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LAS AVENTURAS DE BAKER Y CANTERVILLE
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Ana Solari
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esta historia está dedicada a:

Matías y Carolina, los padres de los mellizos

Baker y Canterville, los mellizos

mi hermano, hacedor de zancos

Mark Todd, el señor Tallarín

Pontiki, el perro cazador de ratas, fantasmas y libélulas

(cuando las encuentra)

y a todos los libros que leí en la infancia y me hicieron muy feliz

 

Kalamata, febrero 2015

Estación 1: partida

Con dos maletas minúsculas, los mellizos esperan. Apenas ha amanecido, de la iglesia cercana a la estación, se escuchan las campanadas, tan tristes siempre, y un perro que ladra a la nada. No le ladra a los mellizos, sólo quiere que sepan que no están solos allí, en la estación. Porque ellos saben –no sé cómo lo saben- que cuando aparezca el tren lo reconocerán, porque es rojo. Una gran, grandísima locomotora roja, con una chimenea oscura de tanto humo que lanza en su trayecto imparable. La locomotora los reconocerá, a los mellizos con las dos maletas idénticas y los sombreritos de colores que les tejió la madre, hace un tiempo. El perro ladra, las campanas suenan a metal y aire, y a lo lejos se escuchan el traqueteo, las ruedas un poco ásperas en los rieles, cinchando por llegar, una bandera que se agita con la brisa y que es un arcoíris,  con una gran M bordada en dorado. Es la señal.

          -Ese es nuestro tren- dice mellizo 1.

          -¿Estás seguro? – responde mellizo 2, que siempre duda (o que tiene una peculiar inclinación hacia la duda, quizá, precisamente, porque le tocó ser mellizo 2).

 

(Hay que aclarar una cosa: cuando estaban en la barriga, mellizo 1 se movía mucho; mellizo 2 parecía estar muy tranquilo allí en el saquito que le había tocado, que era tibio y confortable, y donde podía pensar y pensar, con el pulgar diminuto en la boca chiquita, mientras soñaba con la mamá, de la que estaba seguro de que era pequeñita como él, un poco rubia, un poco distraída, un poco afilada a veces, y que quería tanto al papá, al que había esperado tantos años… ¿cuántos? En términos mellicísticos, seis años es como una eternidad. Sí, la mamá y el papá se habían estado esperando seis años. ¿No es acaso una historia prometedora?, se preguntaba mellizo 2, encantado con sus papás.)

         -Por supuesto que estoy seguro. Esa bandera es para nosotros. Vamos, hay que subirse –insistió mellizo 1.

 

Mellizo 2 sabía que era mejor hacerle caso a mellizo 1. Mellizo 1 claramente era alguien de acción. Tomaba decisiones, estaba en primera línea, no tenía miedo. Mellizo 2 pensaba un poco antes de hacer las cosas. Por ejemplo, se había tomado su tiempo antes de nacer. Había sido así:

 Mellizo 1 se había aburrido de estar encerrado en la barriga, que ya le quedaba chica. Y le dijo:

         - Es hora de salir de aquí.

Y empezó a dar pataditas, hasta que rompió algo que se llama “la  bolsa” y que pone en alerta roja a todos – creo que hasta los Bomberos se enteran-, como cuando suena una alarma en alguna parte. ¿Sería que ellos estaban en una bolsa y no lo sabían? (alguien debería hacer el mapa de lo que ocurre adentro de una barriga, porque tiene una geografía peculiar, con ríos y montañas y valles, aunque nadie lo recuerde).

 

Mellizo 2 no tenía muchas ganas de salir. Estaba calentito, cuidado, le daban de comer,  nadie le preguntaba nada ni tenía que responder. Reconocía las voces: la grave y tierna del papá; la más aflautada –como una melodía de Vivaldi, quizá- y suave de la mamá; le gustaba cuando lo acariciaban y se las ingeniaba para acercarse lo más posible a la piel más delgada de la barriga, que, como el mar profundo, cerca de la superficie, dejaba atravesar algo de luz. ¿Para qué salir de allí? ¿Qué sería cuando estuvieran afuera?

Pero mellizo 1  insistió:

         - Es la hora. Hay que conquistar el mundo.

Mellizo 2 pensó que se  parecía a un vikingo, aunque no estaba seguro de dónde le sonaba esa palabra. Aunque le gustó. Quizá mellizo 1 era heredero de vikingos y se enterarían en cualquier momento.

Aventurero le salió el hermano, aunque mellizo 2 aún no sabía que  mellizo 1 era su hermano. Hasta ahora, todo lo que sabía era que de pronto había empezado a crecer junto a otro como él, o similar a él, porque también tenía dos ojos enormes y manos –no sabía que se llamaban manos, claro- y unas piernas que a veces se movían mucho y hasta una vez lo patearon un poco. Pero no protestó. Mellizo 2 era paciente, y con tan poco espacio, qué podía esperarse si uno se cansa de la postura y quiere moverse…

Así que decidió hacerle caso. Mellizo 1 salió primero, asomó la cabeza, y al principio no vio nada. Después se acostumbró a la luz. Había otras personas allí, y le pareció increíble aparecer entre dos columnas torneadas y suaves – aunque no reconoció los capiteles- hasta que entendió que eran las piernas de la mamá. Ah, la mamá tenía piernas-columna. Eso hablaba bien de ella, sería una mujer fuerte, como un templo griego, dórico, quizá, o jónico, espartano no, porque los guerreros no habían dejado nada en pie ni construido nada, y cualquiera que visita Esparta descubre que apenas es un valle con un par de rocas aquí y allá.

La madre era de estirpe griega, sin lugar a dudas. Eso ya no estaba nada mal. Después un hombrón que seguramente era Hércules lo sostuvo en una mano. Lo miró de reojo, y cuando Hércules habló, comprendió que era el papá, el de la voz grave que le había contado tantos cuentos… Un poco desordenados, es la verdad. En cuanto pudiera, le daría algunos consejos. Porque se había saltado épocas, siglos, paisajes. ¿Y cómo él, mellizo 1, podía comprender todo eso en un reino tan chiquito como una barriga? Ya hablaría con el papá sobre el asunto, porque no se debía mezclar así la literatura, no importaba cuán excelsa fuera la intención. ¿Cómo un mellizo podía hacerse cargo del desorden de un padre que lee cuentos?  Pero vamos, para eso están las cronologías. A menos que… ¡el papá fuera un anarquista! Alguien en contra del orden establecido. Podía ser. Ese Hércules que lo sostenía en una mano y  lo miraba con amor, pero como quien mira a una lagartija en un laboratorio, era su papá. Vaya sorpresa.

          -Mucho gusto – pensó, pero ya se sabe que lo que piensan los mellizos recién nacidos nadie lo entiende. Así que no repitió el intento. Cuando llegara a los 18 años, le explicaría. Le diría: te vi, te reconocí, intenté presentarme, pero no hubo forma. No hay traductores para cuando uno sale de una barriga y todavía está un poco –poquitísimo- confundido o desorientado.

 

Mellizo 2, desde la barriga, lo llamaba en voz baja:

         -¿Cómo es eso ahí afuera? ¿Vale la pena salir?

 

Mellizo 1 se molestó un poco con mellizo 2.

         -Pues claro que sí. Una mamá tiene piernas-columna con capiteles desconocidos, y nuestro papá es tan poderoso que me sostiene con una sola mano. Imagínate. Claro que tienes que salir.

Mellizo 2 se enrolló una vez más y dudó.

        - Y si me arrepiento, ¿podré volver a entrar?

 

Mellizo 1 comenzó a enfurecerse y lanzó un bufido furioso.

Entonces escuchó una voz desconocida que decía:

          -Llora, es sanito, los pulmones andan bien, felicitaciones.

Y volvió a bufar, ofendidísimo. Pues claro que los pulmones  le funcionaban bien. Todo estaba bien. ¿Acaso no era mellizo 1? Enojadísimo abrió los ojos y los miró a todos. Al que seguramente era el matasanos, a la mamá con piernas-columna y a Hércules. Uno por uno, y a consciencia. Acá estaba, era mellizo 1, y quería que lo respetaran. Y lloró con tanta fuerza como pudo, sólo para que supieran que estaba ahí y que tenía mucho para decir (pero no sé si lo entendieron, realmente).

Entonces recordó a mellizo 2, y le gritó que saliera de una vez, que en cualquier momento se cerraría la  puerta, que era como la cueva de Alibabá. Una vez que sales no puedes volver a entrar. Es un viaje de ida, únicamente.

Mellizo 2 se desanudó, estiró los bracitos que se le habían entumecido un poco, hizo un movimiento de empujarse con las piernitas y salió hecho una bala por un túnel que le resultó larguísimo y tan tibio como el saquito; se dijo que jamás olvidaría ese momento, en que era como el último hombre bala de la Tierra (pero no sé por qué, la mayoría de nosotros olvida este momento; deseo que los mellizos recientes lo recuerden para siempre). Cerró los ojos con un poco de miedo, apretó los puños y, pum, estaba afuera, en una alfombra blanca y suave que lo recibió con amabilidad. ¡Mellizo 1 no se había equivocado! Y allí estaba el señor Hércules que también lo sostuvo con una mano. En una estaba mellizo 1 y en la otra, él. Y entonces vio a mellizo 1 a la luz del día y se encantó. Sí, ese que estaba allí lo había acompañado en los nueve meses del largo viaje, en que se habían visto crecer y alguna vez incluso se habían preguntado qué serían, por qué estaban allí, quién los habría puesto y para qué. Ahora entendía que de eso se trataba: esperar nueve meses para atravesar un túnel coronado por las piernas columna de la mamá y ser sostenidos por las manazas de Hércules del papá. Vaya destino les había tocado. Seguramente auguraba cosas muy buenas, una vida llena de aventuras.

De todo eso se acordaba mellizo 2 mientras la locomotora se detenía justo delante de donde estaban, haciendo tú-tú y frenando con un chhhhiiiii que le hizo doler un poco los oídos. Mellizo 1 tomó la maleta y  ni lo dudó:

          -Al vagón 1.

         - ¿Y cómo sabes qué es el vagón 1?

         - Pues, porque somos los únicos que estamos aquí. No hay nadie. Debemos subirnos al 1, se verá luego. Si no lo es, ya vendrá alguien a decirnos que debemos cambiar de vagón.

 

Mellizo 2 decidió seguirlo y pensó que mellizo 1 tenía una lógica bastante confiable. Algo le dijo que seguramente la había heredado del papá, pero ya tendría tiempo de comprobarlo. Apenas se conocían, esa era la verdad, y este viaje seguramente cumplía con esa función. ¿De qué otro modo un mellizo conoce al otro si no es un vagón de tren que los llevará a recorrer el mundo que han venido a habitar?

 

Estación 2: en el  vagón 1 y de dónde surgen los nombres

Mellizo 1 puso la maleta en el estante destinado a las maletas, alzándose un poco, porque casi no alcanzaba el estante para los bultos, y mellizo 2, después de asegurarse de que aquello era lo correcto, lo imitó. Las maletas eran idénticas. Se preguntó de dónde habrían salido, porque  no recordaba haber atravesado aquel maravilloso túnel con una maleta en la mano. Pero tampoco parecía tan importante saberlo. Mellizo 1 se sentó, erguido y serio, en una de las banquetas, junto a la ventanilla, y miró hacia afuera. Era un campo nevado. Sacó algo del bolsillo, un envoltorio de papel de aluminio, y lo abrió con parsimonia.

Mellizo 2 se sentó justo frente a él, y a través de su ventanilla se veía un hermoso campo de girasoles en otoño. Pero como  no sabía qué veía mellizo 1 a través de su ventanilla, no hizo comentario alguno y se deleitó con los ocres y los dorados que eran de Van Gogh, pero él aún no lo sabía, ni tampoco que la luz, esa maravillosa luz que cubría los campos, era de Vermeer (ya habrá tiempo para que lo sepa). Mellizo 1 tampoco sabía que su paisaje parecía salido de Brueghel, pero el blanco de la nieve, que contrastaba con el azul profundo del cielo, lo llenó de sosiego. Allí iban. Mellizo 1 lo miró y decidió que era de buen hermano convidarlo con lo que estaba comiendo, que a la sazón era una manzana verde y un trozo de pan negro cubierto de mermelada de frambuesa con algo de queso blanco. Mellizo 2 le dio un mordisco e hizo un gesto de asco.

          -¿Qué es esto?

          -Un sándwich de frambuesa y queso blanco.

          -¿Y de dónde salió?

          -Ni idea. ¿Será de nuestra madre?

          -No lo creo.

          -¿De nuestro padre?

          -Menos. Jamás prepararía semejante cosa.

          -Entonces no lo sé.

          -A  mí me gustan los ravioles.

 

¿De dónde había salido esa palabra? Mellizo 2 se quedó pensando en las palabras. “Raviol” se le había aparecido de pronto, como un rayo. Ra-viol. ¿Pero qué sería? ¿Y a quién preguntarle?

          -¿Tú sabes qué significa raviol?

          -No –respondió mellizo 1, sin que le importara demasiado el asunto; estaba concentrado en el sándwich, que no sabía nada mal.

          -Pues me gustaría saberlo.

          -Ya tienes algo en qué entretenerte –sugirió mellizo 1, que desconfiaba de  las preocupaciones de su hermano. Intuía que era de los que se pierden fácilmente en ensoñaciones y pensamientos inútiles, como los que hacen nacer a los anarquistas, a los punkies y a los revoltosos de todas las épocas. Mellizo 2 era un problema o sería un problema en el futuro (¿pero que ser humano no lo es? Sobre todo si es preguntón…)

          -Raviol, raviol –murmuró mellizo 2 una y otra vez.

          -Debe de ser una especie de empanada diminuta, como para mellizos como nosotros. Seguro que le ponen mantequilla y queso rallado, muy finito.

          -Qué va –protestó mellizo 2 – un raviol es una tumba, un maravilloso panteón de un rey que conquistó mares y océanos, que atravesó montañas y selvas. Un héroe, como nuestros antepasados.

Por primera vez, mellizo 1 no supo qué decir. De modo que se enfrascó en el sándwich y terminó de devorarlo; luego volvió al paisaje nevado, y vio un zorro hermosísimo cruzar la pradera cubierta de nieve, dejando minúsculas huellas detrás de sí. Si pudiera detener el tren, apearse y seguirlo… entraría con él al bosque y encontraría una cabaña con la estufa encendida y quizá a…

Mellizo 2 pensaba en Raviol, en los territorios que había conquistado, en los horizontes ignotos que le faltaban por ver y en las cumbres rocosas a las que no había llegado ningún hombre. La aventura le hervía en la sangre, olvidado de que era un mellizo reciente, que apenas si podía sostenerse en las dos piernecitas y alzar la maleta, y que no estaba destinado a ser un hombre de acción, como su hermano.

¿Qué había en la maleta?

Quiso llamarle la atención a mellizo 1, pero se dio cuenta de que no sabía su nombre. ¿Cómo hacer?

          -Pssst. Tú –intentó. Pero mellizo 1 estaba tan concentrado en el zorro, en el bosque y en la cabaña, que no lo escuchó.

          -¡Ey, tú! ¡El que estaba en la barriga conmigo! –insistió, pero nada.

 

Tendré que ponerle un nombre. Ay, qué difícil. Porque si le ponía un nombre, mellizo 1 le pondría uno a él, ¿y si no le gustaba?

          -Señor – dijo entonces, pero mellizo 1 no se dio por enterado, porque él no era un señor.

          -Oiga –insistió mellizo 2, al borde de la desesperación.

          -Me llamo…

Y cuando estaba por decir cómo se llamaba, mellizo 2 se dio cuenta de que no sabía su nombre. Quizá tuviera uno, pero no se lo habían dicho. ¿Qué hacer?

Mellizo 1 pudo leerle los pensamientos. Debemos ponernos nombres, pensó, no importa lo que quieran los demás. Miró a mellizo 2, que asintió.

        - Antes de que venga el que revisa los boletos y nos pregunte quiénes somos –aclaró.

          -Sí, antes debe ser.

Ambos hicieron silencio, mientras pensaban en qué nombres se pondrían. Era claro que, en aras de la practicidad, si estás con otra persona, necesitas tener un nombre, un apodo o algo que te identifique. Si estás solo en el mundo, pero solo en soledad total, el nombre no interesa, porque nadie va a llamarte nunca, pero si estás con otro, que además es tu mellizo, entonces, es importantísimo.

          -¿Y qué dirán nuestros padres?

          -¿Sobre qué?

          -Sobre que elijamos nuestros propios nombres.

          -Pues yo creo que si nos dejaron hacer este viaje, siendo tan chicos, es que el asunto de los nombres no debe de importarles demasiado, o ya tienen algún nombre pensado y nos los dirán a la vuelta.

         - ¿Y si no nos gustan?

         -Pues nada, que nos los cambiarán.

Mellizo 2 se quedó más tranquilo. Sentía simpatía por los papás que les habían tocado. La madre era dulce, como si tuviera el alma siempre afelpada, y el padre, un poco serio, no podía disimular la sonrisa permanente en los ojos, detrás de los anteojos que llevaba. Aunque podría afeitarse un poco… a veces pinchaba. Pero a un padre nuevo, sin experiencia, se le perdona CASI todo. Todo, no. Casi todo.

         -Bien. Pensemos.

El asunto es que hay que tener en cuenta que dos mellizos tan chicos, recién salidos al mundo, saben poco de todo, y mucho menos de nombres. Pues dónde se aprenden los nombres. De escucharlos decir. De leer historietas; de que alguien nos lea cuentos. De inventarlos –esos son los más arriesgados, porque suelen ser combinaciones desastrosas. De modo que los mellizos estaban inermes, con pocas herramientas para resolver el asunto.

         -Ya sé – dijo mellizo 1, después de terminar el sándwich.

         -Dime – suspiró mellizo 2, con un poco de temor.

         -Esperaremos a que suban más pasajeros y escucharemos cómo se llaman. Así sabremos algún nombre.

        -¿Y si nadie se llama por su nombre? ¿Y si son espantosos?

        -Pues, los cambiamos. No creo que importe demasiado.

        -Pues yo quiero un nombre que sea para siempre –respondió mellizo 2. No se imaginaba con nombres variables.

        - Pues entonces podemos tomar los nombres de las estaciones por las que pasemos, por las avenidas, las calles, los callejones, los monumentos, las plazas, las iglesias, los animales, los ríos.

Mellizo 2 dudó. Eso era más complicado aun. Mire si terminaba siendo los Alpes Escandinavos – en caso de que los hubiera – Mar Caspio, las Rocallosas o Tumba de Tutankhamón. No, no, mejor buscar en personajes que ya existían.

         -Busquemos en novelas.

         -Ah, como si conocieras tantas.

         -Bueno, alguna… recuerda que nuestro padre nos leía, y nuestra madre también.

         -Es cierto. Recuerdo alguna en particular…

         -La del fantasma que nadie veía, salvo la niña. Tan triste. Pobrecito el fantasma.

        - Sí, sí, sí, Canterville. Yo seré Canterville – aplaudió encantado mellizo 1.

        -Bien, ahora me falta a mí encontrar un nombre. Pensemos.

        -¿Qué otra cosa nos leyó nuestro padre?

        -Además del Manifiesto Comunista, recuerdo a Moby Dick, a Sandokán, a Mujercitas y algo de un tal Rolling Stone. Bueno, y Oscar Wilde, naturalmente, y Lovecraft y Tolkien y Ballard. Eso recuerdo. Ah, y una tal María Elena Walsh.

        -Olvídate del Manifiesto Comunista, por lo que entendí, deberíamos ponernos de pie, levantar el puño y cantar algo que se llama la Internacional, pero  los obreros no tienen nombre, salvo los que mueren. Pensemos en Moby Dick. ¿No había leído algo de un tal Sherlock Holmes?

        -Sí, pero lo mezcló con Sueño de una noche de verano, de Shakespeare, así que me confundí un poco.

        -Sí, demasiadas “sh”. Pero Sherlock… a mí me cae bien el tal Watson.

   -Entonces seremos Canterville y Watson.

        -No, seremos Canterville y Baker, por Baker Street.

        -Bueno. Hola, Baker.

        -Hola, Canterville.

Y así, con nombres con que nombrarse, mellizo 1 (Canterville, para los distraídos) y mellizo 2, Baker (para los olvidadizos) se sumergieron cada uno en su ventanilla y su paisaje y cuando quisieron acordar, sin darse cuenta, se quedaron dormidos, como suelen hacer los mellizos tan chicos que emprenden un largo viaje.

 

Estación 3: adónde van los mellizos cuando  no tienen un mapa

En ningún momento les sorprendió que nadie se subiera al tren. Tal parecía que iban solos en el vagón 1, como si la locomotora fuera enteramente suya y no esperara otros pasajeros. Eso no estaba tan mal, pensó mellizo 2 (Baker), debido a su natural timidez. A mellizo 1 (Canterville) lo tranquilizó, no porque fuera tímido, sino porque tenía en su naturaleza algo como de misántropo, herencia, quizá, de la abuela paterna, que no era muy dada a la gente de carne y hueso, salvo raras, rarísimas excepciones, como el hijo, claro, el padre de los mellizos, y también la madre de los mellizos, y algunos amigos, muy pocos. Pero podían contarse con los dedos.

De todos modos, ni Baker ni Canterville conocían el término “misantropía”, de modo que no hay por qué ponerse ahora a explicarlo. Baste con decir que, por los motivos que sean, ambos estaban encantados de ser los únicos en el tren.

          -¿Y cuándo nos detendremos? –preguntó Baker, un poco preocupado.

     -No sé. Supongo que cuando nosotros queramos.

          -¿Y cómo haremos?

          -No sé. Supongo que apretando el botón que diga “deseo detenerme”.

          -Ah, no sabía que en los trenes había un botón así.

          -Yo tampoco, es la primera vez que viajo en tren; pero si tuviera que diseñar uno, incluiría un botón con  esa posibilidad.

         -Tienes razón.

Después no hablaron durante un rato. El paisaje nevado de Canterville se había transformado en un bosque tupido y oscuro, de verdes casi negros, y aquí y allá, por encima de las copas de los árboles –pinos, abetos, cedros, quizá- se asomaban las almenas ya derruidas de viejos castillos. Baker, sin embargo, veía a través de su ventanilla unos lagos de costas infinitas, horizontes brillantes y más allá riscos y precipicios donde seguramente se habían practicado toda clase de sacrificios. Los mares de Baker contrastaban con los bosques de Canterville. Pero, curiosamente, ambos escuchaban los mismos sonidos, la misma melodía que venía no se sabe de dónde.

         -Me recuerda al Flautista de Hamelin – dijo Canterville de pronto, sin saber por qué lo decía.

         -Tienes razón –respondió Baker, aunque no estaba seguro de saber de qué hablaba su hermano.

 

Le gustaba la palabra “hermano”. Miraba a Canterville, y como no habían conocido un espejo, no sabía que se parecían como dos granos de arena. Eran tan idénticos que el padre y la madre tenían dificultades en diferenciarlos. Pero ni Canterville ni Baker lo sabían. Cada uno miraba al otro, y el otro le caía simpático, aunque un poco desordenado, como a medio hacer. La nariz de Baker tenía una punta un poco graciosa; y las mejillas de Canterville estaban pobladas de pecas y tenía los pelos parados, como si no supiera peinarse. Pero vamos, ¿qué mellizo tan chico sabe peinarse? (intervino la abuela un poco ofuscada por la tontería de la acotación).

Total, que Canterville y Baker viajaban sin saber por paisajes diferentes, pero escuchando la misma melodía. ¿Es acaso posible? Yo creo que sí, y eso habla de que eran mellizos. Alguien debería avisarles a los padres que esas cosas sólo le pasan a los mellizos y que hay que empezar a prepararse para esa y otra clase de situaciones incomprensibles.

        -Quiero bajarme –dijo de pronto Baker, y se sorprendió de su arrojo.

