preparó la cocoa más deliciosa de la
historia, y se durmieron felices.
-Ah – suspiró la mamá aliviada, y le agradeció la
aclaración. Un problema menos.
Bueno, mejor así, pensaron todos; que la mamá conociera toda la
historia. Y le agradecieron a Kaspar la aclaración. Viktoria estaba
orgullosa de él.
Después, sirvió cocoa y té (al señor Todd, perdón, al señor
Tallarín), agua con gas a Viktoria, y sí, cerveza negra a Kaspar. Y
el papá acompañó al vikingo, porque ya se sabe que no se puede dejar
a un vikingo beber solo, porque es de mal amigo. Y el papá y Kaspar,
no bien se vieron, supieron que serían amigos para siempre.
Después, la mamá dijo que había puesto sacos de dormir en el living
y un saquito para el zeppelín-esfera, y dos alfombritas para Quintín
y Pontiki. Pero que antes de que se fueran a descansar, querían
escuchar la historia completa, del principio al final, de todo lo
que había ocurrido en ese viaje.
Y tenían todo el tiempo del mundo, claro está. Y la cocinita inglesa
era tan acogedora.
Y como yo estaba escuchando también, anoté todo y la escribí. Y si
alguien la quiere volver a oír, pues que vaya al principio del libro
y empiece otra vez. Y si quiere agregar algo, porque me lo olvidé,
pues que lo haga. Así es como las historias crecen y siguen vivas.
Y ahora, las buenas noches a todos. Porque mientras ellos conversan
animadamente, yo necesito descansar un poco.
|