 

Canterville lo miró, asombrado también. Vaya con el hermano menor. Pues si quería bajarse, que apretara el botón. No respondió. Y Baker se sintió un poco solo en su afán. Sin embargo, no lo dudó. Se puso de pie, un poco tambaleante pues algo se había mareado durante el viaje, y caminó hasta la puerta corrediza donde había varios botones: “me quiero bajar ahora”, “no sé si quiero bajarme aún, pero luego querré”, “no quiero bajarme nunca”,  “detesto este tren”, “no tengo la menor idea de lo que quiero”. No había otras posibilidades más que esas.

        -¿Sabes lo que quieres?- preguntó de pronto Canterville, ignorando completamente la duda existencial en la que se encontraba el hermano, que no sabía que había tantas posibilidades en un tren.

        -Creí saberlo, pero ya no. ¿Qué ocurre si apretó el botón “no sé si quiero bajarme aún, pero luego querré”?

        -Hay dos respuestas posibles – y con esto Canterville realmente demostró quién sería en el futuro y lo que probablemente le esperara. (Problemas, auguro, pero me abstengo de decírselo)

        -No quiero dos respuestas. Quiero saber qué se supone que ocurre si aprieto ese botón.

        -Pues creo que se trata claramente de una postura idealista, de quien no termina de definirse por una u otra, y no quiere salir perdiendo. Es la que lleva, a la larga, a la frustración, a la inoperancia, a la nada, a lo que deviene en pequeña burguesía. Así es.

       -No entendí nada; ¿y cuál es la otra posibilidad?

      -Que sea una broma del maquinista, que, como demiurgo universal, está jugando a los dados contigo.

 

Baker se lo quedó mirando. Tal parecía que mellizo 1, Canterville, el hermano mayor, hablaba en jerigonza puro. Descartó la posibilidad, no porque hubiera comprendido, sino porque le pareció bastante estúpido decir que se quería algo, pero no aún. Pues cuando se quería algo, debía ser en el momento de quererlo, ni antes, ni después.  Pensó en las otras posibilidades. Claramente, se debatía en querer bajarse ahora o no querer bajarse nunca. Y con eso, Baker también acababa de signar su futuro, su destino, su sino y su relación con el mundo.

(Acá es menester hacer una aclaración: por algún misterioso motivo, la continuación del relato se perdió en alguna parte de la máquina, con lo cual el narrador debe hacer memoria y recomenzar o continuar)

Baker apretó el botón, decidido, que de inmediato se puso en amarillo, parpadeó, pasó a verde y tan luego a rojo, y allí se quedó esperando, la luz encendida, y Baker que no podía dejar de mirarla. Mientras tanto, Canterville observaba al hermano, dudando. Por fin se decidió, y en lo que podríamos calcular medio minuto, estiró las piernas, se restregó los ojos, estornudó y se acercó a Baker. Entonces escucharon a la locomotora que decía:

       - Señores pasajeros, recuerden bajar lo que crean necesario. Pueden dejar las maletas en el vagón. Los estaremos esperando para cuando deseen retornar.

 

Ese aviso no estaba nada mal, y cuando se hizo silencio, el tren aminoró la marcha y frenó con suavidad. Entonces la puerta de cristal se abrió y una escalerita de aluminio, con tres peldaños, se desplegó y rozó el andén. Baker descendió primero, pese a que debió de haberlo hecho  Canterville,  porque era el hermano mayor. Con lo cual se demuestra que ser el mayor o el menor no significa demasiado cuando se trata de mellizos.

Allí estaban. En el andén Uno de la Gran Estación, que los esperaba. Un enorme edificio de cúpula de metal y vidrio, con ventanales hasta el piso y un gran portón de madera y cristal biselado. Pero un enorme silencio, un suspiro en el aire, un cuervo que cruzó graznando y se perdió en la lejanía. Allí no había nadie.

Los mellizos avanzaron, un poco dubitativos al principio, pero, en cuanto recobraron la seguridad y el espíritu de aventura que los guiaba, sonrieron y se apuraron. La puerta se abrió y entraron a la Gran Estación. Era un hall enorme, con piso de mármol en damero, y aquí y allá columnas que llegaban hasta el techo. Arriba, revoloteaban las palomas, que habían hecho sus nidos. Y luego, tiempo después, cuando los mellizos regresaron y le relataron todo a los padres en la minúscula cocina inglesa, con el gato-gatito en la falda de la madre, y una taza de té en las manos del padre, delante de la estufa, los mellizos dijeron que las palomas parecían los trapecistas (del Circo del Sol así lo interpretó el padre), (de Las Alas del Deseo, así lo imaginó la madre). Pero no debemos anticiparnos al relato, que sigue un orden cronológico, pese a que a veces hay que avanzar un poco, y otras, retroceder para que se entienda.

Las boleterías estaban vacías, las salas de espera también; no había un alma, pero sin embargo todo estaba limpio, como si esperara a los pasajeros. Cerca vieron una cafetería, cuyas mesas de granito claro también relucían; había una cafetera con café recién hecho, y una caldera con agua que hervía, por si alguien quería beber una taza de té. Los mellizos se acercaron. Sobre la mesa había un platito con pastas que olían bien. Sin embargo, qué difícil llegar a las sillas. Habría que protestar un poco, porque uno se olvida de que los mellizos recientes son chiquitos, y que no es sencillo trepar a una silla de un cafetín de adultos. De modo que uno ayudó al otro, y el otro ayudó a uno, y no me pregunten cómo, pero lograron sentarse y bebieron un café con leche recién preparado (tampoco me pregunten de dónde salió la leche, porque es un detalle que, en este momento, no importa demasiado). Allí estaban los dos, saboreando las pastas, cuando a Baker se le ocurrió pensar que las había dejado allí la madre, que supuso que algo de hambre tendrían. Pero Canterville no estuvo de acuerdo, y a ninguno de los dos pareció asombrarlos el hecho de que se comunicaran sin hablar. Con lo cual queda demostrado que los mellizos, o al menos estos, se leen los pensamientos, cosa altamente práctica (y de alto riesgo para los padres).

        -No fue nuestra mamá –insistió Canterville- esto es así porque es así.

Baker sacó del bolsillo un mapa (la existencia de este mapa quizá se explique en el tomo 3 de esta saga, en este momento alcanza con que se sepa que había un mapa).

        -Fijémonos dónde estamos. Creo que acá.

Y señaló una superficie verde y azul.

        -No – replicó Canterville-, estamos aquí.

Y señaló un cuadrado marrón un poco alejado de un lío de calles, callejones y callecitas.

        -Da lo mismo, no nos perderemos –dijo Baker de pronto, con una certeza inexplicable.

        -¿Y cómo lo sabes?

        -Porque no tiene sentido que nos perdamos. Estoy seguro de que como sea, cuando deseemos subir al vagón, la estación estará allí esperándonos, o la locomotora.

Canterville se quedó pensando en lo que dijo mellizo 2. Esto no deja de ser curioso, porque dijimos que Baker era el pensativo y Canterville el hombre de acción, pero bien puede suceder que alguna vez las cosas cambien un poco. Si no, sería predecible y hasta tedioso.

        - Podríamos salir, ¿no crees?

        -Sí – estuvo de acuerdo Baker, con lo que cada uno volvió a su rol.

La puerta de salida, que era idéntica a la de entrada, se abrió a su paso. Los mellizos, sin darse cuenta, se tomaron de la mano, un poco impresionados. No es que tuvieran miedo, pero darse la mano resultaba reconfortante y los envalentonó.

Allí había un enorme parque, florecido, con un gran estanque en el medio, en el que nadaban los patos y los cisnes, y también había patos en la orilla, arreglándose las plumas y caminando torpemente, tal como caminan los patos. Sin embargo, ni en las hamacas ni en las areneras había niños jugando ni madres rezongando o charlando entre sí. Tal parecía, realmente, que los únicos allí eran ellos dos. ¡Un verdadero misterio! ¿Dónde estaba todo el mundo? Y de pronto lo vieron aparecer. Un enorme, gigantesco perro. Es más, un verdadero San Bernardo, que corría hacia ellos, la lengua afuera, las patas como manazas de elefante, y una cola enorme que parecía un estandarte ígneo en una batalla. Y atado al cuello, el famoso barrilito. El San Bernardo se detuvo a escasos milímetros con una precisión envidiable. Los miró y dijo:

        -Hola, mellizos.

 

Con lo cual queda demostrado que: a) los perros hablan; b) o que en esta historia hay un perro que habla (pero no es cualquier perro; es un San Bernardo de fuste).

Canterville lo miró y le pareció familiar. Nunca antes habían visto un perro –sí habían escuchado los ladridos de uno, como se consignó en alguna parte de este relato-, pero… Entonces recordó. Claro, el padre les había leído El mastín de los Baskerville. No estaba seguro de si esto era un mastín o un sabueso, pero supo que le caía bien. Además, era fácil entenderle.

El perro les tendió una pata y ellos lo saludaron también.

        - ¿Qué llevará en el barrilito?- se preguntó Baker, a lo que el perro respondió:

        -Nada. Lamentablemente, nada. Me temo que es un barrilito de utilería.

        - ¿De utilería?

        -Sí, sólo porque soy un San Bernardo debo tener el barrilito. Pero acá no hay nadie que lo necesite.

Canterville se preguntó entonces si las maletas en el vagón serían de utilería también, quizá no contenían nada… Y el perro, que a la sazón se llamaba Quintín, respondió que no, que las maletas no eran de utilería. Eso significaba que no sólo los mellizos podían leerse los pensamientos, sino que este perro también. Era interesante y práctico, aunque algo complejo.

        -Mientras no piensen mal de mí, no me importa –aclaró Quintín moviendo la cola.

        -¿Y si el barrilito no fuera de utilería, qué cosa contendría?

Baker seguía preocupado, lo de la utilería no terminaba de gustarle, aunque no entendiera claramente lo que significaba. Quintín lo miró. Nunca había pensado en eso. ¿Chocolate y vainilla? ¿Crema de arándanos y jengibre? (puaj, pensó Baker, que detestaba la crema); ¿batido de menta y ajonjolí? (eso sonaba a las mezclas imposibles que a veces preparaba la abuela, cuando se distraía mientras cocinaba). No, no tenía le menor idea. Canterville no dijo nada, porque era un mellizo reciente, pero sospechaba que en el barrilito, si no fuera de utilería, seguramente habría coñac o algo fuerte como el whisky de malta, porque  ¿de qué otro modo se puede reanimar a una persona enterrada en la nieve? Quintín estuvo de acuerdo, Canterville tenía razón, aunque ninguno de los tres supo cómo lo sabían.

        -Vamos, vamos – dijo entonces Quintín. –Es hora de continuar con el paseo.

Los guió, moviendo la cola con fuerza, y antes les lamió un poco las caras, clara señal amistosa, incluso de cariño. Ya se sabe que los perros son muy demostrativos, sobre todo con los mellizos recientes.

       -¿Y adónde vamos? – quiso saber Baker.

       - Pues… es una sorpresa. Síganme.

Y los mellizos, una vez más tomados de la mano, siguieron a Quintín, que era el comandante, el que sabía lo que era conveniente y no. Porque no más verlos aparecer, comprendió lo que les hacía falta.

(Y también quería tener un papel importante en esta historia, vaya, que los perros San Bernardo, tan grandotes y fortachones, tienen un alma sensible y les gusta que los quieran)

Y caminando y caminando, sonriendo y sorprendiéndose ante cada cosa que veían, tomaron por un caminito que se fue angostando y volviéndose en pendiente, y por fin llegaron: allí, delante de las narices, que son como el timón de las personas, estaba la Tienda de los Espejos. Se preguntarán cómo pudieron leer el nombre, siendo que eran mellizos recientes. Pues no lo sé. El caso es que leyeron claramente el nombre de la tienda, y aunque no sabían el significado de la palabra “espejo”, les gustó cómo sonaba. Baker la asoció con consejo, conejo, jirafanejo, relojero, ají, Júpiter, y  un montón de otras palabras, con las que empezó a jugar, hasta que el hermano, mellizo 1, lo llamó al orden.

Es que Quintín se había dado cuenta de que los mellizos, que apenas si sabían que eran hermanos (vamos, que es algo complejo, porque ¿qué significa ser hermano de alguien? Bueno, me dirán, compartir una madre y un padre; y yo responderé: sí, puede ser, aunque no es tan sencillo. Pero podemos dejar esa explicación para más adelante, cuando los mellizos hayan crecido un poco). Pero lo que no sabían era qué significaba ser mellizos. Y para entenderlo se necesitaba la Tienda de los Espejos.

 
 

Estación 4: la Tienda de los Espejos

A la tienda se entraba por una puertita oscura, que no decía nada. Tan luego se encontraron en un largo pasillo, de techo de cristal, por el que pasaban los rayos del sol, y al que daban otras puertitas, numeradas. Una, dos, tres, cuatro… y así hasta el final del pasillo, que era larguísimo y perdí la cuenta de cuántas puertas albergaba. Quintín les sonrió. Sí, para quienes no lo sepan, los perros, además de hablar, sonríen. Sonrió y los alentó a que abrieran una de las puertas y entraran.

          -¿Y qué hay allí dentro? – quiso saber Baker, que no estaba del todo seguro de si quería entrar.

          -Pues una sorpresa, si te cuento, perderá toda la gracia. Ya verás.

 

Canterville dio un par de pasos, y se detuvo ante la puerta cuatro, que relucía en rojo, un hermoso cuatro, redondeado, tentador. Puso la mano sobre el pestillo, que hizo “clic” y la puerta se abrió lentamente. Baker estaba detrás de él, todavía dudando.

El cuarto no era demasiado grande, lo que es comprensible, porque la tienda no era grande. En el medio había, precisamente, un espejo, pero los mellizos no sabían que eso era un espejo, ni tampoco para qué servía. Tenía un marco de madera oscura y reluciente, y el cristal era liso como un lago antes de la tormenta. Quintín les dijo que debían acercarse al cristal. Los mellizos así lo hicieron, y por primera vez se vieron, quiero decir, supieron qué aspecto tenían y entendieron lo de ser mellizos. Canterville era Baker, y Baker era Canterville, idénticos como dos granitos de arena, idénticos. La misma nariz simpática, las mismas pecas en las mejillas, el mismo cabello un poco desordenado y pinchudo. Hasta los mismos raspones que se habían hecho en las rodillas, cuando atravesaron los canteros de rosas y buganvillas. En fin, que quedaron profundamente sorprendidos y sin saber qué decir. ¡Vaya lío!

          -Tú eres yo, y yo soy tú.

          -No, yo soy tú y tú eres yo.

          -Ay, ay, ay.

          -Esto no deja de tener su lado positivo –dijo Baker después de mirarse y de mirar a Canterville.

          -No me imagino cuál. Yo lo veo como realmente complicado.

          -Piensa en que puedo hacerme pasar por ti, por ejemplo, en un examen. O en el dentista.

          -Hmmm- dijo Canterville no del todo convencido –no sé qué es un examen, pero seguramente falte mucho para que lo sepa. No sé. Creo que esto es un problema.

          -Pues algo habrá que nos distinga –dijo Baker para tranquilizar al hermano.

          -Si somos idénticos. Me pregunto cómo harán nuestros papás para distinguirnos.

         - Por algo son papás, ellos saben.

          -Bueno, pero algo nos ha de hacer un poco diferente el uno del otro.

          -Pensemos.

 

Quintín estaba encantado. Cómo distinguir al uno del otro… ah, los mellizos avanzaban. Quizá, quizá…

          -Por los gustos. A mí no me gusta la crema, y a ti sí –dijo Baker de pronto.

          -Y a mí no me gusta estar mucho rato sentado, y a ti sí.

         - Y a mí gustan los lagos y a ti la nieve –recordó Baker.

         -¿Acaso debemos hacer una lista y colgarla al cuello para que alguien la lea y sepa cuál es cuál? No me parece del todo práctico. Eso es cosa de perros.

Quintín protestó, un poco ofendido. ¡Cómo que cosa de perros! ¿Acaso a los perros no les cuelgan esas medallitas con datos? Tienes razón, respondió mentalmente Quintín y decidió no agregar nada. No podía decirle a los mellizos recientes que el asunto de la identidad es sumamente complejo, y que había gente que se había dedicado a resolverlo, gente como Freud, Lacan, Foucault, Derrida y algún otro. Sí, lo del Uno y del Otro no era nada trivial. Pero alguna solución encontrarían. Los mellizos recientes aún no habían crecido, pero no eran tontos.

Canterville y Baker miraban el reflejo en el espejo y luego el uno al otro, y si bien había alguna confusión entre dónde quedaban la izquierda y la derecha (no así el arriba y el abajo, por suerte), seguían sin saber qué hacer. Hasta que Canterville recordó otra historia que les había leído el padre, Moby Dick.

         - ¡Y qué tendrá que ver ese triste ballenero con nosotros, si estaba más loco que una cabra! – protestó Baker, a quien la historia le había parecido demasiado larga y de a ratos francamente incomprensible. ¡Tanto lío por una vulgar ballena blanca!

        - Ah, es que te olvidas qué caracteriza a los marinos…

 

Baker no comprendió, pero Quintín sí, y de inmediato supo qué hacer. Sacó del bolsillo (sí, algunos perros tienen bolsillos, para casos de emergencia como éste, de otro modo, no sabríamos cómo explicar la situación) un marcador rojo y ladró de la alegría.

        - ¿Qué es eso?

        - Un marcador.

       -¿Y?

     -Pondré en la mano de cada uno la inicial del nombre.

    -Se borrará no bien nos lavemos.

    - No, este marcador es a prueba de todo: de baños, de rezongos de madre, del ataque de la guerra de las galaxias, de cambio climático, de pesadillas, de raspones, es un marcador para siempre.

    -Pero entonces que no sean letras demasiado grandes – aclaró Baker un poco temeroso de la pasión de Quintín, y también de lo que podría decir la madre cuando viera lo que Quintín había hecho.

    -A ver, esas manos.

Canterville tendió la suya, y Quintín dibujó, con mucho cuidado, una hermosa “c”, que apenas se veía, pero se veía si se la miraba con atención. Luego fue el turno de Baker, quien seguía sin estar del todo convencido, pero la tendió también, y recibió la “b” que lo diferenciaba de su hermano. Ambos se miraron. ¿Y quién puede decir que la solución no fue buena? Quizá es curioso comprender que dos mellizos recientes tuvieran un pequeño tatuaje (llamémosle  así a lo que dibujó Quintín), pero no debería sorprendernos si recordamos que la madre y el padre tienen sendos tatuajes, de modo que cuando los mellizos vuelvan y se sienten delante de la estufa en la cocinita inglesa y les cuenten lo sucedido en la Tienda de los Espejos, los padres comprenderán a la perfección.

Pasaron la tarde, entrando y saliendo a y de los distintos cuartos. Y no importaba ante qué espejo se pararan: si eran obesos como un gigante, o delgados como una anguila, si eran estirados a los costados, o con piernas larguísimas, o con narices que casi llegaban al cielo, no importaba, el asunto es que seguían siendo idénticos, idénticos. Y rieron e hicieron morisquetas, hasta que lloraron de la risa, y se revolcaron en el piso con Quintín y cada tanto se miraban las marquitas en la mano y cuando quisieron acordar casi se estaba haciendo la noche, y Quintín dijo que era hora de encontrar un lugar donde descansar y comer algo.

 

Estación 5: de cómo los mellizos saben lo que no quieren ser

Quintín le pidió a Baker que le prestara el mapa que llevaba en el bolsillo, y mellizo 2 se lo tendió. Quintín lo miró con atención y murmuró para sí algunas cosas en perruno, de modo que los mellizos no lo comprendieron, pero se dieron cuenta de que estaba pensando cuál era el mejor camino para llegar a…

         - El albergue de las personas con nombre –aclaró Quintín y los mellizos lo comprendieron.

         - Eso somos, personas con nombre – aplaudió Baker.

         -Siempre tuvimos nombre – se ofuscó Canterville. Le molestaba que Baker fuera, de a ratos, más infantil de lo estrictamente necesario.

Pero a Baker no le molestó el enojo momentáneo de su hermano, y simplemente le dio un golpecito en la espalda.

Quintín los miró, divertido. Ah, se comportaban como lo que eran, dos cachorros, dos pichones de humano, una hermosura. ¡Qué pena que algún día crecerían…! Pero este viaje, precisamente, cumplía también con esa función: que recordaran siempre que todo había empezado por ser mellizos recientes, con unas piernitas tan chicas que sentados no les llegaban los pies al suelo, y con muchas preguntas sin respuestas. Y también, que había un papá y una mamá esperándolos en la cocinita inglesa, allá lejos, con el gato-gatito y el jarro de té caliente, y el fuego de la estufa encendido. Sí, sí, no olvidarían nunca esta aventura. Y si acaso, por algún motivo desconocido la olvidaran o creyeran haberla soñado o inventado, había una abuela por allí que les recordaría que no, que ella los había visto también y que sabía que todo había ocurrido realmente. Tan realmente como pueden ocurrir las aventuras de los mellizos.

Mientras todo eso sucedía, como en una continuidad de fotogramas, Quintín ya había encontrado el camino hacia el albergue, que no quedaba ni cerca ni lejos, sólo había que caminar un poco, que podía ser mucho, si se estaba cansado, o una nada, si se estaba pleno de energía. Y como los mellizos recientes desbordaban vitalidad, llegaron casi de inmediato, como quien abre y cierra los ojos sin proponérselo, como cuando se estornuda. ¿Acaso uno cierra los ojos a conciencia al estornudar? No, ocurre todo en el mismo momento, no sé por qué. Y así, como si hubieran estornudado con fuerza, llegaron al albergue.

De algún modo los sorprendió descubrir que en el albergue sí había alguien. Ya se habían acostumbrado a que todo estuviera vacío, como esperando que las cosas comenzaran a suceder. Pues tal parecía que ahora sí, pues detrás de un mostrador excesivamente grande para los mellizos, y no tanto para Quintín, había un hombre. En realidad, más que un hombre, era un vikingo. ¡Nueva palabra!, pero los tres la pensaron en el mismo instante, de modo que la dieron por buena (no era tan nueva, ya Baker la había esbozado hace unos capítulos atrás, pero lo olvidó, y se lo disculpa). Que se trataba de un hombre que mediría… tres metros, por lo menos, y la cintura… bueno, la cintura seguramente tenía un diámetro de un metro. Así lo percibieron, pero ya se sabe que cuando se es chico, y sobre todo mellizo reciente, todo parece más grande de lo que es en realidad. Es curioso que a Quintín, el vikingo le pareciera tan grande como a los mellizos, pero quizá sintió como ellos para ser solidario y no dejarlos en evidencia.

El asunto es que el vikingo no se asombró de encontrarse con los mellizos idénticos, ni con un perro que hablaba y que leía los pensamientos.

          -Ellos son Canterville y Baker –los presentó Quintín con perfectos modales, -y yo soy Quintín.

          -Y yo soy Kaspar – respondió el vikingo dando una risotada.

          -No es nombre de vikingo –pensaron los mellizos, y Quintín estuvo de acuerdo con ellos.

          -Ya lo sé –dijo Kaspar, un poco avergonzado- pero las madres no siempre eligen los nombres correctos.

          -Es cierto –pensaron los tres –y se dieron cuenta de que Kaspar también leía los pensamientos. Porque de otro modo, quién sabe en qué idioma hablaría cada uno. En eso no habían pensado hasta ese momento, pero Baker decidió dejar el asunto para más adelante. Ahora estaba fascinado con los ojos casi violáceos de Kaspar y con la barba espesísima y rubia que tenía.

        - Ustedes dirán- dijo por fin en voz alta, y todo retumbó.

 

Baker imaginó lo que debía de ser una batalla entre vikingos y se asustó un poco. No demasiado, porque este parecía bastante pacífico, aunque el vozarrón… ahuyentaría al más pintado, continuó el pensamiento Canterville, y Quintín hizo que sí con la cola y con la cabeza.

        -Bueno, en primer lugar necesitamos una habitación donde descansar un poco –explicó Quintín.

        -Y además, queremos comer algo, tenemos hambre. Porque las pastitas del cafetín de la estación eran muy ricas, pero nada más que eso. A quién se le ocurre darle pastitas a dos mellizos recientes.

Kaspar estuvo de acuerdo y dijo que se fijaría qué había en la cocina. Quizá podría preparar un verdadero guiso vikingo.

A Canterville le gustó la idea. Imaginó una olla con un brazo humano cocinándose, mientras Kaspar entonaba el himno de Odín (no me pregunten cómo Canterville sabía algo sobre Odín, pero a esta altura podemos suponer que era una especie de enciclopedia andante, gracias a las lecturas desordenadas del padre), pero al ver que Kaspar fruncía el entrecejo, porque no le había gustado nada eso de que pensaran de que era capaz de cocinar un brazo humano, se desdijo de inmediato y pidió disculpas.

        - Está bien, está bien- lo tranquilizó Kaspar- es que no me gusta que nos confundan, que crean que somos más sangrientos de lo que alguna vez fuimos. Es que hacíamos más alharaca que otra cosa, para que la gente nos tuviera terror y así ganábamos todas las batallas.

       - Inteligente – pensó Baker, y de inmediato se dijo que sería un buen vikingo.

Kaspar lo miró con algo parecido a la ternura.

       -No, para ser un mellizo vikingo te faltan algo así como cuarenta centímetros, una espalda el doble de la que tienes, y fuerza en los brazos para cargar esa espada que ves allí, junto al fuego.

Y es que realmente había una enorme estufa y una espada a un lado, y un hacha afilada del otro. Baker se acercó e intentó tomarla. Ni con una, ni con las dos manos logró moverla ni un centímetro del lugar.

        -Ves, no podrías ser un mellizo vikingo. Pero no te preocupes, no es necesario. Puedes ser un buen mellizo aunque no seas vikingo.

Canterville quiso saber de dónde venían realmente los vikingos, y por qué eran tan fuertes y tan guerreros.

        -Ah – dijo Kaspar- no lo sé. Somos así. Quién sabe. A alguien le tenía que tocar ese rol,  ¿no? Al fin y al cabo, descubrimos América mucho antes de que ese mentecato genovés lo hiciera.

        -¿Se refiere a Cristóbal Colón? – preguntó Quintín.

       -Sí, claro – respondió Baker- el que le hizo vender las joyas a la Reina de Castilla y León para que le pagara el viajecito.

       -Vaya con el genovés, no era ningún tonto – continuó Baker y Quintín movió la cola.

       -Sí, pero nosotros llegamos antes y no dijimos nada – insistió Kaspar – siempre tuvimos eso que se llama perfil bajo.

      - Hmmm- respondió Baker no del todo convencido. Hubiera preferido que los libros de Historia consignaran un poco más las aventuras de los vikingos y menos lo de Cristóbal Colón, que era bastante aburrido y predecible. Hasta eso del grumete que gritó “tierra” al ver tierra le parecía de una obviedad espantosa.

       -Se le perdona, porque era un grumete, casi analfabeto. Y vio tierra y gritó tierra, al menos no se equivocó – dijo Kaspar, súbitamente reflexivo.

         -Bien, volvamos al principio. Ese guiso del que habló…

         -Ah, sí; vayamos a la cocina a ver qué encontramos. Algo se nos ocurrirá.

Como era tan grande, no demoró nada en llegar a la cocina, que se encontraba en el sótano; pero a los mellizos recientes les llevó un poco más de tiempo, porque la escalera parecía eterna y los peldaños estaban demasiado separados unos de otros, a medida del vikingo y  no de ellos. Quintín se compadeció de ellos y los ayudó a que se montaran sobre su lomo, y después bajó la escalera de dos en dos, y fue menos difícil de lo que imaginé cuando empecé a describir esta escena. Ven, hasta la propia historia suele sorprender a quien la relata y cree que la conoce de cabo a rabo.

La cocina en el sótano era enorme, tan grande, que debería existir una palabra que se escribiera así: enooooooorme, pero no existe, de modo que hay que representársela. Todo un sótano-cocina es más de lo que los mellizos recientes alguna vez hubieran imaginado. Había una mesada larguísima –en la que cabrían al menos dos o tres prisioneros estaqueados (Baker no podía dejar de recordar los cuentos sobre aquellas batallas en el norte de Europa), y unas hornallas que permitirían cocinar un jabalí entero, con cabeza y pezuñas (a Canterville le habían encantado los relatos de Asterix y Obelix y quería probar, una vez en la vida, un jabalí a las brasas).

Kaspar explicó con paciencia que él era vikingo y no galo, y que los vikingos no comen jabalíes y mucho menos a las brasas, que eso era cosa de esos galos iconoclastas, que se las habían ingeniado para vencer a los romanos que, ya se sabe, están un poco locos.

Entonces Quintín quiso saber qué comen los vikingos y Kaspar rió mucho, pero dijo que no lo diría, porque entonces perderían la fama que tenían, con lo cual Quintín concluyó que quizá los vikingos habían sido los primeros vegetarianos en la historia de la humanidad, pero jamás lo habían confesado. Kaspar volvió a reír, pero no dijo ni que sí ni que no. Así, ese es un secreto muy bien guardado, y quienes conocen la respuesta, han jurado no revelarla.

En todo caso, Kaspar preparó lo que podría pensarse era una verdadera comida vikinga, sobre todo si se tiene en cuenta que ni Canterville, ni Baker ni Quintín tenían idea de lo que era un menú vikingo. El asunto es que Kaspar encendió tres hornallas - ¡sí, tres!- y allí asó toda suerte de vegetales y carnes y embutidos, y en otra hizo papas y en otra una verdura que ninguno de los tres conocía, a la que le agregó un algo tan, pero tan picante, que debieron beber litros de agua (quizá exagero un poco, pero a los mellizos recientes les pareció como si se hubieran bebido una piscina entera de agua –sin cloro, por supuesto-  y a Quintín, que conocía un poco mejor las medidas, algo así como media piscina), y así y todo les picó la lengua, les ardió el paladar y les sudó la frente, tanto, que Kaspar les permitió que se la secaran con un mantel que había bordado su madre, ¡una verdadera madre vikinga! Quintín dijo que en toda su vida como San Bernardo había probado un picante tan fuerte y tan divertido, y los mellizos se prometieron no volver a comer algo así al menos hasta que llegara la adolescencia y tuvieran que rebelarse contra los padres (en caso de que eso fuera necesario, a veces no lo es, y todos se la pasan de lo más bien charloteando y escuchando la misma música; doy fe de ello, pero esa es otra historia y no la voy a relatar aquí). El asunto es que quedaron, todos, Kaspar incluido, pipones, como solía decirse en tiempos antiguos; pipones quiere decir que a los mellizos recientes les creció la pancita y que a Quintín le vinieron ganas de beberse lo que ojalá tuviera el barrilito, si no fuera de utilería.

Entonces Kaspar abrió un estantecito que había disimulado detrás de una estatua bastante curiosa (nunca se supo a quién representaba, ni yo lo sé) y sacó una botella de tapa oscura; la descorchó y sirvió del beberaje en dos copitas ideales para mellizos recientes y un potecito para un San Bernardo bien educado, y una jarra enorme para un vikingo como él.

Dijo:

         -Prosit (aunque eso es “salud” en alemán, pero no sé cómo se dice en vikingo) y elevó su jarra, y después: -a la salud del gran Odín.

Y todos lo imitaron, y en ese momento, Canterville y Baker supieron que no sabían lo que serían en la vida, pero seguramente no serían galos. Si debían elegir algo, serían vikingos, como Kaspar.

Y así se selló un pacto de amistad eterna entre los mellizos recientes, el San Bernardo llamado Quintín y el hombrón, viejo vikingo, surcador de los Siete Mares (aunque así se han llamado todos los piratas de la historia, vaya uno a saber por qué).

 

Estación 6 (muy breve, las disculpas del caso): de cómo continuar esta historia

En este preciso instante, quien narra esto que aconteció hace ya muchísimos años, debe detenerse un momento y pensar. Hasta los narradores de historias deben hacerlo, para que el relato no se pierde, no se vuelva laberíntico, y el lector y los protagonistas sepan dónde se encuentran y adónde van.

El caso es que dejamos a los mellizos y a Quintín en la habitación que les ofreció Kaspar, y a Kaspar lavando las ollas y los platos en la cocina (sí, los vikingos también lavan los platos y ordenan el caos que dejan después de una comida pantagruélica), y nos detenemos un poco en el narrador. Porque, ¿dónde estaba el narrador, durante todo este tiempo, que parece conocer hasta el más mínimo detalle, pero ha decidido no dar la cara? ¿Es acaso un narrador tímido? ¿Un narrador cobarde? ¿Un no-narrador? Vaya uno a saberlo, y el que sepa quién es el narrador, pues que se lo pregunte. En todo caso, el narrador necesita un respiro, un descanso, digamos. Ha dejado a todos descansando, porque Kaspar terminó de fregar y fue a echarse una siesta reparadora en su cama de tres plazas, tan grande y ancho es. Y la cama es de hierro, y el colchón de madera, porque si no, no resistiría. Pero para él es como si fuera de algodón y plumas, así son los vikingos.

El narrador, que conoce la historia hasta el final, se pregunta qué más contar de todo lo que ocurrió. ¿De cuando conocieron la gran catedral en la plaza mayor? ¿De cuando fueron a pescar truchas en el río encantado? ¿De cuando vieron leones en la Gran Sabana? ¿De cuando viajaron en el trineo de Papá Noel hasta que él les dijo que no era él sino un malentendido, pero que de todos modos disfrutaba enormemente con ese juego? ¿De cuando montaron camellos y dromedarios y llegaron hasta la Gran Pirámide?

No, no se puede narrar todo. Es imposible, porque si así lo hiciera, Canterville y Baker no regresarían nunca más a la cocinita inglesa, a la estufa encendida, y a contarles al padre y a la madre, que siguen esperando con infinita, enorme, paciencia, a que los mellizos vuelvan y narren las aventuras.

Entonces, ¿cómo seguir?

Quizá por cómo viajaron en zeppelín. Esa sí fue una aventura. Bien, continuemos con esa. Y después se verá, si hay más relato o si este empieza a acabarse. Con los narradores nunca se sabe. Tan luego se entusiasman, una palabra llama a la otra, y cuando te quieres acordar, han escrito cincuenta páginas más que te quitan el aliento (o las ganas de seguir leyendo, todo depende del arte del narrador).

 

Estación 7: del viaje en zeppelín

Para comprender cómo fue posible que los mellizos recientes –por favor, no hay que olvidarse realmente de que no llegaban con los piecitos al suelo- hicieran un viaje en zeppelín, debemos remontarnos mínimamente a ciertos detalles de la vida del padre. Resulta que al padre, heredado de la madre, a sazón, abuela de los mellizos recientes, siempre le habían gustado los zeppelines, no se supo nunca por qué.

La madre (del futuro padre de los futuros mellizos) le decía:

         -El zeppelín rosado sale a las 19:33 de la azotea.

Y el futuro padre de los futuros mellizos entendía claramente que debía tomárselo si quería llegar puntualmente a donde fuera que iba. Así nació el asunto del zeppelín. De modo que incluso de grande, a veces decía:

       - Me tomo el zeppelín de las 21:33 y voy a cenar.

Y la madre del padre de los futuros mellizos que todavía no eran ni un proyecto sabía lo que eso significaba: un secreto entre ambos.

A tal punto, que ya de grande, y pocos meses antes de que supiera que iba a ser padre, descubrió que había alguien en Londres que alquilaba zeppelines. La madre (la abuela de los mellizos recientes) se alegró muchísimo y se vio a sí misma viajando en ese globo alargado como un frankfurter, que tanta mala fama había criado, sin tener ninguna culpa, todo debido a que había sido diseñado por un alemán que terminó embarcado en la Guerra Mundial, pero eso forma de la Historia verdadera y no de esta (aunque a veces una y otra se mezclan un poco). Pero resultó que el zeppelín que se alquilaba medía apenas medio metro y era para… hacer publicidad en el cielo. ¡Qué desilusión! Por eso, el día que los mellizos descubrieron que efectivamente había una especie de zeppelín-puerto del que despegaban y en el que aterrizaban zeppelines, ni lo dudaron. ¡Si era el sueño de la familia, como quien dice!

        - ¿Y estás seguro de que es un zeppelín de verdad y no una tontería publicitaria?  insistió Baker, desconfiado.

Desde que había descubierto que la publicidad es engañosa y miente sin que a nadie parezca importarle, sospechaba de todo (menos del hermano, de Kaspar, de Quintín y de la abuela, en ese orden; en la lista no figuran ni el padre ni la madre, porque esos nunca despiertan sospechas).

       - No, no estoy seguro, pero si no hacemos el intento, no lo sabremos nunca –respondió en silencio Canterville, demostrando, una vez más, que era un hombre de acción, claramente.

Entonces le preguntaron a Quintín si sabía dónde quedaba el zeppelín-puerto y él respondió que por supuesto, que por allí cerca nomás, como todo.

Dudaron. ¿Debían invitar a Kaspar a hacer el viaje con ellos? Canterville opinaba que sí, que un buen vikingo se merecía hacer, al menos, un viaje en zeppelín en su vida. Baker dudaba un poco. Los vikingos cruzan los mares, ¿pero serán capaces de cruzar los cielos? El que dirimió la cuestión fue Quintín, que era un San Bernardo muy sensato. Pues que decidiera el propio Kaspar, ya era suficientemente grande como para elegir por sí mismo.

Y Kaspar dijo que por supuesto, que haría el viaje con muchísimo gusto, pero que debía llevar el hacha y la espada, porque nunca se sabe con qué puede encontrarse uno cuando cruza los mares – perdón- los cielos. No dijo, porque lo olvidó, que también llevaría su casco vikingo, uno de metal lustrado, enorme, y con dos enormes cuernos, seguramente de jabalí salvaje (dedujo Baker, pero Quintín no estuvo para nada de acuerdo; eran de reno salvaje). Así que cuando apareció dando grandes zancadas por el zeppelín-puerto, con el casco, el hacha en una mano y la espada en la otra, y saludó con el vozarrón que tenía, los tres –Canterville, Baker y Quintín- durante un segundo, quizá un poco menos que un segundo, sintieron un pavor espeluznante, de esos que no se olvidan nunca más y que hacen que, cuando aparezca un fantasma, el asunto parezca un juego de niños. Porque la vez que apareció – por error- un fantasma en el cuarto de los mellizos recientes- Canterville ni le prestó atención, y Baker, que sintió pena por él y se puso en su lugar, le dijo con voz suave:

-          -Después de haber viajado en zeppelín con Kaspar, un fantasma como tú sólo da un poco de lástima… Al menos, deberías usar una sábana ensangrentada…

El fantasma desapareció de inmediato, mientras se preguntaba dónde, pero dónde, podría conseguir una sábana ensangrentada… Y como no la encontró, no apareció nunca más.

De modo que durante ese segundo, los tres, como ya se dijo antes, pero es importante recordarlo, sintieron el peor miedo de sus vidas. Un miedo, podría decirse, de color negro, y helado como el hielo del Polo Norte. Completamente helado, sin lugar a dudas.

Pero entonces el saludo se tornó la carcajada que ya conocían y corrieron a abrazarlo, porque realmente les alegraba que los acompañara en el viaje. Fue gracioso ver cómo a duras penas cada uno de los mellizos rodeaba la piernaza del vikingo, como si fuera el tronco de un baobab, mientras él se bamboleaba, Quintín movía la cola, un poco preocupado por que los mellizos salieran despedidos por la fuerza del hombrón. Pero Kaspar era un vikingo cuidadoso con los niños, de modo que después de hacerlos bailar como si fueran trompos, los volvió a depositar en el suelo, sanos y salvos, y los mellizos, un poco mareados, quedaron encantados con el juego. ¿Y si se llevaran a Kaspar con ellos? Quizá no cupiera en la cocinita inglesa, pero seguramente la madre encontraría qué hacer con él, y como era tan, pero tan grande, quizá hasta podría conseguir un trabajo de deshollinador o de espantapájaros o de ahuyentador de cigüeñas cuando se posan donde no deben. O podría darle cuerda al enorme, enorme reloj que está cerca de la catedral. Sí, Kaspar debía volver con ellos.

Quintín estuvo de acuerdo con la idea, y ocultó muchísimo un pensamiento: ¿acaso no querrían llevarlo a él también? Hmmm, Baker lo había pensado, y casi, casi, creía tener la solución. ¿Se llevaría bien Quintín con el gato-gatito?

         -Por supuesto –ladró Quintín de la alegría y casi deshace un jazmín con la cola- me encantan los gatos; los San Bernardo somos los mejores amigos de los gatos, cualquiera lo sabe.

Y con esa alegría en el alma (porque los perros también tienen un alma), comenzó a saltar de un lado al otro, comportándose como un verdadero perro feliz, hasta que Kaspar le pidió por favor que se tranquilizara, porque en cualquier momento despegaría el zeppelín y debían estar sosegados. Quintín pidió disculpas, demoró unos minutos en ponerse serio, y los mellizos hicieron silencio. Luego, los cuatro se encaminaron a la entrada del zeppelín-puerto, que era como un iglú todo transparente, en el que, para variar, no había nadie. Detrás del iglú había una pista de aterrizaje y allí estacionado estaba el zeppelín, el zeppelín más hermoso e impresionante que nadie haya visto jamás, y que sólo ven algunos pocos privilegiados, como nuestros amigos. Ah, quitaba el aliento. ¿De qué color era? Pues realmente no sabría decirlo, porque según cómo se lo mirara, se tornaba de un color o de otro. De a ratos era un arcoíris tornasolado; o se volvía brillante como el acero, o rojo como la sangre, o amarillo como el Submarino Amarillo, o como el prisma multicolor de Pink Floyd; y así podría seguir enumerando colores, hasta que no encontraras cómo explicarlo. Y, además, tal parece que el zeppelín estaba vivo, porque Baker juró que le había hecho una guiñada, y Kaspar dijo que lo había saludo en vikingo antiguo, lo que hablaba muy bien de él. Quintín y Canterville no dijeron nada, pero seguramente decidieron guardarse algo, porque nada más sonrieron  y bajaron la vista.

Entonces, el zeppelín, que estaba ansioso por emprender el viaje –porque, para ser sinceros, era el primero que hacía desde hacía más de 60 años-, encendió los motores que hicieron un par de explosiones y llevaron a que Kaspar pensara que no arrancaría. Pero después los motores cobraron fuerza, se abrió la puerta lateral –que chirrió mucho, porque nadie le había vuelto a poner aceite en los goznes-, apareció una escalerita que hizo temer a Quintín que no resistiera el peso de Kaspar, y el zeppelín habló (con una voz aflautada, como de hada un poco dubitativa):

         - Estamos a punto de despegar… si pudieran apurarse, por favor…

 

Los mellizos recientes entonces corrieron lo más que pudieron con sus patitas ansiosas, y atrás Quintín que casi pierde el barrilito de utilería, y por último Kaspar blandiendo el hacha y la espada como si fuera a enfrentar a su peor enemigo. E, increíblemente, la escalerita resistió todo eso y mucho más, y pronto los cuatro se acomodaron en una especie de cuarto circular, más bien elíptico, pensó Baker, a quien se le daba la precisión, donde había unos sillones un poco duros, pero no importó, porque por fin viajarían en el zeppelín.

Y el zeppelín comenzó a subir, con un poco de esfuerzo al principio, porque –vamos, es comprensible- había perdido la práctica y de tanto estar en tierra firme, nomás se elevó, se mareó un poco, de modo que se inclinó hacia un lado y hacia el otro, pero luego le agarró la mano al asunto, encontró el punto de equilibrio y subió y subió y subió hasta que pareció un puntito en el cielo, un puntito de muchos colores. Puedo decir que visto desde abajo, desde la Tierra, fue un espectáculo inolvidable. Porque además, allá dentro de esa barriga como de ballena aérea, iban mis dos nietos mellizos, flanqueados por un vikingo de armas tomar y por un perro más guardián que el mismísimo Cancerbero. Y les hice adiós con un pañuelito blanco que llevé por si acaso, pero no sé si me habrán visto. Ya me lo dirán cuando regresen.

El asunto es que el zeppelín puso rumbo al Sur, aunque allí arriba el Sur, el Norte, el Este y el Oeste se parecían tanto, que en realidad daba lo mismo para dónde enfilaran. Pero al Sur estaba la costa, a la que Kaspar tanto extrañaba, porque hacía mucho tiempo que no la visitaba, y sentía nostalgia de cuando guiaba la embarcación vikinga y se enfrentaba a los piratas de la Malasia. Así que hacia allí fueron, y el mar era enorme, casi infinito, como el que habían imaginado los griegos antes de darse cuenta de que la Tierra era redonda y no un plato sostenido por tortugas; aquel mar era de antes de que la Tierra fuera redonda porque no se terminaba nunca. En realidad no había Tierra, el planeta era Mar, así debía llamarse (eso pensó Baker y decidió que sería lo primero que le preguntaría al padre cuando se lo encontrara en la cocinita inglesa). Kaspar estaba encantado, porque enseguida vio el navío que había dejado en el puerto, hacía tanto tiempo, y si bien necesitaba algo de reparación, las velas aún estaban en los mástiles, esperando para zarpar. También estaba el timón, listo y aceitado, y durante un segundo sintió una enorme nostalgia en el corazón. ¿Pero qué sería de un hombre que no siente jamás nostalgia? Se perdería lo mejor, porque cualquiera sabe que la nostalgia alimenta los sueños y desencadena aventuras. Sí, vio al navío y lo saludó, y Quintín llegó a ver la lágrima que el vikingo se secó de un manotazo. Una lágrima vikinga, salada como el mar mismo. Y después vieron la cola de una ballena, y luego las aletas afiladas de los tiburones, y el Mar de los Sargazos, y una embarcación encallada con los esqueletos de los prisioneros atados en el mástil mayor (Baker se alegró en secreto, deseaba ver un esqueleto desde que el padre se había confundido y les había leído un fragmento de un libro de Anatomía Humana). También vieron al Monstruo de Loch Ness, aunque eso es un poco menos probable, porque no debería estar en ese mar, pero da lo mismo, porque si cuatro pares de ojos lo afirman, debemos darlo por bueno. El Monstruo de Loch Ness, además de ser feo, resultó ser amable, porque se alzó lo más que pudo y lanzó un chorro de agua portentoso como si fuera la manguera de un bombero, con tanta, pero tanta fuerza, que el zeppelín se tambaleó un poco, pero enseguida se enderezó. Era un gran piloto, no cabía la menor duda. Canterville se prometió que cuando creciera un poco, iría a domarlo y recorrería en su enorme cuello las costas de Escocia. Baker refunfuñó un poco:

          -Yo te esperaré tranquilamente en casa – le contestó mentalmente.

Después el mar empezó a hacerse chiquito, no se sabe cómo, y se fue convirtiendo… en una selva. No sé si esas cosas son posibles, aunque si uno mira un mapa, eso es lo que ocurre… de un sitio pasas a otro y donde hay un desierto empieza a crecer una montaña que se cubre de nieve y después da paso a los riscos y te encuentras precisamente allí: en la selva.

¿Pero qué selva era? ¿La del Amazonas, del Orinoco, la del Congo o la Selva Negra? No había cómo saberlo, porque aun si hubiera habido un cartel que indicara algo, desde tan arriba no se lo podía ver, por más que aguzaran la vista y que el zeppelín aumentara al máximo la potencia del telescopio. Nada. Era una selva sin nombre. Y quizá por eso era tan hermosa. Era oscura y umbría como lo son las selvas, con árboles tan altos como la Torre Eiffel (Canterville pensó que Baker exageraba un poco, pero no lo interrumpió), sobre los que a su vez crecían lianas y helechos, y había monos y tucanes y orquídeas negras y abajo, muy abajo, hilos de agua negra, que no era negra, sino transparente, pero que parecía negra porque casi no había luz. Y después allí vieron a la balsa, que transportaba a la familia que va de un lado al otro por el río ancho, hasta que llega a la desembocadura en el océano, pero vuelven hacia atrás, río abajo… Y así viven, yendo y viniendo, no se sabe muy bien haciendo qué, pero parecen ser felices de ese modo. Y la selva estaba llena de ruidos si uno prestaba atención. El canto de los pájaros, el graznido de las aves de rapiña, el chillido de los monos, el ladrido de los lobos (¿lobos en la selva?, dudó Baker, pero no interrumpió a Canterville), el rugido insolente del leopardo y el grito espantoso del elefante (Kaspar nunca había estado en un zoológico, pero pensó que más que una selva aquello era eso, un zoológico) y el tronar de una manada de… dinosaurios.

          -¡Alto! –intervino Quintín, bastante alarmado. –Dinosaurios, no. Es imposible. No confundan las cosas.

          -¿Y por qué no puede haber dinosaurios en nuestra selva?

 

Quintín dudó. Baker tenía razón. ¿Qué impedía que hubiera dinosaurios, si sólo ellos los veían y no le hacían mal a nadie?

Suspiró y metió la cola entre las patas, en señal de contrición.

         - Aceptado –respondió Baker mentalmente. Y eso que no le había dicho que había visto una tribu nómade que acaba de descubrir el fuego. En fin, esos relatos desordenados del padre eran un poco la causa de estos desajustes geográfico-temporales.

Pero la selva se cerró sobre sí misma, como si hubiera decidido que ya se había dejado ver más de la cuenta; un niño en la balsa les hizo adiós con la mano, con una sonrisa de oreja a oreja, y el padre le dio un coscorrón, porque no estaba bien que un niño en una balsa en la selva saludara a un zeppelín. Baker le hizo adiós con la mano y le sonrió, y el niño guardó ese recuerdo hasta el día que se murió de viejo, viejísimo, y se lo contó antes a sus nietos. Como se ve, las historias pasan de abuelos a nietos, no de padres a hijos.

Bien, la selva se fue haciendo chiquita como el mar -¿sería producto del movimiento que las cosas se achicaban a medida que uno se alejaba de ellas, o se achicaban realmente?- y de pronto el zeppelín tuvo que frenar de urgencia, sonó la alarma de la emergencia, se desprendieron las máscaras de oxígeno y los paracaídas y los salvavidas y, nadie sabe por qué, cuatro jarras con chocolate caliente. Por supuesto que eligieron el chocolate, porque el zeppelín maniobró con pericia, justo a tiempo: delante de la nariz (porque tenía una nariz) había la montaña más alta, más alta, más alta de todas las que hay en la Tierra. Precisamente se llamaba “Montaña Altísima” (Baker decidió que “altísima” no alcanzaba para que alguien que no la hubiera visto se representara las verdaderas dimensiones, pero en ese momento no encontró ninguna otra palabra y aceptó esa).

La Montaña Altísima era negra como el plomo fundido (¿estás seguro de que el plomo se funde?, le preguntó Canterville, pero Baker se alzó de hombros: pues seguramente, los metales se funden…) y aquí y allá tenía vetas de oro, diamantes y camomila.

         - ¿Camomila? ¿Vetas de camomila, has dicho?

         -Sí, claro. Allí están. Esas, verdecitas.

         -Pero la camomila es una planta, se prepara té. El que toma a veces nuestra madre cuando no nos portamos del todo… bien.

        -Sí, lo sé, pero en esta montaña hay vetas de camomila. ¿Qué quieres que le haga?

 

Canterville no supo qué responder y Kaspar apoyó el razonamiento de Baker. Los vikingos conocían el uso de la camomila gracias a las mujeres druidas que la usaban para adormecer a los enemigos. Claro que se necesitaban quilos y quilos para preparar litros y litros de té, y por eso es que dejaron esa práctica y se dedicaron a cortarles la cabeza con el hacha y la espada (Baker, encantado, aplaudió; puede parecernos un mellizo reciente un poco cruel, pero no, eso se debe a que el padre les leyó los cuentos infantiles originales, los que realmente terminan mal para que los niños aprendan la lección). Y sí, a veces, no se sabe cómo, continuó Kaspar con la explicación, la camomila se metía bajo tierra y nada, sucedía eso: se transformaba en una veta.

         -Difícil para cosecharla – pensó Quintín en voz alta y se arrepintió, porque quizá Kaspar se ofendiera.

         -Claramente, muy difícil – asintió el vikingo – por eso, los más valientes de la aldea eran los encargados de subir hasta aquí y conseguirla.

        -¿Entonces has estado en esta montaña? – intervino el zeppelín más que sorprendido. Estos vikingos eran admirables. Una pena que se hubieran extinguido.

        -No nos extinguimos, eso le ocurre a los animales  y a algunas plantas. Nosotros nos transformamos.

         -Ah – dijo Quintín y no quiso profundizar en el asunto.

         -Sí, conozco esta montaña. De hecho, un poco más a la izquierda verás una marca roja: la hice yo.

Canterville estaba entusiasmadísimo. Kaspar no sólo había escalado la montaña más alta de la Tierra, sino que había dejado su marca allí.

       - ¿Y qué significa la marca?

Se hizo un gran silencio, tan grande que hasta se detuvo el motor y el zeppelín flotó en el aire gélido de la mañana montañosa.

Kaspar se sonrojó completamente, tanto que imagino que incluso se le volvieron color rubí las manazas y las piernazas.

        -Fue una promesa de amor – murmuró.

Quintín, que tenía una veta romántica, debido a su madre, una Gran Danesa francesa (bueno, él no tenía la culpa, sino el dueño de la perrera) suspiró enternecido. Un vikingo enamorado era lo máximo que podía esperar conocer un San Bernardo, sobre todo a esa altura de la vida.

          -¿Y? ¿Qué pasó?

          -Pues que dijo que yo parecía un oso peludo y que no me quería ni un poquito así.

          -¿Y?

          -Insistí… si dieras la vuelta a la montaña, verías que me hizo construir una terraza, una escalinata, una cabaña con ventanas del tamaño de un dedal (y se miró las manos y todos imaginaron el trabajo que le habría dado hacer algo tan diminuto con unas manos tan grandes) y un jardincito delantero. Todo eso con el hacha y estas manos que ves aquí.

          -¿Y?

          -Que tiempo después me di cuenta de su ardid: demoré tanto que, para cuando terminé, ya estaba viejo para ir nuevamente a la batalla. Y entonces ella aceptó casarse conmigo. Y hemos sido muy felices hasta el momento.

Kaspar volvió a ruborizarse, porque no le había gustado nada decir que había dejado de pelear en las batallas, para construir eso que su futura esposa quería. Pero hablaba bien de él, creo. No es tan frecuente un vikingo sentimental.

Ahora bien, si eran tan felices, ¿dónde estaba la esposa de Kaspar y cómo se llamaba?

        -Eso lo veremos a la vuelta. Dijo que nos esperaría con unas ricas tartas y una carne a las brasas, porque seguramente regresaríamos con hambre.

Entonces Canterville se imaginó una deliciosa y crocante carne asada, mientras Quintín se relamía pensando en los huesos que le darían, y Baker intentaba imaginar a una esposa vikinga… ¿también usaría un casco con cuernos de jabalí salvaje?

         -Renos salvajes – insistió Quintín, ya a punto de rendirse. Baker era muy testarudo.

El zeppelín dio vuelta a la montaña, para descubrir la casita que había esculpido Kaspar tan arriba, y efectivamente allí estaba. Es cierto que del techo –que había sido de paja- quedaba poco y nada, pero sí el armazón de madera durísima (que tenía que resistir varios siglos), y las paredes de piedra y las ventanas y la cerca que rodeaba el jardín donde, increíblemente, aún florecía el Edelweiss (y quien no sabe qué es el Edelweiss, pues que le pregunte a una abuela). Quintín entonces imaginó unos cinco vikinguitos con cascos diminutos (y sin cuernos aún) correteando por ahí y aprendiendo a dar los primeros gritos guerreros. Se alegró de no haberlos conocido. A Kaspar se le desprendió otra lágrima, que esta vez también fue vista por Baker, pero ni él ni Quintín hicieron un comentario. Es bueno saber que hasta los vikingos se emocionan por algo así.

El zeppelín hizo un gran esfuerzo y le exigió el máximo a los motores y se elevó aun más, para estar más alto que la montaña altísima, y lo logró… No sólo estuvo mucho más arriba, sino que se metió de lleno en una nube blanquísima que impidió ver nada más. La nube, que como todos saben parece algodón y no agua condensada, sonreía porque una especie de pescaditos dorados saltaban de un lado al otro y claramente le hacían cosquillas.

Ya lo sé; nadie diga nada. En las nubes no hay pescados, y menos pescaditos fuera del agua. Pues allí estaban y saltaban encantados de montecito nuboso a montecito nuboso, y ni a ellos ni a nosotros nos pareció que eso no fuera a estar ocurriendo realmente. Canterville sintió unas enormes, enormísimas ganas de salir y corretear entre la nubes él también, y el zeppelín, que era bueno como un pan, abrió otra puertita, que nadie había visto y que estaba reservada para las ocasiones especiales, le encasquetó una especie de escafandra para caminar entre las nubes, le puso un cinto diminuto y muy fuerte, que estaba convenientemente atado a una manija de hierro forjado, y de un empujoncito lo hizo salir de la nave. ¡Ah!, están pensando ahora, si la madre se entera, se muere del susto, y el padre se enojaría un poco con el zeppelín, con Kaspar, que se supone que es un adulto responsable y con Quintín, que, como buen San Bernardo, debería estar cuidando al mellizo reciente. Pero ni la madre se asustó, porque sabe que es una aventura de cuento, ni el padre se enojó, porque en realidad a él le hubiera gustado estar en el lugar de Canterville y dar saltitos entre las nubes blanquísimas. Así que todos tan contentos, mientras Canterville flotaba, daba vueltas de carnero para un lado y para el otro, se enredaba con algún pescadito y mordisqueaba pedacitos sueltos de nube que eran como conos de algodón de azúcar (no tan dulces y empalagosos, por suerte).

Baker lo miraba hacer, y sólo atinaba a pensar en que ojalá esas nubes no decidieron convertirse en lluvia, porque si no, Canterville quedaría colgando cabeza para abajo y además se empaparía, y eso sí que sería un problema.

Pero el zeppelín lo tranquilizó y le dijo que esas nubes no se hacían nunca lluvia, que estaban allí para eso, para que los mellizos recientes se divirtieran, con lo cual le estaba indicando a Baker que se pusiera la escafandra y el otro cinto y saliera también. Y el reflexivo Baker, el pensador Baker, le hizo caso y alcanzó al hermano, lo tomó de la mano y ambos hicieron la plancha, boca arriba mirando un sol redondo como solo el sol puede serlo, sintiéndose más livianos que una pluma, allí, más arriba que nadie, en lo que podría decirse que era el techo del mundo.

Mientras tanto, en el zeppelín, Kaspar y Quintín empezaban a impacientarse. Quizá se hacía la hora de regresar, y la impaciencia se debía, principalmente a que ambos comenzaban  a sentir hambre, un hambre de esas enormes, que no se resuelven con un trozo de pan de arroz. Así que Quintín tironeó de una de las correas, y Kaspar de la otra, y entre los dos arrearon a los mellizos recientes, que volvían con el pelo mezclado con nubes, nubes en los bolsillos y en los dedos, e incluso una saliendo por una de las orejas. Y, más tarde, Baker descubrió que un pescadito se había quedado dormido en el bolsillo, y como allí estaba tan tranquilito, allí se quedó, y recién despertó mucho tiempo después, cuando, en la cocinita inglesa, Baker sacó el mapa para mostrárselo a la mamá y al papá, y dentro del mapa estaba el pescadito. El gato-gatito se relamió, encantado, pero la madre lo atajó a tiempo y el padre metió al pescadito en un jarrón que había ahí, esperándolo, y de ese modo, el pescadito fue el primer pescadito que volvió de las nubes y se integró a esa familia un poco peculiar.

 

Estación 8: de cuando deben decidir qué hacer, pero ninguno está de seguro de proponer la mejor idea

A decir verdad, los mellizos recientes estaban cansadísimos y cualquiera que tenga algo de experiencia con niños chicos sabe que se quedarían dormidos no bien pusieran las cabezas contra los respaldos, aunque no fueran demasiado cómodos. Eso al menos fue lo que Kaspar y Quintín pensaron, y fue exactamente lo que ocurrió. De ese modo, los mellizos no supieron que el zeppelín era el ser más feliz del universo y que se puso a silbar una melodía bellísima que sólo conocen los zeppelines cuando son felices de verdad. Y así comenzaron a regresar, y las rayitas se fueron convirtiendo en caminitos y después en caminos vecinales –que son de color más claro- y tan luego en callejas de piedra y grava. Y lo mismo pasó con lo que desde lejos parecía un cubrecama hecho de retazos verdes, amarillos, rojos y marrones, que terminaron siendo lo que jamás habían dejado ser: campos sembrados de trigo, y membrillos y viñas y maíz y girasoles y repollos rojos y coliflores y tulipanes. ¡Momento! ¿Tulipanes? Sí, ¿por qué no? Son bonitos…

Y así fue todo; pero seguía sin haber personas, y uno, en el fondo, estaba agradecido, porque todo lucía sin uso, esperando la orden para comenzar a ser.

Entonces en esa larga siesta –la primera de todas, antes no habían tenido tiempo, hay que decir la verdad, y resultaron ser mellizos recientes muy resistentes- el zeppelín fue regresando al zeppelín-puerto y azeppelinó con suavidad para no despertarlos, y ronroneó un poco, contento con el vuelo, y un poco melancólico porque no sabía cuándo sería el siguiente.

Claro que ni el zeppelín, ni Kaspar, ni Quintín, ni mucho menos los mellizos, sabían lo que el narrador de esta historia había decidido de pronto, al verlos allí, tan felices. Porque cuando se encuentra un grupo como este, así, tan feliz y decidido, vale la pena seguir con la aventura. Y qué importa si el grupo es imposible… un perro que habla, un zeppelín que revive, un vikingo sentimental y dos mellizos recién nacidos… Pero sí, todo es posible en esta historia, y si no lo fuera, ustedes no la estarían leyendo, ni yo narrando.

Kaspar cargó a cada mellizo en una de las manazas, tal como había hecho el padre cuando los vio nacer, y con mucho cuidado regresó al albergue, mientras Quintín le cuidaba las espaldas y el zeppelín… buena pregunta, veamos qué hizo el zeppelín para seguirlos.

Acá es necesario hacer una aclaración: los zeppelines tienen una característica que nadie sabe realmente cómo y cuándo surgió, y quizá sea únicamente la del nuestro. Pero es esta: cuando el motor se apaga, se silencia el timón y el telescopio se enrolla como el cuello de la tortuga que se esconde en el caparazón… sale el espíritu del zeppelín, que podría decirse que si uno pudiera verlo, sería como una esfera de unos 20 centímetros de diámetro, de color amarillo suave. Flota a un metro, un metro y medio del suelo y hace un runrún casi inaudible, mientras avanza en línea recta. De modo que eso fue lo que pasó, y el zeppelín vuelto esfera acompañó a la comitiva. La esposa de Kaspar, que se llama Viktoria (sí, con k, los vikingos aman la letra “k”), abrió la puerta de par en par y con una enorme sonrisa en los ojos, y en todo el cuerpo, les dio una bienvenida vikinga, que cada uno puede imaginar a su gusto, al narrador no se le ocurre nada en este momento. Porque cuando una mujer vikingo se alegra, lo demuestra con todo su ser. Y ella estaba encantada de recibir a esos mellizos dormidos, porque sus hijos ya habían crecido hacía mucho tiempo, y andaban por tierras lejanas, y estos niños aquí, tan idénticos como granos de arena, de inmediato la encantaron, pese a las pecas y a los cabellos revueltos y las lagañas que adivinó en los ojos. Con ternura vikinga los tomó en los brazos y los depositó en la cuna de sus hijos, en la que cabían al menos cuatro mellizos y eso nos da una idea del tamaño de un bebé vikingo. La cuna era mecedora, y Quintín de un lado y el zeppelín-esfera del otro, con suavidad, los mecieron, y para sorpresa de todos, Kaspar comenzó a cantar bajito una canción vikinga de cuna, que espero que la madre y el padre de los mellizos aprendan, porque resultó infalible para mantenerlos dormidos y felices, porque no bien empezó a sonar la voz del vikingo, los mellizos, en sueños, sonrieron y se metieron el pulgarcito en la boca, que es lo que hacen los recién nacidos cuando están en paz y tienen sueños bonitos…

Y mientras todo eso sucedía, Viktoria preparó la comida prometida, asó la carne y las papas, a las que le puso mantequilla suave y un poco de perejil, que hace bien a las tripas, dijo, y también amasó las tartas, rellenas de crema y frutillas, con unos decorados que no sé de dónde aparecieron, pero que se asemejaban a la noche estrellada.

Entonces sí, despertaron a los mellizos, que se desperezaron, olieron la carne a punto, y los postres dulces, dieron un saltito y salieron de la cuna-mecedora. Saludaron con cariño a zeppelín-esfera, y Baker dijo que su apariencia le resultaba agradable también, que le gustaría sentarse a su lado, aunque no estaba seguro si comería asado, y zeppelín-esfera se ofuscó un poco: ¡por supuesto que comería asado! Ser zeppelín-esfera no hace que uno no sienta hambre y quiera comer de la exquisita cena preparada por Viktoria. Y dicho eso, se sentó primero que nadie y se anudó primero que nadie la servilleta al cuello, y sonrió de… punta a punta del diámetro, porque no se le veían las orejas, y no sé cómo, pero tomó un cuchillo y un tenedor y fue el primero en cortar un trocito (sí, muy chiquito, porque era una esfera, como dijimos, de dimensiones modestas) y saborearlo.

         -Hmmm, hmmm, señora Viktoria, el mejor asado que he comido en los últimos sesenta años – exclamó, feliz.

Y Viktoria se dijo:

        - Pobrecito, con razón es tan chiquito. Déjenmelo unos días acá, y se volverá un zeppelín-esfera que llamará la atención.

Pero Baker se concentró para que eso no sucediera, porque ya veía que se estaban metiendo en líos: volverían a la cocinita inglesa siendo una verdadera tropa, porque claramente Viktoria los acompañaría, era innegable que no podía separarse de Kaspar; así que tan luego la esfera no podía ocupar demasiado lugar… salvo que, acotó Canterville, convencieran a la madre y al padre de que valía la pena mudarse a una casa cuya cocina, al menos, fuera tan grande como para que todos estuvieran reunidos cómodamente, pudieran estirar las piernas bajo la mesa cuanto quisieran, y desperezarse y hacer bromas sin temor a aplastar al vecino con las carcajadas.

Kaspar dijo que seguramente podría convencerlos, si le daban la oportunidad, y preguntó si el padre y la madre hablaban vikingo y Baker dijo que por supuesto que sí y Canterville dijo que ni por asomo, con lo cual no quedó claro qué ocurriría cuando se encontraran ni qué idioma hablaban los padres.

Quintín los tranquilizó porque dijo que él había trabajado una vez de traductor y se prestaría para ser de ayuda, cosa que los mellizos agradecieron de corazón.

Entonces, Viktoria intervino y dijo que le parecía sensato hacer un plan. ¿Por qué las mujeres son siempre tan organizadas?, se preguntó Quintín, porque Kaspar ya lo sabía, y los mellizos recientes no tenían ninguna experiencia con mujeres, salvo su madre, claro, pero que era una madre, y de las madres se espera, precisamente, que sean organizadas y resuelvan todos los problemas del mundo: desde qué deben comer dos mellizos recientes, hasta quién debe ser presidente de la Unión Europea, qué debe hacer Syrisa para salvar Grecia, el punto de hervor de la leche para que no se cubra de nata, cuál es el mejor remedio para la tos y la fiebre, y cuál es el mejor ángulo para retratar al padre, que a veces no sale bien parado en los retratos. En fin, para qué continuar con la lista de la cantidad infinita de cosas que una madre organiza y resuelve. Bien, se dijo Baker, en definitiva su madre era madre porque quería serlo, de modo que tampoco había que aplaudirla demasiado. Estás equivocado, protestó Canterville, porque sabe todo y no sé dónde lo aprendió. Para que sepas, uno no nace sabiendo esa clase de cosas. Quintín dijo que Canterville tenía razón, y que la madre era especialísima por eso. Y Viktoria insistió, dice el narrador, para retomar el tema que nos ocupa.

Kaspar dijo que debían asistir a un festival de rock al aire libre, de esos que culminan con fuegos artificiales y el público feliz de la vida haciendo una ola con los brazos. Quintín dudó un poco. Eso del festival de rock quizá era un poco apresurado, quizá debieran aprender a patinar en el lago congelado, o en el canal. Viktoria no estuvo de acuerdo. Podrían visitar esa maravillosa… iglesia, que estaba tan escondida que nadie veía, pero que si más gente la viera, menos problemas habría en todas partes, era una iglesia de todas las religiones del mundo, algo único. A zeppelín-esfera la idea de perder la tarde en una iglesia desconocida no le pareció nada divertido, y propuso asistir a un espectáculo de sombras chinescas, pero de las que no son de China, sino de Bali, pese a que se llaman igual. ¿Y por qué se llaman igual, si son de Bali?, se preguntó Baker, y amenazó con desatar una verdadera discusión que no llevaría a ninguna parte, porque nadie sabía nada, ni de las sombras chinescas de China, de Bali, “o del teatro negro de Praga”, agregó Quintín, con lo que los sorprendió a todos y finalizó el asunto.

Después empezaron a hablar todos a la vez, y la lista de las cosas que querían hacer y visitar amenazaba con ocupar el resto de la vida, y eso significaría que los mellizos recientes no irían ni al jardín de infantes (detestable definición, decidió Baker no bien escuchó hablar del tema, porque imaginó una especie de jaula absurda llena de plantitas con cabezas de bebés, como si fueran coliflores, aunque no sé por qué pensó en coliflores y no en otra cosa, como por ejemplo zapallos, que se parecen más a cabezas de bebés, si se me permite una opinión); ni a la escuela, no usarían túnica, no se ensuciarían las manos ni tendrían raspones en las rodillas, no se romperían un brazo o algún diente, no morderían a ningún compañero de clase, no comerían tierra de algún cantero, no aprenderían a andar en bicicleta sin rueditas (y si las bicicletas no tienen rueditas, ¿cómo andan?, se preguntó Baker, que no distinguía aún entre ruedas y rueditas, pero ya se sabe que es una distinción extremadamente compleja). Y siguió otra eterna lista de todo lo que los mellizos recientes no harían si se guiaban por la lista previa, la de las cosas interesantes para hacer antes de volver a la cocinita inglesa, donde la madre empezaría a aburrirse de tener al gato-gatito en la falda, y al padre comenzaba a enfriársele el té en el jarro.

Total, que estaban exactamente como al principio, pero con la barriga llena, y pido disculpas para expresarlo así, pero no hay otra manera de decirlo. Porque entre propuesta y propuesta, se habían ido devorando el asado y las papas, y zeppelín-esfera, que a veces se distraía, le dio un tarascón al plato, que le hizo perder el único diente sano que tenía. ¡El único! Ay, ahora se había convertido en una zeppelín-esfera con dientes todos malos. Pero a eso quién puede importarle, pensó Canterville, si no estaba buscando novia.

         - ¿Y cómo lo sabes? – protestó de inmediato zeppelín-esfera y nadie preguntó cómo Canterville sabía a) que no buscaba novia; b) qué diablos era buscar novia.

         - Bueno, se me ocurrió –intentó salir del paso Canterville, y Quintín sonrió un poco de lado. Ese niño sería un pícaro; la de problemas que tendrían los padres en cuanto creciera un poco.

 

El zeppelín-esfera decidió que no valía la pena discutir con un mellizo reciente, y cambió de tema. Por fin, Viktoria propuso una solución: o bien se haría una votación por las propuestas más importantes de todas (porque algunas habían sido descartadas: ir al Polo Norte; comer ranas de Nairobi; recorrer todas las montañas rusas del mundo; sustituir todas, todas las armas del mundo por mecanos y legos; liberar a todos los animales enjaulados de todos los países; colgar una bandera pirata en la cúpula del Vaticano; dar la vuelta al mundo caminando por el borde del Ecuador; y muchas otras más que ya no recuerdo, porque eran tantas y todos hablaban a la vez, que alguna se me perdió y no la anoté a tiempo), o se haría un sorteo.

         - ¿Cuál es la diferencia entre una votación y un sorteo? –quiso saber Baker.

         - La votación es la base de un sistema democrático; el sorteo es la base de los juegos de fin de año, las apuestas, las quinielas, la lotería, todo eso.

         - Pero bien podría elegirse un presidente por sorteo, y no por votación –insistió Baker, que cuando se ponía testarudo, era insufrible. – Porque, además, es un sistema mucho más rápido y efectivo. Los candidatos no tienen por qué presentar programas de gobierno, ni necesitan gastar un dineral en propaganda, porque no depende de los electores, sino del azar.

          -Pues así te meterías en muchos problemas –respondió Canterville- porque mira si en el sorteo te sale uno que es desastroso.

         - Lo mismo puede pasarte en una elección.

(No estaba tan equivocado Baker, pero ese es otro tema; porque ya se sabe que entre el programa que un candidato propone, y lo que ocurre después, para que todos lo apoyen, es tan parecido a un sorteo de Reyes, que bien podría hacerse el intento. Quizá así se mejoraría la democracia, tan castigada ella)

(La democracia no, diría el señor Mark Todd, mucho después, una vez que estuvo sentado en la cocina inglesa con el padre y la jarra de té – a él también le habían ofrecido un té y quiso Earl Grey Tea- la democracia no está en cuestión, insistió, sino el sistema democrático, cómo hacer que la democracia funcione verdaderamente con instituciones envejecidas que ya no responden a lo que la democracia necesita. Y no deja de tener su cuota de razón, y si llega el momento, se profundizará en este asunto, pero no es seguro, porque es un tema que le interesa más al padre de los mellizos que a los mellizos; y el narrador se está adelantando demasiado)

Quintín puso orden, porque por ese camino no llegarían a ninguna parte.

          -Yo digo que votemos –propuso el zeppelín-esfera, que jamás había votado en su vida, pero sí había participado (sin suerte) en un sinnúmero de sorteos, y se dijo que quizá por una vez, con una votación democrática, ganara el premio que jamás obtuvo en un sorteo.

         - Suena razonable –aceptó Kaspar- aunque nosotros, los vikingos, resolvemos el asunto de otro modo: nos batimos a duelo.

         - Pero no podemos batirnos a duelo por todas las propuestas que hay. Para cuando terminemos el duelo, no quedará nadie para llevar adelante la propuesta ganadora- protestó Baker, no sin cierta razón, pese que no era pacifista, sino profundamente práctico.

         - Tienes razón –admitió Kaspar bajando la cabeza.

         - A mí me parece que lo que hay que hacer ahora es descansar. Y después se hace una votación. Yo anotaré las propuestas en un papelito, luego las leeremos y se vota por cada una. Y luego se arma una lista nueva de acuerdo a los votos.

Baker pensó que si así funcionaba la democracia, no le llamaba la atención que las cosas en el mundo anduvieran tan mal. El zeppelín-esfera le dijo que no pensara así, que cuando aquel alemán inventó el primer zeppelín, que a la sazón era un pariente suyo, las cosas se habían salido de su curso y puesto muy mal, precisamente, porque habían perdido la democracia. Y recuperarla, agregó, les llevó muchos años y no habían sido años bonitos, por decirlo de algún modo. Canterville quería que se votara ya, porque como había dormido su primera siesta, se sentía más despierto que nunca y quería volver a la acción. Pero Viktoria no se dejó convencer. Mandó a cada uno a descansar un rato en su cuarto, miró a Kaspar con cara de “y mejor me haces caso”, terminó de recoger los platos, las fuentes, los cubiertos y los vasos, y desapareció en la cocina, donde se puso a limpiar todo, como solían hacer algunas mujeres; ahora también los hombres hacen esas tareas, aunque les cuesta mucho y refunfuñan más de la cuenta. Pero eso es otra historia, y no de esta.

Así que Quintín se fue a una perrera tibia y afelpada; el zeppelín-esfera se recostó en un almohadón con cara de Mona Lisa; los mellizos recientes se metieron en la cuna-mecedora, y Kaspar fue a la cocina, a contarle a Viktoria cómo había estado el viaje en zeppelín. Pero cuando entró, la vio dormida con un plato en una mano y una esponja en la otra, completamente dormida. Kaspar le quitó ambas cosas de las manos, desató con suavidad el delantal para que no se despertara, la alzó en brazos como si no pesara ni un poquito así, y la metió en la cama y la cubrió porque comenzaba a refrescar. Luego se quitó las botas, el casco –que aún llevaba puesto- dejó el hacha y la espada sin hacer ruido, detrás de la puerta, y se tendió junto a ella. Para cuando se quiso acordar, se había quedado profundamente dormido, tanto como ocurre cuando un vikingo muy cansado por fin concilia el sueño. Es muy, muy, pero muy difícil despertarlo.

 

Estación 9: lo compleja que puede ser la democracia y lo que puede hacerse para mejorarla

Por fin, Kaspar se despertó, se lavó la cara y las manos y se dijo:

         - Manos a la obra.

Con eso podía referirse o bien a cortar leña para encender la cocina que se alimentaba de madera, o resolver el pequeño asunto que había quedado pendiente, vale decir, qué más harían antes de regresar a casa (técnicamente, a casa regresaban los mellizos recientes; el resto de la compañía era la escolta, pese a que todos, pero todos, deseaban al menos que la madre y el padre los invitaran a pasar, a beber algo caliente para recomponerse después del larguísimo viaje, que así se iniciaran los relatos, que perdurarían más de la cuenta, que la madre o el padre dijeran: - Pero bueno, deberían pasar la noche aquí, ya es muy tarde para encontrar el camino de vuelta; que el padre estuviera de acuerdo con la propuesta de la madre, y que todos aceptaran, la mar de felices por la idea… y así, se vería qué pasaba al día siguiente y al otro y al otro); pero todavía no estamos en ese punto, de modo que Kaspar se refregó las manos y se puso en acción.

No iba a cortar leña, porque no era necesario. De modo que se trataba de resolver el futuro más cercano, vale decir, los días siguientes.

Cuando llegó a la cocina, ya estaban todos allí, y Viktoria sentada en la cabecera. Eso le pareció algo apresurado, pero ya se sabe que en el fondo, muy en el fondo (y en el frente también), quienes mandan, realmente, son las mujeres.

         - Llegas tarde – le dijo como si fuera la Secretaria General de las Naciones Unidas, del Consejo de Seguridad.

Kaspar se sonrojó horriblemente y se sentó, tratando de no hacer ruido, con tan mala pata que le apretó la cola a un ratón que se había colado, tentado por el calor de la estufa. ¿Alguna vez escucharon a un ratón gritar del dolor? Pues es terriblemente espantoso. Se hizo un silencio de muerte, y Kaspar casi se cae de la silla de la impresión. La cola del ratón había quedado en muy mal estado, y Kaspar lo recogió, pero el ratón se defendió y le mordió el dedo y no quiso desprenderse. Así, la primera sesión democrática se demoró unos segundos, mientras Viktoria tranquilizaba al ratón, se disculpaba con él, y le prometía que no volvería a pasar, y el ratón rezongaba diciendo que eso le pasaba a los débiles que no tenían representatividad en la mesa de negociaciones, y que si todos querían que volviera la paz, debían hacerle un lugar allí, y quería tener voz y voto, como los demás. Los mellizos se miraron y estuvieron de acuerdo; el zeppelín-esfera quedó encantado y Quintín dijo que le daba lo mismo. Podía tener voz y voto, pero todos decidirían si tomarían en cuenta su voz y su decisión.

Eso confundió un poco al ratón, pero no supo qué decir, y además no tenía ni un aliado ni un representante, de modo que aceptó sentarse –lo más lejos que pudo de Kaspar- entre Baker y Canterville, que lo miraron con curiosidad.

Después, Viktoria tomó la palabra. Dijo que se había resuelto por la votación democrática y no por el sorteo, de modo que leería en voz alta la lista de propuestas –las razonables, como se aclaró antes- y que cada una sería votada. La más votada sería la que se ejecutaría casi de inmediato, y así, hasta la menos votada, que sería la última. Agregó que si alguien no estaba de acuerdo con el procedimiento, que levantara la mano y explicara por qué y qué proponía en su lugar.

Quintín sacó un papel y un lápiz y escribió algo con una letra ilegible; parecía tener experiencia en esta clases de lides, y eso tranquilizó a Kaspar, porque los vikingos, ya se sabe, no aplican mucho las reglas democráticas para resolver sus diferencias.

Los mellizos recientes dijeron que estaban de acuerdo, y el zeppelín-esfera dijo que se acogía a lo que la mayoría opinara, con lo cual quedó sentado que su voto sería una suerte de bisagra, lo que lo hacía quizá el participante más requerido de todos, en caso de que hubiera un empate o la diferencia por un voto. Pero eso ya no es democracia, es política electoral, y no viene al caso. Sirve como aclaración, para que no se crea que el narrador es más ignorante de lo que es. (Del ratón no se supo nada más, porque en vista de que nadie le prestaba atención, ni siquiera el narrador, podemos decir que no tiene –al menos por el momento- ninguna incidencia en la historia. No sabemos qué ocurrirá en el futuro.)

De modo que Viktoria leyó la lista que ella misma había confeccionado, porque los demás se habían quedado dormidos de tanto esperar –vaya que la democracia es lenta a veces-, y porque, si vamos al caso, todos confiaban en su buen tino.

Leyó:

1.       -Asistir a un festival de rock o algo similar

2.       -Visitar la iglesia más extraña, más desconocida y más interesante de la Tierra.

3.       -Recorrer la alcantarillas donde se ocultó Jack el Destripador

4.       -Ir a una función del Circo de los Seres Imposibles

5.      - Sacarse una fotografía en el Gran Puente

6.       -Andar en zancos por la ribera del Río Verde

7.       -Pasar una tarde en Lilliput

8.       -Armar un pueblo en miniatura que ocupe toda la sala de la casa de Kaspar y Viktoria

9.       -Ir al mar (eso era algo que Viktoria deseaba desde que era niña, y lo había agregado a la lista sin consultarlo siquiera con Kaspar, quien al escucharla se dio cuenta, pero no dijo nada, sólo le guiñó un ojo, y eso sucede cuando las personas se aman realmente)

 

Baker preguntó si eso era todo, porque recordaba que se habían propuesto muchas más cosas, pero Canterville le recordó que habían descartado las más descabelladas, con lo que Quintín se quedó pensando si había ideas con cabello y otras sin cabello, y por qué las con cabello eran más sensatas que las calvas. Y como yo tampoco lo sé, pensaré de dónde surge esa expresión y por qué se discrimina a los calvos.

Viktoria les recordó lo que debían hacer a continuación. Se votaría cuál era la propuesta que se llevaría a cabo en primer lugar y así hasta agotar todas las posibilidades.

No es difícil imaginar la discusión que se armó, ni los argumentos que primaron para cada propuesta, porque los mellizos recientes se inclinaban por el festival de rock, Lilliput, el Circo de los Seres Imposibles, y el resto de las propuestas se acercaban más a los deseos de Kaspar y de Quintín. Al zeppelín-esfera, como se dijo antes, todo lo parecía bien. Entonces Baker tuvo la mala idea de preguntar qué diferencia había entre lo que estaban votando y hacer un sorteo, porque seguramente el sorteo sería más rápido, perderían menos tiempo y nadie se pelearía con el otro si su propuesta no era votada de inmediato.

Kaspar y Quintín le dieron la razón, pero con una salvedad:

         - El sorteo parece razonable en una situación como esta, y podemos hacerlo, poniendo papelitos con las propuestas dentro de una caja y sacándolos de a uno. Pero si se tratara de un asunto de Estado, de ningún modo podríamos resolverlo con un sorteo.

         - Pero no se trata de un asunto de Estado – se molestó Baker un poco- creo que todos somos capaces de distinguir entre un asunto de Estado y elaborar un plan de paseos para dos mellizos recientes que salen por primera vez al mundo.

 

Entonces sí que se hizo silencio, porque no sólo tenía toda la razón del mundo, sino que se había expresado de un modo impropio para un mellizo reciente, incluso para la mayoría de los adultos que andan por la vida e, incluso, para los que también toman decisiones que son asuntos de Estado. Canterville pensó que quizá su hermano, algún día, se dedicaría a la política, y recordaría esta asamblea improvisada en la cocina de Viktoria y Kaspar, antes de cualquier discusión y, sobre todo, durante una votación.

          -Tiene razón mi hermano – lo apoyó Canterville, y fue la primera vez que se refirió a Baker como a su hermano (de alguna manera tenía que ponerse a tono y a la altura de lo que había expresado el mellizo menor).

Total, que la que dirimió la diferencia fue Viktoria, que rápidamente anotó cada propuesta en papelitos blancos que tenía guardados en el cajón de-los-papelitos-en-caso-de-que-sean-necesarios, hizo bolitas con ellos y los metió en una especie de pelota transparente que tenía una abertura enrejada y la hizo girar con fuerza. Luego pregunto si todos estaban de acuerdo en que fuera sacando los papelitos, y Quintín dijo que le parecía razonable y equitativo que cada uno sacara uno, que se leyera en voz alta y que se asentara en actas el resultado. Con lo cual, y del mismo cajón, Viktoria sacó una hoja más grande, con membrete, y en la que se leía claramente (bilingüe: en vikingo y en otro que todos comprendían): acta de reunión, con un espacio para poner día y hora y lugar, nombre de los asistentes y firma. Baker estaba encantado con la eficiencia vikinga para estos asuntos burocráticos. Seguramente, pensó, los vikingos habían influenciado, sin proponérselo, a Weber, quien por supuesto jamás reconocería que sus brillantes ideas provenían de esos salvajes nórdicos.

(Pero nos vamos por las ramas, pensó Canterville, mientras yo anotaba lo anterior, y como tiene toda la razón del mundo, continuamos con el relato)

El primero en meter la mano fue Kaspar, y todos temieron que se trabara, porque era una manaza, pero se las ingenió –no sé cómo- para atrapar un papelito con el índice y el dedo mayor, y sacar la mano, mientras sonreía mostrando todos los dientes (que parecían los de una ballena, pensó Canterville, y Quintín estuvo de acuerdo con él, y se preguntó qué clase de dentista lo atendería, a lo que Kaspar respondió que los vikingos JAMÁS van al dentista).

          -Lo leeré – dijo Viktoria, y todos estuvieron de acuerdo.

Se puso los lentes, lo que le dio aspecto de maestra de escuela, y leyó en voz alta:

          -Festival de Rock

Baker y Canterville aplaudieron, encantados, y el zeppelín-esfera se preguntó si el volumen de la batería y del bajo no sería un poco demasiado para él, pero Quintín lo tranquilizó.

Después le tocó el turno a Quintín, quien no tuvo inconvenientes en meter una de las patas, aunque el barrilito rozó la pelota un par de veces y todos temieron que se desbaratara la situación. Extrajo el papelito y se lo entregó a Viktoria.

         - Lilliput- dijo.

Y el zeppelín-esfera se alegró, porque supuso que sería algo adecuado a su tamaño.

Baker metió la manita y dudó. ¿Qué papelito elegir? Cerró los ojos y se concentró y tomó uno, sacó la mano y lo abrió.

         - ¿Puedo leerlo? – le preguntó a Viktoria.

          -Por supuesto.

Y con la vocecita que todos conocemos, dijo:

          -¡Las alcantarillas de Jack el Destripador!

Kaspar estaba encantado: siempre había querido conocerlas, pero Viktoria se había negado cada vez, arguyendo que saldrían con un olor nauseabundo de allí, y con los zapatos completamente mojados y manchados de sangre, y un vikingo sabe cuán difícil son de limpiar las manchas de sangre.

Canterville fue el siguiente, y no necesitó cerrar los ojos; extrajo el papelito y se lo tendió a Quintín para que lo leyera:

          -El Circo de los Seres Imposibles.

Quedaban varios papelitos en la pelota, y faltaban el zeppelín-esfera y Viktoria, quien dijo que quería ser la última en elegir. De modo que el zeppelín-esfera se impulsó hasta la pelota y como no tenía bracitos, se las ingenió para desinflarse un poco y entró limpiamente por la abertura. Unos pelitos quedaron trabados en la rejilla, pero de todos modos logró hacerse de un papelito, no sé cómo, porque en ese momento me distraje viendo una nube con forma de canguro – algo extraño, realmente- y cuando volví a observar lo que ocurría, ya el zeppelín-esfera había salido de la pelota y leía el papelito:

          -Andar en zancos.

 

De inmediato, todos imaginaron el tamaño de los zancos que usaría Kaspar, pero estuvieron seguros de que habría un par adecuado para un vikingo, porque está claro que hasta los vikingos, alguna vez en la vida, andan en zancos.

Y entonces le tocó el turno a Viktoria. Cerró los ojos, los abrió, le brillaron, metió la mano, suspiró, pidió un deseo y la extrajo nuevamente, y todo eso ocurrió en apenas un segundo.

Nunca sabremos qué decía verdaderamente el papelito, porque todos estuvieron de acuerdo en que fuera ella la que lo leyera, y así lo hizo:

          -Ir al mar.

Con lo cual podemos concluir dos cosas: a) que efectivamente se cumplió su deseo; b) que era un poco tramposita, pero que a nadie le pareció mal que lo fuera.

         -Bien- resumió entonces Kaspar, tomando la posta del asunto. Se aclaró la voz y prosiguió: - El orden es el siguiente:

1.       Festival de rock

2.       Visitar Lilliput

3.       Recorrer las alcantarillas de Jack el Destripador

4.       Visitar el Circo de los Seres Imposibles

5.       Andar en zancos

6.       Ir al mar

 

Los miró a todos con la seriedad de un primer ministro ante un verdadero asunto de Estado y concluyó:

          -Si nadie tiene nada que agregar, damos por cerrada la sesión y nos ponemos en movimiento.

Viktoria dijo que llenaría el acta de la reunión rápidamente, mientras ellos se ocupaban de los otros detalles (no sé cuáles son esos detalles, porque no aclaró nada, pero tal parece que los demás comprendieron, porque cada uno fue a hacer lo suyo), y en menos de media hora estaban listos, con las manos y las caras limpias y lustrosas, zapatos cómodos y un paquetito con pan de centeno y queso de cabra (tampoco sé por qué este detalle, pero uno no tiene que dar cuenta ab-so-lu-ta-men-te de todo de lo que ocurre en un relato como este).

Y así, salieron, cerraron con cuidado la puerta, luego el portón del jardín, y se hicieron a la ruta. ¿Y cómo se trasladaron? Seguramente que no con el zeppelín, sino con…

Sí, allí estaba: el vagón 1 los esperaba, y ya de la locomotora salía un precioso humo blancuzco, y hasta parecía que les sonrió, cuando vio cuánto había crecido el grupo de pasajeros. Sí, la locomotora estaba feliz, porque eso de tener una troupe como ésta la convertía en la primera locomotora de la historia con pasajeros tan distinguidos, y eso, cualquiera lo sabe, es importantísimo para cualquier locomotora, en cualquier parte del mundo.
 

Estación 10: festival de rock…

Kaspar le dijo a la locomotora que iban al festival de Rock, y hacia allí puso rumbo. Creo que no hubo demasiado inconveniente en modificar un poco las vías, que chirriaron porque hacía mucho que ningún tren iba al festival de Rock, pero de todos modos, pusieron la mejor de las voluntades, se acomodaron y la locomotora hizo sonar la bocina lo más fuerte que pudo (con lo que despertó a TODAS las cigüeñas que dormitaban en las chimeneas, como corresponde) y tomó velocidad.

Tampoco sé cómo, pero todos se acomodaron en el vagón 1; primero los mellizos recientes, y tan luego Kaspar y Viktoria, que iban tomados de la mano, y por fin Quintín, que se sentó sobre la cola, para que el zeppelín-esfera tuviera lugar y viajara cómodo.

¡Ah, qué decir de ese trayecto! Pues que cada uno vio a través de su ventanilla lo que más quería ver, pero como ninguno hizo comentario alguno, dejo que los lectores elijan… lo que más les guste ver por las ventanillas del tren. Porque se puede: se puede ver lo que uno más desea, sólo se trata de saber hacerlo.

Y de pronto comenzaron a escuchar el trueno furibundo de una batería, y el bum-bum-bum de un bajo entusiasta, y una guitarra que volaba por los aires… Sí, en aquella plaza enorme, con un escenario de dimensiones inconmensurables ocurría el mayor festival de Rock de la historia. Allí estaban todos. Todos, todos los músicos que te gusten están allí. Y es gratis.

El asunto es decidir qué grupo empieza el concierto. De modo que hay que aguzar la vista un poco y preparar el oído.

¡Pero si allí están los Tiger Lillies! ¿Y quién es el cantante que los acompaña? Es Nick Cave, qué increíble coincidencia. Pero más atrás, entre los músicos, parece que se colaron Teleman, Corelli, Pergolesi y Pachelbel, con sus pelos blancos y un poco pasados de moda, pese a que a partir de ese momento, todo el mundo querrá parecerse a ellos, usar esas absurdas casacas de terciopelo, tener aspecto de salidos de una mala historia y componer el mejor barroco de todos. ¿Quizá en ellos se inspiraron Yes, Rick Wakeman y Jethro Tull? Y antes de que uno pueda responder a semejante cuestión, aparece Pink Floyd, y el entusiasmo del público -¿qué público?, si el concierto es únicamente para ellos, se dan cuenta de pronto… De modo que a disfrutar. Ay, si van entrando todos los que te imagines y recuerdes. Por ejemplo, Sigur Ros (esa fue la abuela, seguramente); Carlos Gardel (ese fue el abuelo, gran bromista), pero con pelo largo!, y … no, no, no puede ser… se ha colado Arjona en el escenario… Pero ya los de seguridad le dicen que se ha equivocado, que esto no es ni Miami ni Las Vegas, que aquí mejor no cante.

El zeppelín-esfera no cabe en sí de la alegría: flota de un lado al otro, y cuando se arma de valor se acerca al escenario, asciende un poco más y… sí; está precisamente junto a Roger Waters - ¿se lo imagina o es Syd Barret el que le hace una guiñada cerca del telón? – y después se anima y muy despacio, sin molestar, se detiene ante el señor, el maestro, el gran, Gran Leonard Cohen, que no se sorprende de que un zeppelín-esfera conozca todas sus canciones y sea capaz de hacer los coros con una afinación digna de un coro mayor. ¡Ah, el zeppelín-esfera no puede más de la alegría! Y Kaspar y Quintín se sorprenden, porque jamás creyeron que le gustara tanto la música.

         - ¡Pero cómo no! ¿Qué sería de nuestras vidas sin la música?

Y antes de que nadie pueda impedírselo, se para delante del atril en el que se encontraría el director de la orquesta, toma la batuta como si siempre lo hubiera hecho, golpea suavemente el atril que se ha desplegado de pronto, mira a cada uno de los músicos con amabilidad, pero también con enorme sobriedad, cuenta tres, eleva un brazo y el otro con la batuta y…

Ah, qué concierto, lectores, pero qué concierto tan maravilloso dirigió esa noche el zeppelín-esfera. Un concierto que quedará para siempre consignado en los anales de la música de todas las épocas. Porque… cómo explicarlo. Como cuando alguien es capaz de pedirle al otro que dé lo mejor de sí mismo y  más… y eso fue lo que ocurrió. Los Tiger Lillies hicieron seguramente la mejor performance de sus vidas, ya que por algún motivo se convirtieron en el corazón de la cuestión, pero yo creo que empezó a correrse la voz de un lado al otro, porque de pronto comenzaron a llegar otros músicos, otras bandas, y nombrarlas a todas sería hacer injusticia con las que seguramente olvidaré, porque eran tantísimas. Haré el intento… Los Beatles no quisieron perderse semejante concierto (después dijeron que fue  mucho, muchísimo mejor que cuando grabaron Let it be en la azotea del estudio de grabación); y si estaban Los Beatles, los Rolling Stones no podían no estar, viejos archienemigos de mentira; y claro que también Eric Clapton, Bob Dylan, Grateful Dead, The Who, Tina Turner, Janis Joplin, Jimie Hendrix (ya sé que es raro esto, pero ocurrió tal como lo cuento, aunque el narrador debe aceptar que estas bandas son de la época de la abuela, y Baker se molestó un poco, porque no había nada nuevo… pero podemos preguntarle a Baker ¿qué es lo nuevo?, con lo que lo dejamos pensando y se termina el problema), y otros, tantísimos otros (y aquí agradezco a los lectores que amplíen la lista lo más que puedan, porque este concierto sucedió de este modo: cada vez que alguien recordaba a un grupo, banda, solista, conjunto o lo que fuere, parecía que lo llamara, porque aparecía allí y se sumaba a los músicos que ya estaban ejecutando, de modo que llegó un momento en que aquello parecía un estadio completo de músicos sonando, dirigidos por el zeppelín-esfera). ¿Y qué pasaba mientras tanto con Baker y Canterville?

Ah, habían descubierto la música, que se les había instalado en todas partes: la cabeza, el corazón, las piernitas, las manos, la voz, los ojos, hasta en el pelo (porque lo tenían erizado como el lomo del gato que enfrenta a un perro), y no sabían qué hacer de lo hermoso que les parecía aquello, y no querían que se terminara nunca. Y cualquiera puede preguntarse qué música sonaba, que todos conocían… difícil pregunta… habría que pensar cuál es la canción más vieja de todas, cuál es la canción que alguna vez cantamos… a ver… cuál es… en cuál estás pensando…

La canción que las madres cantan a sus hijos para hacerlos dormir, aquí y en cualquier parte, no importa en qué idioma, en qué país. Una canción de cuna. Eso era lo que dirigía el zeppelín-esfera con enorme entusiasmo y capacidad, tanto que luego aparecería en los titulares de todos los periódicos del mundo: Magistral dirección de la mayor orquesta del mundo… El zeppelín-esfera demostró ser el mejor de todos… y el reporte seguía y ocupó unas cuatro páginas del periódico, lo que es mucho (porque ni el presidente de los Estados Unidos recibe tanta atención). Y aunque pueda parecer increíble que todos esos músicos importantísimos (y me estoy olvidando de todos los que llegaron de África, Asia, Sudamérica y hasta del Polo Norte) interpretaran la mejor versión de sus vidas de una simple y sencilla y anónima canción de cuna, pues es lo que sucedió. Y entonces Viktoria y Kaspar, que seguían de la mano y recordaban cuando sus hijos habían sido pequeños y los habían hecho dormir con esa misma canción, pero en vikingo, repararon en que los mellizos recientes se habían hecho un rollito, uno junto al otro, el pulgar de uno metido en la boquita del otro, con una sonrisa que les llegaba hasta los ojos, y dormían, tal como ocurre cuando la canción de cuna es la correcta. Entonces los alzaron, Viktoria a Canterville, y Kaspar a Baker, sin que se despertaran, y se sentaron luego en un banco y disfrutaron del mejor concierto de sus vidas, hasta que se hizo el alba y luego el día, y los músicos fueron desapareciendo de a uno, haciéndose translúcidos, y sólo quedó el zeppelín-esfera, que recibió todos los aplausos, emocionado, y hasta lloró un poco. Entonces Quintín fue hasta el escenario, de un salto llegó hasta el podio y lo recibió en el lomo, porque el zeppelín-esfera estaba agotado del esfuerzo y seguramente no tendría fuerzas para volar hasta el piso. Y caminó lentamente hasta el banco donde estaban Viktoria y Kaspar, con los mellizos recientes profundamente dormidos, y se estiró a sus pies, mientras el zeppelín-esfera se dormía también; y para cuando la locomotora se detuvo delante del banco, los encontró a todos, pero a todos, dormidos con las caras plácidas y agradecidas de quien ha tenido una jornada apacible y buen retorno al hogar. Que en este caso… era la locomotora.

Dudó un poco. Pero había llegado la hora. De modo que hizo sonar la bocina –con suavidad, para no asustarlos- y abrió la puerta del vagón 1 para que entraran. Y Kaspar abrió los ojos y la vio, y sonrió, y de a poco se fueron despertando todos, y cuando Baker abrió los ojos, lo primero que dijo fue:

          -Cuando sea grande, quiero ser músico.

Con lo cual la futura carrera de político quedaba anulada. Canterville no estaba del todo convencido. Pero no le pareció mal que Baker quisiera eso. De todos modos, lo sabía, tenían mucho tiempo por delante para decidir qué hacer en el futuro. Y antes de eso, debían narrarles esto al padre y a la madre en la cocinita inglesa. Pero para eso faltaba también.
 

Estación 11: en Lilliput

Antes de continuar con el viaje, mientras la locomotora enciende los motores y la caldera arde como nunca, es necesario aclarar que nunca nadie me explicó de dónde sale el nombre Lilliput, ni si significa algo. Es más, no conozco a nadie que haya estado allí, salvo con la imaginación, de modo que tampoco sé si lo que encontrarán allí será lo que consignan los relatos de otros viajeros previos. Tenemos alguna información, gracias al insigne Jonathan Swift, pero es mejor dejar que ocurran las cosas. Quién sabe si la capital actual continúa siendo Mildendo, y si siguen peleándose entre sí, los liliputienses y los blefuscuenses por cómo cascar un huevo hervido. ¿Y si dirimieron el diferendo y se han hecho amigos? No hay forma de saberlo antes de llegar hasta allí. De todos modos, y si Lilliput sigue quedando cerca de Tasmania, como afirmó Sir Swift (y si no era Sir, pues acabo de nombrarlo), pues en este relato se omitirá el larguísimo trayecto que tuvo que hacer la locomotora para cruzar tantos mares, océanos y tierras ignotas. Retomaremos el relato cuando:

          -Estación Mildendo, Lilliput –dijo la locomotora, un poco exhausta, casi con la lengua afuera.

          -¡Iuppi! – exclamó Baker encantado (y sinceramente, no sé de dónde salió esa expresión).

         - ¡Opiti! – replicó Canterville feliz (y sinceramente, no sé de dónde salió esa expresión).

 

(Y si hay más expresiones por el estilo, no voy a hacer más acotaciones, no creo que sea necesario aclarar que el narrador, muchas veces, no controla a los personajes –perdón, personas- que ingresan en el relato)

Bajaron de a uno por la escalerita, y no sé por qué, anduvieron los primeros pasos en puntas de pie. Quizá pensaron que la gente chiquita podría asustarse de las pisadas de quienes eran doce veces más grandes, pero no lo sé con certeza. El asunto es que habían llegado, y sabían que debían prestar atención al más mínimo detalle, porque cualquier detalle era mínimo, pero un mínimo detalle era el equivalente a un detalle invisible, y eso era algo que debía ser tenido en cuenta.

Ah, sí, la estación parecía de juguete, y Kaspar, de una zancada, la cruzó; no así Baker y Canterville, que la rodearon rápidamente, pero de inmediato se dieron la vuelta y se acercaron a verla. Daban ganas de ser un liliputiense y meterse allí dentro y transitar entre los andenes que parecían fideítos, con los guardas tocados por sombreritos azules (seguramente para los guardas eran sombreros azules, a secas; pero para ellos no dejaban de ser unos sombreritos que parecían confeccionados con papel crepé); una mujercita que vendía manzanitas acarameladas (seguro que esperaban que dijera: acarameladitas; pero no, no es necesario ser tan insistentes con lo del tamaño); y unos hombres vestidos con unos trajes un poco llamativos para gusto de Quintín, quien no dejaba de ser un San Bernardo educado en la tradición más tradicional de todas, que iban de aquí allá con cara de preocupación o de estar a punto de resolver un asunto de Estado. (Esto de los asuntos de Estado empezó a parecerle sospecho a Baker, pero desde que había resuelto que sería músico, le preocupaba menos que antes)

Pero el zeppelín-esfera quería adentrarse en la ciudad, porque si bien era un poco más grande que los liliputienses, se sentía muy cómodo allí, y quería verlo todo, todo, todito. Así que Canterville y Baker lo siguieron, cuidando de no destrozar los sembradíos de colecitas de Bruselas, remolachitas, limoncitos; ni de asustar más de la cuenta a las vaquitas, las gallinitas y los cerditos que había por todas partes.

         - Alto – dijo Viktoria de pronto, y todos la miraron. ¿Qué habría pasado?

         -Me harté de los diminutivos… seguramente ningún liliputiense pensará en su vaca como en “mi vaquita”, ni en el cerdo, como en “ese cerdito” y muchos menos recogerá “huevitos de la gallinita”.

Quintín entendió que tenía toda la razón del mundo; empezaba a sentirse bastante estúpido pensando en diminutivo, y no quería ni saber lo que sentiría cuando tuviera que ladrarle a un “perrito” o perseguir a “un gatito”, etc. Kaspar también suspiró aliviado, porque no hay nada más ridículo (patético, diría yo, incluso lamentable) que un vikingo usando diminutivos; y los mellizos recientes, que jamás habían usado diminutivos, agradecieron también, porque parecía un trabalenguas aquello, y cualquier comentario o conversación demoraba el doble porque las palabras se hacían eternamente extensas, largas, impronunciables. Hasta el zeppelín-esfera estuvo de acuerdo, porque se había encontrado ante una duda existencial: llegado el caso, ¿debía presentarse como un zeppelinito-esfera; zeppelín-esferita o zeppelinito-esferita?

         - Difícil decisión –lo apoyó Quintín para que recuperara la autoconfianza y la identidad, y el zeppelín-esfera suspiró aliviado.

De modo que puestos todos de acuerdo en que, a partir de ese momento, llamarían a las cosas por su  nombre, sin olvidar que el tamaño era doce veces menor al que conocían, decidieron continuar con la visita. De todos modos, es necesario aclarar que es difícil hacer una visita así, porque ¿dónde se sentarían cuando tuvieran hambre? ¿Y alcanzaría la comida de un restorán para alimentarlos? Porque un sandwichito –perdón, un sándwich- liliputiense no alcanzaba ni para llenar el meñique de Kaspar.

          -De eso nos ocuparemos luego – aclaró Viktoria, y les recordó que para eso les había preparado los panes de centeno y el queso de cabra.

Kaspar volvió a pensar que la suya era la mejor esposa del mundo, y Quintín se preguntó si quizá no sería hora de revisar el barrilito de utilería. ¿Y si estaba diseñado para ser usado únicamente en Lilliput? Movió la cola, satisfecho, y Canterville le respondió mentalmente que probablemente estuviera en lo cierto, y le acarició el lomo con fuerza (para Quintín fue apenas una especie de cosquilla distraída).

Después de cruzar los campos sembrados –parecían colchas hechas con retazos- se adentraron en la ciudad, a la sazón, los suburbios, porque allí estaban en el mercado, una plaza en la que se vendía toda clase de cosas (ollas, manteles, jarrones, flores secas, aves provenientes de los Mares del Sur –no sé por qué de allí y no de otra parte-, dientes de mono, alfombras persas y unas curiosísimas sillitas del tamaño de un dedal), y donde había gente en carros tirados por bueyes o mulas, que voceaba –en liliputiense- todo tipo de cosas, pero como ninguno conocía el idioma, nos quedamos sin saber qué ofrecían. Quizá podar arbustos, reparar el calzado, cortar el cabello o tender la ropa, todo es posible en Lilliput. Y de esos suburbios las calles angostas se convertían en otras un poco más anchas, ya no de tierra, sino de piedra, adoquines azulados y negros, que eran serpentinas que llegaban hasta una muralla altísima (en dimensiones liliputienses, naturalmente) que rodeaba a Mildendo, la capital de Lilliput. Mildendo era famosa por sus mujeres hermosas y por la simpatía de los viejos, pero también porque una vez al día, al menos, los mildendos sufrían dos ataques (inexplicables): a) siete estornudos seguidos, que nadie podía interrumpir porque eso daba mala suerte; b) un profundo malhumor que duraba, exactamente, doce minutos. Lo bueno de esto es que tanto el ataque de estornudos como el malhumor ocurrían siempre en el mismo momento para todos –a cualquier hora del día, eso sí-, de tal modo que cuando empezaban los estornudos, todos estornudaban, y cuando aparecía el malhumor, todos andaban malhumorados. Eso tenía una gran ventaja: el ruido de los estornudos ocurría una sola vez y no era tan molesto; el malhumor colectivo hacía que cuando aparecía, nadie le prestara atención al otro porque estaba de malhumor. Y así, nadie peleaba con nadie, ni nadie se ofendía si al estornudar nadie le decía “salud”. En todo caso, y esto ya era casi una tradición, cuando se terminaba el ataque de estornudos, todos decían “salud” al aire, y se daban por cumplidos.

Total que cuando Baker y Canterville asomaron las narices por encima del muro de Mildendo, justo ocurría un ataque de estornudos, y como no tenían idea de eso, se asustaron muchísimo, y casi, casi, metieron la pata, porque era imposible no querer sostener a quien comienza a estornudar y se contornea con fuerza y hace toda clase de gestos como si le hubiera dado el mal del zambito o algo así. Pero recordaron a tiempo otra recomendación que les había hecho Viktoria:

         - Vean lo que vean, no importa qué, no intervengan.

         - ¿Ver algo como qué? – quiso saber Baker, que era un poco maniático de la precisión.

          -Un liliputiense que persigue a un león- respondió Viktoria.

          -¿Y si es un liliputiense que no nos ve y se estrella con la piernaza de Kaspar?- insistió Baker, no satisfecho con lo del león.

          -Tampoco. Creerá que es el tronco de un árbol, y como seguramente ya le haya pasado antes de llevarse un árbol por delante, no ocurrirá nada.

          -¿Los liliputienses son distraídos, o éste en particular es un poco tonto? – se preguntó Baker, confundido. ¿Cómo alguien estaría acostumbrado a llevarse árboles por delante?

          -Son distraídos – dijo Viktoria, arrepintiéndose de haber dicho algo. Con Baker había que ser cuidadoso, uno corría el riesgo de meterse en un terrible lío, porque hasta que no quedaba conforme con la respuesta, no dejaba de preguntar.

(Como la canción de Les Luthiers, pensó Quintín al escucharlos hablar, y hasta yo me sorprendí de que un San Bernardo conociera a Les Luthiers). Pero lo pensó tan, pero tan bajito, que nadie reparó en su comentario y yo respiré con alivio. Traer a colación a Les Luthiers en este momento es algo complicado de resolver.

          -No sé si podremos entrar a la ciudad –dijo Kaspar con razón,- tal vez sería mejor que la miráramos desde afuera, es tan chiquita, perdón, chica, de todos modos…

          -Pero a mí me gustaría ver las casitas –perdón, las casas- dijo Canterville contrito.

          -Podemos sacarles el techo y mirar cómo son por dentro y volver el techo a su lugar – propuso Baker, que había observado que la mayoría de los techos era desmontable, lo cual parecía algo muy práctico.

          -No podemos sacarle el techo a la gente… - protestó el zeppelín-esfera. – Pero podemos hacer otra cosa… - y sonrió.

No sé quién fue el primero en darse cuenta de que lo que estaba pensando el zeppelín-esfera, pero en realidad no tiene: a) ninguna importancia; b) ninguna gracia, porque a esta altura todos leían los pensamientos de todos, de modo que no puede hablarse de quién lo hizo antes que quién. En todo caso, sólo podía ocurrir algo así, si alguno estuviera distraído con los propios pensamientos, lo que a veces sucedía.

Por eso, todos dijeron que sí al unísono y felicitaron al zeppelín-esfera por la buena idea que había tenido. Que era:

   - Entraré a la ciudad, ya que soy el único que- por ahora- puede flotar, y les iré contando lo que veo, cuando sea algo que no está tan a la vista – dijo, para que quedara claro, por si alguno seguía distraído (le pareció que Baker estaba pensando en otro asunto).

Y eso hizo. Y puedo asegurar que su relato fue muchísimo mejor que el de Sir Swift. ¿Por qué? Porque el zeppelín-esfera tenía a su favor el tamaño, de modo que era capaz de describir las cosas como si lo hiciera un verdadero liliputiense (de hecho, y aunque no forma parte de esta historia, me siento en el honor de decir que antes de partir, el alcalde de Mildendo le entregó las llaves de la ciudad al zeppelín-esfera, que hizo extensivas a todos, en agradecimiento por tan respetuosa y cuidadosa visita – y acá debo recordarles que cuando Gulliver visitó Lilliput hizo destrozo tras destrozo, hasta que decidieron atarlo al suelo, porque amenazaba con no dejar a Mildendo en pie). ¿Y cómo era Mildendo?

Baker no encontraría modo mejor de contar lo que el zeppelín-esfera les había transmitido que decir que era lo más parecido a lo que podía construir con un lego, cuando sentado en las rodillas del padre, narraba parte de la aventura.

Por fin, decidieron que había llegado la hora de partir, porque todos sentían hambre y habían decidido comer en el vagón 1, por las dudas. Así que el zeppelín-esfera le hizo adiós con la mano a los mildendinos, con tan mala pata que justo estaban en los doce minutos de malhumor y no repararon en él. Por ese motivo, es que ya a unas cuadras de la muralla, escucharon que las puertas se abrían y que una comitiva formal corría tras de ellos, con un alcalde que se sostenía el gorro rojo con una mano y en la otra, enguantada, sostenía una llave (cita) de oro, y gritaba:

         - ¡Ey, ey, no se vayan!

El único que los escuchó fue el zeppelín-esfera, que silbó lo más fuerte que pudo, y todos se detuvieron y se dieron la vuelta. Y vieron a la comitiva, el alcalde a la cabeza, las mejillas rojas por la carrera, y detrás de él algunas autoridades, varios curiosos, el jefe de la policía, el jefe de bomberos, el director de la escuela y el sastre mayor (no es nada sencillo confeccionar vestiditos del tamaño de un alfiler), más algunos ciudadanos que habían recuperado el buen humor.

Como se dijo, todos se detuvieron, y el ayudante del alcalde extendió una alfombra roja y verde, en una punta se paró el alcalde y en la otra Baker, Canterville, Quintín, Kaspar y Viktoria (el zeppelín-esfera sobrevolaba la alfombra de un extremo al otro). Uno a uno se acercó luego al alcalde y se inclinó hasta el suelo, para estar a su altura, y el alcalde le tendió a cada uno un papiro en que se dejaba constancia de la visita y de que habían sido declarados ciudadanos ilustres de Mildendo y habitantes eternos de Lilliput (lo que significaba que no necesitaban visa de entrada, ni sello de salida, pero sí tendrían que pagar impuestos en la próxima visita, esta vez era cortesía de la casa) y por último el zeppelín-esfera descendió y el alcalde le entregó la llave de oro de las puertas de Mildendo y el zeppelín-esfera, que era amarillo, se puso colorado como un tomate o como un morrón rojo, y sintió que el corazón se le salía del pecho de orgullo y juró ser un buen ciudadano liliputiense y la comitiva aplaudió hasta que les dolieron las manos, y Kaspar se emocionó, pero Quintín lo atajó a tiempo. Un sollozo vikingo, en ese lugar, puede equivaler a una inundación. Kaspar estuvo de acuerdo y Quintín le dijo que podría llorar una vez que estuvieran en el vagón nuevamente.

Después, el zeppelín-esfera se puso de pie, recuperó el color amarillo, hizo un saludo muy formal con la cabeza, y se retiró. Los demás dijeron “adiós, adiós” y se dieron cuenta de que sentían un poco de pena de tener que irse.

Pero el alcalde les recordó, ya un podo desde lejos, que siempre podrían regresar si no olvidaban el camino de regreso, y eso les reconfortó el corazón. La perspectiva, además, de comer el pan y el queso los alegró mucho también. Y no sabían que Quintín había descubierto que en el barrilito de utilería… había una cantidad inconmensurable de exquisito chocolate… que se convertía en verdadera cerveza para Kaspar. De ese modo, felices, entraron al vagón, y la locomotora no necesitó preguntarles si habían pasado una buena tarde, porque bastaba con verles los ojos brillantes y escucharlos conversar, para darse cuenta de que eran enormemente felices (y nosotros también; yo al narrarlo, tantos años después de ocurrido, y ustedes al leerlo, por primera –y no última- vez).

 

Estación 12: en las alcantarillas de Jack el Destripador

Cualquiera sabe quién fue Jack el Destripador, o, al menos, Baker y Canterville no tenían la menor duda, aunque sí un poco de temor, muy en el fondo… , pero tan en el fondo, que ni ellos mismos se dieron cuenta. Y fue una suerte, realmente.

Lo primero era encontrar la entrada. Pues lo de la entrada resultó ser lo más sencillo de todo, porque alguien había dibujado una flechita (sí, como si aún estuvieran en Lilliput) en la que se leía, en código grafiti “Jack el Destripador”. El que sabía leer ese código, además del padre de los mellizos, porque sabía de grafitis –pero como estaba en la cocina inglesa no pudo ayudarlos- era Kaspar, quien dijo que los vikingos, por si nadie lo sabía o recordaba, habían sido los primeros grafiteros de la historia, y si no, que fueran a Pompeya y vieran.  Qué quiso decir con eso, ni yo lo sé, porque realmente no sé qué relación hay entre Pompeya y los vikingos, pero si Kaspar lo dijo, ha de ser cierto. Y pensándolo bien, el nombre Pompeya… ¿no será un seudónimo de Banksy?

De modo que Kaspar les dijo que debían caminar una cuadra más y detenerse ante una alcantarilla un poco oxidada, en la que nadie, nunca, había reparado. De haberlo hecho, agregó, los crímenes se hubieran resuelto en su momento. Ni siquiera el gran Sherlock, y tentado por el mito, había resuelto el misterio.

         - Es que Jack era un gran cirujano- aclaró Baker.

          -Qué va, era un degollador de mujeres, un misógino – se molestó Viktoria- si yo hubiera estado allí, lo hubiera arrastrado por las calles enlodadas de la Londres infame del siglo XIX y lo hubiera llevado ante la Justicia.

 

Nadie dudó de que lo hubiera hecho, y Kaspar la imaginó en una esquina, esperando al cruel asesino y asestándole un par de buenos puñetazos y algún que otro golpe “bajo”.

         - ¿Cómo que un cirujano? – protestó Canterville.

         - Gracias a él, o precisamente porque lo era, te fijas, el útero, las tripas, la yugular, etc., una perfecta disección.

          -¿Y qué sabes tú de disecciones? – insistió Canterville.

Baker se fastidió un poco, pero de todos modos respondió.

          -Seguramente cuando nuestro padre leyó partes del Tomo 1 de la Anatomía Humana de Testut, tú dormías.

         - Yo no dormía, imposible dormir con tanta lectura, tanta música y tanta cosa que nos dieron desde que éramos algo más que lombrices que devendrían embriones que se volverían fetos (Baker le pidió que se callara, porque empezaba hartarse del asunto).

          -Pues bien, entonces estabas distraído. Lo recuerdo bien: sistema vascular; arterias y venas y… circulación ventricular y sístole y diástole… y después todo el lío del intestino grueso, delgado y el apéndice, que no sirve para nada.

Se detuvo y dudó.

          -Y sistema linfático – agregó, recordando aquellas tediosas lecturas. El opio de los pueblos, después del de Marx, con todo respeto.

          -Pfff – protestó Baker- lo del sistema linfático fue un error grave; yo creo que tenía un libro al que le faltaban algunas secciones, porque cualquiera sabe que el sistema sanguíneo y la linfa no tienen demasiado en común…

          -Salvo los glóbulos blancos –dijo Canterville para sí, y se quedó pensando en el asunto.

          -Continuemos –propuso Kaspar, que detestaba cuando los mellizos recordaban las desordenadas lecturas a las que habían sido expuestos antes de nacer.

Lo siguieron. Encontraron la alcantarilla y Kaspar dijo que bajaría primero para asegurarse.

         -¿Asegurarse de qué? – inquirió Baker, sin preocuparse demasiado; pensó que quizá Kaspar no supiera que hacía bastante más de cien años que Jack el Destripador había dejado de existir.

         - Pues de que todo esté bien allí abajo – respondió Kaspar, mirando a cada uno como si fuera la última vez que los iba a ver tal como los conocía.

         - Cuídate mucho – le dijo Viktoria, y entonces Baker sí se preocupó un poco.

         - Por supuesto, ya me conoces – murmuró Kaspar, más para sí que para su esposa.

Levantó la alcantarilla, que seguramente era pesadísima, pero que para él era como un copo de algodón. Algo chirrió y se escuchó como un siseo en alguna parte, que venía de allá abajo, pensó Quintín, y sintió un escalofrío (nunca había sentido uno, pero lo reconoció de inmediato; esa cosa helada en el lomo que es como un rayo que va de la cabeza a la cola) (lo del siseo se relaciona con Lovecraft, naturalmente, pensó durante un segundo Baker, pero decidió olvidarlo.  Nunca le habían interesado demasiado los mitos de Ctulhu y todo ese lío de monstruos que venían de lo abominable). Lo último que vieron de Kaspar fue el casco brillante y los cuernos –de jabalín salvaje, de reno salvaje, según quién los mirara- y el roce de su capa contra la pared aladrillada del túnel. Encendió una linterna (debemos aceptar que incluso los vikingos han adoptado algunas herramientas de esta época; porque andar cargando una antorcha y algo para encenderla llamaría demasiado la atención… ¿de quién? Pues no lo sé, pero seguramente la llamaría) e iluminó el espacio en el que se encontraba. Más que telarañas que seguramente tenían dos siglos de antigüedad y un olor bastante nauseabundo, no  hubo nada que le llamara mayormente la atención ni que le pareciera podía suponer un peligro para los mellizos (de Quintín, el zeppelín-esfera y Viktoria no se sentía tan responsable). Entonces silbó con una fuerza tal, que pareció un vendaval, y Viktoria, que estaba acostumbrada, dijo que ahora podían bajar, que era seguro allá abajo. Quintín no olvidó el siseo, pero no dijo nada, y terminó siendo el último en descender por la escalerilla de hierro oxidado que estaba amurada a los ladrillos. El zeppelín-esfera se quejó de que no veía demasiado, y Baker le recordó que podía encender la lamparita que tenía entre ceja y ceja.

          -Ah- dijo el zeppelín-esfera- no sabía que tenía una. Disculpa.

Pronto todos rodearon a Kaspar, quien era el líder de la comitiva. Delante de las narices el espacio circular se abría en tres arcos, cada uno más oscuro y maloliente que el otro, y de alguna parte se oía el goteo de agua, y más allá, el siseo nuevamente, lejos.  Kaspar los miró, si bien ya había decidido qué pasillo elegir, quería saber qué pensaba el resto. Baker se inclinaba por el del medio; Canterville y Viktoria preferían el de la izquierda; Quintín, el de la derecha, y el zeppelín-esfera dijo que le daba lo mismo, que, como esfera, desconocía la izquierda y la derecha, de modo que iría por el que decidieran. Kaspar dijo que ante la duda, lo mejor siempre es el camino del medio, y Canterville pensó que esa decisión era la menos arriesgada. Por fin, todos se pusieron de acuerdo, y Kaspar, con la linterna colocada entre los cuernos –de jabalí, de reno…- avanzó en el pasillo. Realmente, si no hubiera sido por la luz mortecina de la linterna, hubieran estado en aprietos. El pasillo no era tal, sino un canal lleno de agua sucia y helada, y Kaspar tomó a los mellizos y se los montó en los hombros, cuidando que no rozaran el techo con las cabecitas. Los mellizos aplaudieron encantados. ¡Desde allí sí que era sencilla la cosa! Se sentían gigantes todopoderosos, y Canterville tuvo ganas de pedirle a Kaspar que corriera, al menos un metro, porque estaba seguro de que sentiría un viento fuerte como el de las estepas (sí, el padre también les había leído historias que ocurrían en Siberia… por eso sabía lo del vendaval de las estepas). Pero Kaspar se negó. Lo que le faltaba era que los mellizos se resfriaran o resbalaran o lo que fuera que podía ocurrirles. Caminaría lentamente, como lo hace un vikingo que se encuentra en un lugar desconocido y que puede esconder peligros.

          -¿Peligros? –pensó Quintín, y casi se arrepintió de haberse sumado a la comitiva.

          -No seas cobarde – le espetó Canterville mentalmente, para no ofenderlo ante los demás, pese a que todos entendieron lo que el San Bernardo había pensado.

          -Cobarde, no; cuidadoso – se disculpó y todos aceptaron su explicación. Al fin y al cabo, era un San Bernardo, y debía velar por la seguridad de todos.

Kaspar dijo que lo único que podrían encontrar allí eran víboras y algún cocodrilo, lo que no le preocupaba en absoluto. No debían temerle a las pirañas, porque rara vez llegan a las alcantarillas.

Baker quiso saber cómo las víboras y los cocodrilos llegaban hasta allí, y Kaspar dijo que francamente no lo sabía; suponía que como todos los ríos y arroyos y corrientes de agua están conectados, se imaginaba que alguna víbora o algún cocodrilo habrían tomado una corriente equivocada y habían terminado aquí. Y después se habrían quedado, acostumbrados a la oscuridad y a que nadie los amenazaba, ni quería cazarlos o encerrarlos en una jaula. Suspiró y Baker aceptó la explicación. De todos modos, se alegró mucho de estar acomodado en el hombro derecho del vikingo, porque la idea de caminar entre boas constrictor, pitones, anacondas y cualquier otra especie que midiera más de 20 centímetros no le hacía mucha gracia. Canterville, sin embargo, dijo que quería descender y que si se encontraba con una víbora, pelearía con ella y la vencería. Kaspar torció un poco la cabeza para observarlo, y se dio cuenta de que Canterville hablaba en serio.

          -¡Ni lo sueñes! – lo atajó Viktoria que entendió que Kaspar iba a bajar al mellizo 1 y dejarlo dar algunos pasos en el agua hedionda.

Viktoria no le temía a las víboras, segura de que todo no dejaba de ser un invento de Kaspar para hacer más misteriosa la travesía, sino a todo lo que el agua podía contener de desperdicios, metales oxidados, vidrios y cualquier cantidad de cosas que eran más peligrosas que una pitón o un cocodrilo.

         - Un minuto, nada más –rogó Kaspar, porque sabía que Canterville estaría encantado de poder relatarle al padre el riesgo que había corrido en las alcantarillas.

Viktoria dudó un segundo, y eso fue fatal, porque ya se sabe lo que ocurre cuando alguien duda… Kaspar lo interpretó como que lo autorizaba, en silencio, y suavemente depositó a Canterville en el suelo. El mellizo 1 sintió el agua helada en los pies y en las pantorrillas, pero no dijo nada y avanzó, valiente como un guerrero. Kaspar sonrió para sí. No se había equivocado.

         - Y allí estaba –contaría Canterville después, en la cocinita inglesa, y nadie lo desmentiría, porque no era una mentira, era parte de la aventura y que no hubiera ocurrido exactamente como la contaba no importaba demasiado, y Baker sonreiría para sí. – Sí, allí estaba, la pitón-anaconda más grande de todas… (y nadie le dijo, ni siquiera el padre, que sólo sonreía con disimulo, que tal serpiente no existía más que en libro de los seres imaginarios de Borges), y entonces, rápido como un rayo, tomé el hacha que colgaba del cinturón de Kaspar –y lo miró con gran seriedad- y sin dudarlo le corté la cabeza. Así.

E hizo el gesto de quien decapita a un ser enorme y peligroso. Puso los ojos en blanco y sacó la lengua. Entonces, y para sorpresa de todos, agregó:

          -Como me di cuenta, en ese momento, de que nadie me creería cuando contara esto, aquí tengo la prueba.

Y extrajo del bolsillo un par de escamas enormes y ensangrentadas, y lo que parecía un resto de lengua bífida y un colmillo afiladísimo.

(Es necesario aclarar que no hay que subestimar todo lo que puede contener el bolsillo de un mellizo, y que, por lo tanto, se debe creer a pies juntillas en todo lo que relata)

Cada uno a su turno sostuvo los tesoros que Canterville había traído del largo viaje sin decir nada, y Baker silbó por lo bajo. Vaya con mellizo 1, esta vez sí que se había lucido con su secreto. El padre miró el colmillo, que medía unos diez centímetros, y luego la manito de Canterville y el asa del hacha de Kaspar. Algo no estaba bien, pero las pruebas estaban a la vista. ¿De dónde si no habría sacado Canterville todo eso? Y las escamas ensangrentadas… La madre propuso ponerlas sobre el estante de la estufa, allí mismo en la cocinita inglesa, porque ya todos deben de haberse dado cuenta de que a la madre, nada, pero nada, la sorprendía, y eso, con unos mellizos como los que había traído al mundo, era una gran, enormísima ventaja, y Baker se sintió más que orgulloso de su hermano mayor. ¡Era un héroe! (Y si alguien sabe realmente qué fue lo que pasó en la alcantarilla, pues que lo diga ahora o calle para siempre…)

El agua helada y maloliente no le gustó nada a Canterville, pero recordaba claramente que los guerreros no se quejan por esas cosas (ni por otras, como, por ejemplo, de tener que comer unas sopas con pan, bastante repugnantes, o ensalada de espinaca) y siguió adelante, caminando junto a Kaspar quien le puso una mano en el hombro. Canterville se sintió más valiente aun junto al gigante vikingo, y avanzó en la semi-oscuridad. Y de pronto Quintín dio un ladrido agudo, y el zeppelín-esfera aleteó con tanta fuerza  que Baker temió que se golpeara contra uno de los muros verdosos de hongo y musgo y aguas filtradas que, dijo, tenían más de mil años (tampoco nadie lo contradijo cuando hizo esa acotación).

Habían avanzado varios kilómetros –sí, y ninguno se cansó debido a la excitación y a la curiosidad- y el pasillo se había estrechado bastante, de modo que los hombros de Kaspar casi rozaban las paredes de ladrillo podrido, y cuando eso sucedía, caía un polvillo amarillento que hacía estornudar al zeppelín-esfera y a Quintín le lloraban los ojos –algo que no le ocurre con frecuencia a los perros, para ser francos-. Y así como se estrechó el pasillo, de pronto dobló peligrosamente a la derecha y a pocos metros les pareció ver una silueta embozada en una enorme capa oscura, tocada con una galera y apurándose con un bastón cuyo mango era una calavera.

         - No exageres – le aconsejó Canterville a Baker, quien había dejado su imaginación en completa libertad. – Nunca se dijo que la empuñadura del bastón fuera una calavera.

         -¡Pero hubiera sido fantástico realmente! – respondió Baker, entusiasmado con esa posibilidad. ¿Por qué no se podían mejorar algunas cosas? Estaba seguro de que si Jack el Destripador hubiera podido, habría elegido un bastón como el que acababa de describir.

         -Como quieras – murmuró Canterville.  Mellizo 2 no dejaba de tener algo de razón.

Quintín olfateó el aire, el hocico hacia el techo, y se le pararon los pelos del lomo. El zeppelín-esfera dijo sentir una corriente helada en su cuello (y ninguno comprendió exactamente dónde sentía la corriente, porque nadie había reparado en que el zeppelín-esfera tenía cuello). Después ladró de un modo que no le conocían y comprendieron que si había algún peligro, Quintín seguramente era una garantía. Si hasta parecía más grande de lo que era, y se sabe que un San Bernardo es de los perros más grandes del mundo.

Kaspar, instintivamente, y sin dejar caer a Baker del hombro, con una velocidad asombrosa subió a Canterville al otro hombro, a la vez que –no sé cómo, pero un vikingo es capaz de eso y de mucho más- tomó el hacha y la espada. Y, para asombro de todos, Viktoria hizo lo mismo, y es posible pensar que llevaba las armas bajo la falda, sin que  nadie lo hubiera sospechado. Baker estaba encantado, y se preguntó si su mamá podría llevar un hacha o una espada…

         - Vamos – lo interrumpió Canterville- está bien que sea nuestra madre, y que sea la mejor; pero fíjate en el tamaño de Viktoria y recuerda el de nuestra madre… ¿un hacha y una espada debajo de una falda?

         -No dije en qué arma estaba pensando – se defendió Baker, y pensó que quizá un cuchillo de esos que usaba para cortar las verduras o la carne también podía ser considerado un arma.

Canterville no agregó nada, pero Baker tuvo que aceptar que no había punto de comparación. Volvamos al asunto: los mellizos en los hombros de Kaspar, quien está armado como un vikingo a punto de entrar a una batalla, y los cuernos del escudo relucieron de pronto – nadie dudó de que eran verdaderos cuernos de reno salvaje y Quintín suspiró aliviado-; Viktoria también, convertida en una guerrera que metía miedo, porque los ojos celestes se habían vuelto del color de las brasas y le brillaban de un modo que ninguno jamás olvidaría mientras tuviera memoria; el aullido persistente de Quintín, que se había transformado en una especie de perro salvaje (el barrilito de utilería había desaparecido misteriosamente, y en su lugar había un collar con unas espinas de metal mortales para cualquier humano, vivo o (iba a decir muerto, pero me desdigo) en estado fantasmagórico (como podría suponerse que se encontraba Jack el Destripador) y el zeppelín-esfera que se había transformado en una especie de león o de Medusa, la que convierte en piedra al que mira, y cuando habló, la voz también se había transformado en algo cavernoso y sobrenatural.

          -Jack el Destripador, si eres tú, muéstrate – gritó el zeppelín-esfera, nuevamente dejando a todos perplejos, porque nadie esperaba semejante arrojo (y nadie tenía muchas ganas de enfrentarse al asesino más enigmático y malvado de todos los tiempos).

Pero el desafío ya había sido hecho, y el eco de los pasillos hizo reverberar las palabras una y otra vez. Entonces se oyeron claramente los pasos, el golpeteo del bastón en la piedra tosca, y luego silencio. Jack el Destripador se había detenido apenas unos metros más adelante de donde se encontraban. Baker creyó que el corazón se le iba a salir del pecho, y a Canterville se le erizaron los pocos pelitos que tenía en la nuca. Ambos se apretaron con fuerza a los hombros de Kaspar y confiaron en que el vikingo los defendería si Jack el Destripador los atacaba (y todos desearon de todo corazón que no lo hiciera, que desapareciera, no había necesidad de encontrarse con él, esta aventura ya era suficiente). Pero no ocurrió así.

Porque claramente escucharon el silencio, y luego una tos y una maldición a media voz. Y entonces, los pasos volvieron a sentirse, y claramente se encaminaban hacia donde se encontraban.

          -¿Qué hacemos? – preguntó Baker en silencio.

          -Esperamos y vemos qué ocurre – dijo Kaspar sin emitir un solo sonido.

La tos y los pasos cada vez estaban más cerca, tanto que hasta se podía sentir el aliento de…

La galera y el bastón con la empuñadura de metal que efectivamente era una calavera fue lo primero que vieron Baker y Canterville, desde su posición privilegiada. Kaspar aferró el hacha con tanta fuerza, que casi se parte en dos. La espada afiladísima apenas rozaba el suelo, pero dejó  una marca que hasta hoy puede verse, en caso de que se sea tan valiente como para recorrer esas repugnantes alcantarillas. Viktoria acarició su espada y Quintín, el lobo salvaje, alzó una pata y mostró los dientes, que parecían los de un tiburón blanco. Después vieron la capa, cuyo cuello escondía el rostro del hombre, y por fin lo vieron de cuerpo completo. ¿Era acaso Jack el Destripador? Había algo espantoso en el aire, pero Baker dudó. Si se trataba efectivamente del asesino, no les haría frente. Estaba en inferioridad de condiciones, y claramente era una persona con una inteligencia desmedida. No. No era Jack. ¿Pero quién entonces?

         - Thomas Bond – se presentó el desconocido y volvió a toser. Un hálito gris-azulado salió de la boca. Los ojos brillaron con la luz de la linterna de Kaspar; tenía facciones marcadas y los labios finos y morados del frío.

          -¿El Dr. Thomas Bond, el que hizo el primer perfil criminal de la historia? – Ahora sí que el corazón de Baker latía a toda velocidad y pensó que se escucharía desde la cocinita inglesa.

          -El mismo – respondió el hombre y se sacó la galera.

 

(Baker suspiró aliviado porque nadie confundió al famosísimo Dr. Thomas Bond con James Bond, más conocido como 007-con licencia para matar, pese a que admiraba la encarnación de Sean Connery –no así la del timorato de Roger Moore. Pero, agregó para sí mismo, en el fondo sí había un vínculo entre ambos Bond: el nombre original de James Bond provino de un ornitólogo norteamericano, que fue vecino de Ian Fleming en Jamaica, y que escribió un libro llamado Birds of the West Indies…, y el primer James Bond, el personaje, se presenta como ornitólogo…  La clase de información desordenada e inútil que a veces el padre entreveraba con otras lecturas, pero que aquí resulta como anillo al dedo) (volvemos a la historia principal):

Tenía el cabello completamente blanco, aunque aquí y allá se veía alguna mata que alguna vez fue de color oscuro.

Canterville quiso saber cómo Baker lo conocía, y mellizo 2 respondió que solía escuchar con suma atención los cuentos que leía el padre. ¿Acaso no recordaba ese capítulo? Canterville dijo que no, que seguramente no le había interesado en lo más mínimo saber quién había elaborado el primer perfil criminal de la historia de la criminología (mucha menos idea tenía sobre James Bond, pero es probable que dentro de un tiempo lea alguna de las novelitas o vea algún film).

         - ¡Pero es el médico que hizo los estudios forenses! Y trabajó junto a Robert Anderson, legendario director del CID, el Departamento de Investigación Criminal (Criminal Investigation Department, aclaró, por si quedaba alguna duda), encargado de investigar los crímenes de Whitechapel en el East End londinense.

          -Jovencito, me sorprende usted. Estamos hablando de hechos que ocurrieron a fines del siglo XIX – exclamó. –Aunque le diré que tuve algunas discrepancias con Anderson; y posteriormente, algunos investigadores le endilgaron a Jack un par de crímenes más, pero yo creo que fue un imitador. Jack el Destripador desapareció un día sin dejar rastros.

          -Para quienes nos interesamos en estas cuestiones, el tiempo no tiene la menor importancia –espetó Baker, y dejó a todos boquiabiertos. ¿De dónde sacaba esas expresiones y esos conocimientos? – Estoy al tanto del asunto, y coincido con su apreciación.

El Dr. Bond pensó que le gustaría estudiar la mente de ese ¿niño?, idéntico al otro que, sin embargo, no había abierto la boca. Interesante, interesante. Seguramente el otro no era ningún tonto, pero más bien dado a la acción (de este modo, el Dr. Bond demostró sus habilidades deductivas, porque Baker –y también Canterville, y todos los demás- entendieron claramente sus pensamientos). Incluso Baker pensó en decirle que estaba a su disposición para cualquier estudio que quisiera hacer. ¡Vaya, ser investigado por el mismísimo Dr. Thomas Bond! No sabemos qué hubiera pensado el Dr. Bond al respecto, porque por más inteligente y famoso que era, si había algo que no sabía hacer, era leer los pensamientos de los demás.

         - ¿Y ustedes son…?

Quintín se acomodó el impresionante collar y los presentó a todos. El Dr. Bond no se sorprendió de que un perro hablara tan bien y fuera tan bien educado, pero cómo iba a sorprenderse quien había hecho las autopsias de las cinco víctimas consideradas las verdaderas víctimas de Jack el Destripador, las canónicas. Baker estaba encantado, y el zeppelín-esfera retomó su aspecto diario.

-¿Y qué los trae por aquí? No es un lugar, digamos, mayormente visitado – dijo, rascándose la cabeza.

(Canterville pensó que iría a encender una pipa, pero Baker le dijo que esa era una característica del gran Sherlock, no del Dr. Bond, y Canterville se disculpó por la confusión)

         - Pues- tartamudeó un poco Kaspar, - nosotros…

          -Nos perdimos y terminamos aquí abajo – dijo el zeppelín-esfera con la vocecita aguda de antes de volverse una fiera.

          -Estamos de paseo y decidimos conocer las alcantarillas, nos dijeron que valía la pena – agregó Kaspar, sonrojándose por completo (los vikingos mienten muy, pero muy mal).

          -Le estamos mostrando a estos mellizos algunos lugares que vale la pena conocer o ver una vez en la vida – aclaró Viktoria, y dejó el hacha a un lado, en señal de respeto al ilustre doctor.

         - Vaya lugares que eligen – dijo entonces el Dr. Bond, entre divertido y consternado,- podría llevarlos al hospicio psiquiátrico, si les interesa, o a la cárcel de criminales sin remedio – agregó más para sí mismo que para los demás, pero Baker lo escuchó claramente.

          -Dr. Bond, si me permite. Mis amigos no se animan a decir la verdad, porque creen que nadie nos creerá. Estamos aquí porque deseábamos encontrarnos con Jack el Destripador. Por otra parte, el hospicio psiquiátrico o la cárcel que menciona pueden ser sitios altamente interesantes. De modo que sí, aceptamos su ofrecimiento.

Quintín carraspeó para llamarle la atención, olvidado de pronto, de que podría hacer algún comentario en forma de pensamiento, para no ofender al Dr. Bond.

El zeppelín-esfera dijo que agradecía la invitación, pero que los esperaría afuera, en la superficie de la tierra, donde se sentía verdaderamente cómodo. Aquí, en fin, un poco de claustrofobia, un poco de miedo espantoso, un poco de falta de aire… Viktoria quiso saber si los internos en el psiquiátrico estaban convenientemente atados o enchalecados, porque no quería que a los mellizos recientes les ocurriera nada. En relación con los criminales sin remedio, no le preocupaban en lo más mínimo, porque al primer intento, les cortaría la cabeza sin más.

El Dr. Bond le preguntó a Baker por qué les interesaba Jack el Destripador en particular. A mellizo 2 le brillaron los ojos.

          -Porque nunca se supo quién era realmente. Y ha pasado a la historia como uno de los misterios sin resolver. Como el enigma de las pirámides o las líneas de Nazca.

Todos lo miraron. Canterville sintió unos enormes deseos de taparle la boca con cinta engomada; Kaspar jamás había oído hablar de las líneas de Nazca, lo que es comprensible, pero sí sabía algo del enigma de las pirámides.

          -Nos negamos siempre a ir a Egipto, porque sabíamos de la maldición de los faraones. Y, también, porque francamente las momias nos caen un poco mal, nos resultan… desagradables y tediosas – le dijo al Dr. Bond, para que no creyera que era un tonto.

         - Pues a mí me hubiera gustado mucho conocer a Cleopatra- dijo entonces Viktoria- una mujer tan valiente, una emperatriz con tanto poder, que conquistó a Marco Antonio y dominó ese imperio, y que, además, era hermosísima. Claro que me hubiera gustado conocerla. Además, le hubiera recomendado evitar esa tontería del áspid y el suicidio. No valía la pena.

Quintín dijo que Egipto seguramente fue un lugar interesantísimo, porque había un dios con cara de perro o algo parecido, y eso le parecía muy bien. Alguien que respetaba a los de su especie.

Baker se disculpó por el desorden de la conversación. Después se acercó al Dr. Bond, se puso en puntas de pie para sentirse menos chico de lo que era, y le preguntó:

          -¿Y usted qué opina, Dr. Bond, quién era Jack el Destripador?

El famoso médico forense entonces decidió que era hora de que salieran de la alcantarilla y los invitó a una verdadera comida del lugar. Conocía un sitio en el que seguramente no habría problema en que entraran dos vikingos, un perro y dos mellizos recientes, y un… y miró al zeppelín-esfera, que le sonrió:

         - Un zeppelín-esfera – aclaró.

         -Eso, un zeppelín-esfera. Tengo un amigo allí, que seguramente esté encantado de servirnos unas pintas de…

Todos quedaron expectantes. ¿Pintas de qué? Qué problema para el Dr. Bond. No podía ofrecerles cerveza negra a los mellizos recientes…

         -De buen chocolate- dijo entonces, y le guiñó un ojo a Kaspar.

El vikingo le devolvió la guiñada.

         -Pero conozco otra salida… que nos lleva directamente al pub de mi amigo. El pub se llama “La última palmera que resistió la guerra”, y mi amigo se llama Mark Todd.

Baker estaba encantado y aplaudió, feliz. Canterville tenía sus dudas, y podemos preguntarnos, como se preguntó Viktoria, si no se habría resfriado. Lo notaba un poco desanimado, retraído. Pero no, no estaba resfriado. Simplemente tenía ganas de que ocurrieran cosas, toda esta cháchara lo había aburrido bastante. En todo caso, quizá en el pub las cosas mejoraran, y el amigo del Dr. Bond tal vez fuera interesante, divertido, ameno, y supiera contar historias de esas que nos dejan sin aliento.

Caminaron detrás del Dr. Bond, que daba unas zancadas casi tan largas como las de Kaspar, de modo que los mellizos tuvieron que correr si no querían quedarse demasiado rezagados; Quintín con la lengua afuera decidió darles algún empujoncito, y el zeppelín-esfera se había colocado estratégicamente entre los dos hombrones, y como era una esfera tenía una visión privilegiada de todo, como, quien dice, una visión ojo de pescado (eso lo entiende mi mamá, se dijo Baker de inmediato, y sonrió).

Por fin, el pasillo se ensanchó un poco y por alguna parte entró un rayo de luz. Luego apareció un arco construido quién sabe hace cuánto tiempo y el arco dio paso a una gran habitación, en la que había una escalera de piedra con varios escalones y una puerta de madera, en que se leía un cartel: “Entrada de emergencia del pub de Mark Todd. No es bienvenido quien no conoce la contraseña. NO INSISTA”.

Baker se quedó pensando qué sentido tenía una entrada de emergencia, cuando en realidad en caso de emergencia se supone que uno quiere salir de un sitio lo más rápido posible; nadie querría entrar en caso de emergencia. Te equivocas, pensó Canterville, quien comenzaba a recuperarse, y a gran velocidad. Si hubiera un enorme tornado, querrías entrar; o un tsunami; o si te persiguiera un dinosaurio, o si Quintín tuviera un ataque de rabia…

          -Momento –protestó Quintín. –Los San Bernardo jamás tenemos ataques de rabia, ni de epilepsia, ni de esquizofrenia ni de tristeza (y no supo qué más agregar, pero temía que Canterville no quedara satisfecho).

          -No, no, no – dijo el Dr. Bond.  – Mi amigo no piensa de ese modo; pues si algo de todo eso ocurriera: un tornado, un tsunami, el ataque de rabia de Quintín o si te persiguiera un dinosaurio, a mi amigo poco le importaría y te diría que es tu problema. No, no. Eso se lo tienen que preguntar a él.

         -Pero si entramos por la entrada de emergencia, su amigo, ese tal Mark Todd – dijo Baker, aunque le costó pronunciar un poco el nombre, no sé por qué, -no nos dejará entrar, porque pensará que lo hacemos porque estamos ante una emergencia.

         -Es cierto; pero si leyeron bien el cartel, habrán reparado en que se necesita una contraseña para entrar. Y eso significa que no se trata de una emergencia. Sino que somos amigos que venimos a visitarlo.

         -Su amigo – protestó Canterville, que quería sentarse a beber el chocolate caliente y al que toda la disquisición sobre las entradas de emergencia y su ilógica utilidad le importaban muy poco- debe de ser un cascarrabias que no quiere mucho a las personas.

         -No te falta verdad, niño – asintió el Dr. Bond,- y aunque es cierto que tiene un sentido del humor un poco peculiar, digamos, cuando te haces amigo de él, es lo mejor que puede pasarte en la vida.

         -¿Fue un pirata antes? ¿Un buscador de tesoros? ¿Un genio un poco loco?

         -Bueno, bueno, bueno. Lo mejor es que ustedes lo conozcan y saquen sus propias conclusiones. Yo tengo la mía.

         -Yo creo que debe de haber sido amigo de Lewis Carroll – dijo Baker de pronto.

         - No, de Lewis Carroll, no. De Charles Lutwidge Dodgson – precisó Canterville, y sorprendió a Baker por segunda o tercera vez desde que se conocían – sin contar los nueve meses en la barriga, creo que hacía un par de días.

        -Explícate – lo desafió mellizo 2, un poco ofuscado.

        - Lewis Carroll escribió esa tonta novelita sobre la niñita que se reduce y sigue a un conejo y llega a un estúpido país donde le ocurren algunas cosas que nadie creería. Pero el señor Charles Lutwidge Dodgson era un matemático y un lógico, y sólo así se explica que este amigo del Dr. Bond, el señor Mark Todd, haga esta trampa lógica acerca de una entrada de emergencia.

       - ¡Bravo, bravo, bravo! – el Dr. Bond estaba encantado con los mellizos. ¿De dónde vendrían? Le gustaría conocer a los padres, realmente, tal vez investigarlos un poco también… quién sabe…

Y Kaspar comprendió que el Dr. Bond los acompañaría en parte del viaje. Suspiró, pero Viktoria le recordó los buenos modales, y que el Dr. Bond había sido muy amable con ellos, sobre todo porque los llevaría al pub a tomar chocolate caliente y varias pintas de cerveza negra.

        - Tienes razón, como siempre –rezongó Kaspar, y decidió que el Dr. Bond podría ser una buena compañía. Quizá había estudiado a algún vikingo y podría darle algún dato interesante. Nunca comprendió por qué habían desaparecido y que ya casi nadie los recordaba.

        - Bien. Diré la contraseña. Y después me seguirán en silencio. Mi amigo es un poco maniático con los ruidos y esas cosas.

Miró a los mellizos. Confiaba en que el amigo no pondría el grito en el cielo cuando lo viera entrar con este grupo… peculiar (pero el narrador de esta historia cree que no, que ese día Mark Todd estaba de buenas, porque había habido sol, verdadero sol, y nada de lluvia, y el corazón le bailaba de la alegría, y los mellizos recientes hasta le parecerían “curiosos”, unos adultos en miniatura o un proyecto de persona).

El Dr. Bond se arrimó a la puerta, puso primero una oreja y escuchó –no sabemos qué- y después murmuró unas palabras en no sabemos qué idioma, porque nadie lo entendió, y después dio un golpecito con la empuñadura del bastón –para eso era, se dijo Baker, encantado, y decidió que en cuanto pudiera, conseguiría un bastón como ese- y zapateó tres veces con el pie izquierdo (Viktoria pensó que eso era para alejar la mala suerte, el mal de ojo y la envidia, pero no dijo nada, y Quintín se lo agradeció).

Mientras tanto, el zeppelín-esfera observaba todo desde una esquina, un poco temeroso. ¿Y si ese tal Mark Todd lo confundía con un plumífero y se la tomaba a tiros contra él? Ya se sabe que los ingleses tienen esa debilidad por la caza. Baker le dijo que no había nada que temer, pero que si realmente estaba asustado, podía meterse, momentáneamente, en su bolsillo.

         -Con ese pescadito que llevas allí dentro, ni lo sueñes. Prefiero enfrentar a Goliat- dijo, ofendidísimo.

         -Como quieras – respondió Baker, pero dejó el bolsillo a la vista.

Entonces la puerta hizo un crujido, se escuchó un ruido espantoso a cerrojos, candados, cadenas y demás cosas, y se abrió un resquicio, por donde se asomó una nariz y Canterville vio un mechón de pelo y un ojo que los miraba.

         -Soy yo, Thomas Bond – dijo el doctor.

         -Ah. No te esperaba.

         -Bueno, es que nunca esperas a nadie. ¿Podemos pasar?

         -¿Podemos? ¿Es que acaso no vienes solo? Ya sabes que…

         -Son unos amigos. Tienen sed.

El señor Mark Todd gruñó un poco, y abrió la puerta lo suficiente como para que el Dr. Bond pudiera entrar. Después miró a los demás. El que menos le gustó fue Quintín, pero eso se comprende, porque al señor Mark Todd los animales no le caían demasiado bien. Ninguna clase de animal, y eso significa: ni perros, ni gatos, ni canarios, ni tortugas, ni caracoles, ni langostas, ni pescados. Ni cualquier otra cosa que pueda denominarse, aunque sea lejanísimamente, animal. Incluso si no parecía un animal, el señor Mark Todd era capaz de reconocerlo de inmediato.

         -Sí, es un perro, pero habla – aclaró el Dr. Bond.

        - Hmmm, un perro que habla puede ser peor que un perro que no habla- rezongó el señor Mark Todd. -¿Y eso qué es? – y señaló al zeppelín-esfera.

        -Eso es un poco más difícil de explicar – concedió el Dr. Bond, y se alzó de hombros.

        -Verá – intervino el zeppelín-esfera- en realidad soy un zeppelín. Quizá se acuerde de cuando aquella guerra… (ay, qué metida de pata, pensó Baker, pero ya era tarde).

        -Sí, cuando los malditos alemanes aquellos, claro que recuerdo todo. Si es alemán, ni sueñe con entrar a este pub.

       - No, no lo soy. En realidad, creo que el motor es inglés o escocés o irlandés, no estoy seguro. Bueno, pues que soy eso.

       - Pero no tiene forma de zeppelín. Y los zeppelines no hablan.

       -Es que después de azeppelinar, para continuar con estos amigos, adopto este aspecto. No lo elegí yo, se lo aseguro, porque es un poco ridículo, y mucho menos esta voz, que no me representa. Verá, a veces me parezco a un osito de peluche, debo reconocerlo.

       -Bueno, sí, es cierto. Parece un detestable osito de peluche, que inventaron seguramente los alemanes, es más, podría asegurarlo con total convicción.

Baker y Canterville dedujeron rápidamente que al amigo del Dr. Bond los alemanes no le caían nada bien, y agradecieron, no solamente no serlo, sino no tener absolutamente nada que ver con ningún alemán (lo cual no es enteramente cierto, pero en ese momento no lo sabían y el narrador no revelará el asunto, para que el señor Mark Todd no abandone súbitamente la narración).

       - ¿Nos dejarás entrar o mantendremos una interesante conversación sobre las últimas noticias que has leído, aquí, parados en tu entrada de emergencia?

El señor Mark Todd hizo de cuenta de que no había escuchado la ironía de su amigo, y se hizo a un lado. ¡Ah, qué maravilla, pero qué maravillosa maravilla! Pues habían entrado al pub más increíble, más interesante, más único y más especial de la historia de los pubs y de la humanidad. Sí, el pub era lo mejor que habían visto en su vida, y eso lo aseguró vehementemente Kaspar, quien, si de algo sabía (y Viktoria daba fe de ello) era de pubs, porque todos saben que los vikingos, no bien llegan a algún lugar, preguntan: “¿y dónde está el pub y una buena cerveza negra?” Y allí, entre otras cosas que se detallarán en el siguiente capítulo, se acumulaban toneles y toneles de cerveza negra, que esperaba para ser bebida por… un vikingo.
 

 

Estación 13: en “La última palmera que resistió la guerra”

El señor Todd cerró la entrada de emergencia con cinco candados, dos cadenas y siete vueltas de llave en las tres cerraduras que había en la puerta, murmurando lo que podrían ser maldiciones en inglés antiguo, y avanzó, seguido por su amigo, el Dr. Bond, y el resto, encabezado por Baker, quien sentía enorme curiosidad por el dueño del pub y, sobre todo, por el nombre que le había puesto. Ya se sabe que los nombres son muy importantes.

La entrada de emergencia, como tal, era angosta, oscura, y bastante desagradable, como para que el que hubiera entrado volviera a preguntarse si efectivamente había sido necesario hacerlo, o si la emergencia no habría sido nada más que un malentendido, como, por ejemplo, un tornado que en realidad no era más que una brisa de primavera. El pasillo se hacía cada vez más angosto, de modo que, una vez más, los hombros de Kaspar –y los cuernos del casco también- rozaron las paredes, hasta que debió caminar de perfil, porque su corpachón no entraba en el estrecho corredor. Y de pronto –sin aviso, por lo que tropezaron todos, menos el señor Todd, que conocía de memoria el lugar, y el Dr. Bond, que también lo conocía, pese a que las primeras veces sí había tropezado- había un escalón escondido, y se encontraron en un pub como dios manda, porque aunque el Génesis no lo detalla, también hubo un pub por allá arriba.

Había una barra con los barrilitos y las canillas para servir la mejor cerveza del Imperio; jarras y jarritas y jarrones para beberla; cuadros de generales, tenientes, coroneles, sargentos, cabos y soldados, de distintos ejércitos, que habían luchado aquí y allá en nombre de la Reina, cuyo retrato colgaba en lo que podría decirse la pared principal. ¿Pero de qué Reina estamos hablando?, se preguntó Baker, porque claramente no era Isabel… ¿Acaso Victoria? Canterville dijo que preferiría encontrar un retrato de la encantadora Lady Di, y Viktoria dio un suspiro. Sí, ¡tan romántica, tan triste su historia, y tan palurdo el príncipe Carlos!

          -Charles –la corrigió Quintín. Sabía, por experiencia, que lo peor que puede ocurrir es que un británico se ofenda, porque el sentido del humor que los caracteriza es un tanto especial, y eso de la monarquía se lo toman muy, pero muy en serio. Tanto que siguen teniendo una reina (un poco feíta y vieja, pensó Canterville, pero reina al fin) y esos señores ridículos con peluca y cuello engolado.

Baker le dijo que creía que las pelucas se habían dejado de usar porque la Revolución Francesa se las había agarrado en serio con los de peluca empolvada, pero no estaba tan seguro. En todo caso, en Gran Bretaña no había guillotina, y eso ya era algo bueno, agregó.

Y desparramadas en todo el espacio, que era, podría decirse, octogonal, había mesas de madera y sillitas – al menos daban la impresión de ser de pequeño tamaño, no sé por qué- y algunos faroles a gas estaban encendidos aquí y allá, y en algunas mesas todavía había vasos sucios, jarras a medio beber y unas bandejas con comida, y migas y miguitas por todo el suelo, que hizo pensar a Viktoria en que aquí faltaba una buena barrida y una trapeada con agua y soda cáustica.

         - Fish and chips – dijo el zeppelín-esfera de pronto, después de olisquear el aire, y recordó un viaje relámpago que había hecho hace mucho, mucho tiempo, a esta ciudad, y había aterrizado, por error, en un pub.

          -Y pastel de carne – se relamió Kaspar, que empezaba a sentir bastante hambre y el estómago comenzaba a rugir. Y cuando a un vikingo le ruge el estómago de hambre, pueden pasar muchas cosas si no come de inmediato.

El señor Todd, sin sonreír ni una sola vez, les dijo que tomaran asiento donde quisieran, y él se quedó de pie detrás de la barra, esperando a que hicieran el pedido.

Baker se dijo que la lógica del señor Todd era impecable, sin ningún atisbo de contradicción y leyó el menú con atención. Le parecieron un poco excesivos los precios, pero, en fin, Gran Bretaña no pertenecía a la Unión Europea y tenía su libra esterlina, que valía su peso en oro. Se había sentado muy cerca de una caricatura del príncipe Alberto, y se ató la servilleta (un poco sucia, hemos de convenir) al cuello. Miró a todos y dijo:

          -Que venga el pastel de carne. Muero del hambre.

Pareció que eso bastó para que el resto tomara asiento y lo imitara. Viktoria sugirió que arrimaran dos mesas para hacer un mesón, como en las fondas, y al señor Todd la idea le pareció de pésimo gusto, porque La última palmera que resistió la guerra NO era una fonda, pero tuvo el buen tino de no decir nada (quizá fue casualidad, porque discutir con una vikinga como Viktoria, que esconde bajo la falda un hacha y una espada no es para cualquiera, ni siquiera para un súbdito del Imperio). O quizá dijo algo, pero no se lo escuchó entre el ruido de arrastrar las mesas y las conversaciones de todos, que comentaban los retratos, las lámparas, los banderines (había banderines de diferentes clubes de fútbol de distintos países del mundo, incluido el Chelsea, el Barca y Estudiantes de La Plata), algunos almanaques realmente pasados de época (¿1914? ¿1945? ¿1968?),  un par de fotografías de unos niños paliduchos y con cara de aburridos; varias chapas de automóviles, una radio a válvula que funcionaba y emitía el informativo de las 23 horas, cada hora; un tonel enorme, pero verdaderamente descomunal, en el que había una máquina registradora de, al menos, el siglo XIX, y un estante con botellas no se sabe de qué, cubiertas de polvo y telarañas. Y, junto a una estufa con armaduras de bronce, a punto de ser encendida, un perro negro, durmiendo.

El Dr. Bond miró al señor Todd y señaló al perro. El señor Todd se alzó de hombros.

          -No es mío. Apareció y no hay forma de que quiera irse. Le he hecho las mil y unas y el perro resiste. Por último, le puse un nombre, y allí está. Cada tanto caza alguna rata, con lo cual estamos a mano. Lo dejo permanecer aquí y él se ocupa de los ratones asquerosos. Creo que es un buen trato.

          -Sí- estuvo de acuerdo el Dr. Bond y se acercó al animal, que abrió un ojo, lo miró y movió la cola.

          -Se parece a un perro de caza que vi en un grabado – dijo Baker con la boca llena.

(Mientras pasaba todo lo que hemos dicho, el señor Todd había traído varias fuentes con comida y las había puesto sobre la mesa).

          -Recuerda tus modales – dijo Viktoria, sin mirar a nadie en particular, por lo cual todos, de inmediato, pusieron cuidado en cómo comían.

         - Estos tenedores no pinchan- se dijo Canterville, un poco enojado.

          -Prueba con la mano, para eso la tienes- le aconsejó Quintín, con calma. -Nosotros, los perros, no usamos tenedor, y no nos ha ido nada mal hasta el momento. Aquí me tienes, y me desembaracé del maldito barrilito de utilería.

Canterville pensó que a la mamá no le gustaría que comiera con la mano, sobre todo el pescado frito, que estaba un poco pasado de aceite. Pero la mamá estaba lejos, en la cocinita inglesa, y quizá no se enterara de este detalle menor. De modo que dejó el tenedor junto al plato y se dedicó al pescado, y decidió que era mucho mejor así, como le había aconsejado Quintín. Ya convencería a la mamá de esto, y, además, pensó, habría menos para lavar después de la comida (y como se sabe que lavar los platos es algo que las mamás encomiendan con mucha frecuencia a los hijos, sobre todo si son mellizos recientes, le pareció aun mejor la idea). Baker estuvo de acuerdo con él, pero le dio un poco de asco lo de tocar ese cadáver de pescado frito y lo pinchó con el tenedor. Ya verás, lo desafió Canterville, y una vez más intervino Quintín, porque era de mala educación hablar en pensamientos delante de personas como el Dr. Bond y el señor Todd, que claramente no podían leerlos, como ellos.

Entonces, para sorpresa del Dr. Bond, el señor Todd, con el repasador aún anudado en la cintura y el rostro un poco colorado de todo lo que había cocinado en tan poco tiempo, se acercó a la mesa y se sentó entre Kaspar y Canterville, y quedó justamente frente a Baker, quien lo miró, fascinado. ¡Un británico de verdad, de carne y hueso, un pirata como el Capitán Blood! ¿Qué más podía pedir? Y dueño de un perro cazador de ratas. Y ahora podría preguntarle por la entrada de emergencia, la contraseña y la palmera -¿dónde estaba? ¡Quería verla!- que había resistido a la guerra. Y también quería saber cómo se llamaba el perro, y cómo había elegido el nombre. Un sinfín de preguntas de todo tipo.

El señor Todd miró a todos, les deseó buen apetito y después empezó a comer. Lo hizo rápidamente, como si hiciera milenios que no probaba bocado, y eso desconcertó un poco a Baker, porque pensaba que el dueño de un pub comería todo lo que quisiera, todo el tiempo. Pero al observarlo nuevamente, le pareció que el señor Todd era extremadamente flaco. Tal vez estaba a dieta, o tal vez tenía una tenia saginata y no lo sabía. O, como había sido pirata, hacía mucho tiempo, había contraído malaria o fiebre amarilla o algo así, y por eso era tan flaco. Tanto que podría llamárselo “Señor Tallarín”. Se rió de su ocurrencia, y Canterville le contestó que el apodo le gustaba. Pobre señor Todd, pensó Quintín, había perdido el nombre rápidamente. Reprendió a los mellizos, porque poner apodos no es del todo correcto.

          -Salvo –aclaró Baker, -que el apodo sea puesto con cariño.

Después lo miró y dijo:

          -Señor Todd. Primero que nada, gracias por dejarnos entrar sin que hubiera una verdadera emergencia.

          -Cállate – lo reconvino Canterville. El hermano tenía una facilidad enorme para meter la pata, a fuer de ser honesto.

Baker lo ignoró y continuó:

          -En segundo lugar, tengo algunas preguntas. La primera es cómo se llama su perro cazador de ratas. La segunda es…

          -Momento, proyecto de ser humano- lo interrumpió el señor Todd, y se hizo una especie de silencio. El perro, del que aún no conocemos el nombre, movió otra vez la cola, y Canterville sospechó que era más inteligente de lo que aparentaba.

Puso el plato a un lado, se acomodó en la silla y miró a Baker.

          -Una pregunta merece toda la atención del mundo. Así que no me hagas una lista de ellas, porque has de saber que responderte puede llevarme no menos de una hora. Piénsalo bien.

Baker no se amilanó en lo más mínimo. Es más, estaba de lo más interesado en saber cómo algo tan sencillo como decir el nombre de un perro podía llevarle al señor Todd no menos de una hora decirlo (es que Baker no sabía que el señor Todd rara vez hablaba, pero, cuando lo hacía, hablaba mucho).

          -Antes de que me responda, señor Todd, quisiera hacer una aclaración.

El señor Todd lo miró con un poco más de atención. Este humanoide parecía no saber con quién estaba hablando, ni que era, precisamente, apenas un proyecto de ser humano, un mellizo reciente. ¿Y quería hacer una aclaración? Carraspeó.

          -Te escucho.

          -No soy un proyecto de ser humano; quizá pude haberlo sido en mis primeros meses de existencia, o antes, cuando mis papás decidieron que les gustaría vivir con nosotros, porque ese que está allí y come con la mano es mi hermano mellizo, Canterville. Pero teniendo en cuenta que ya  nacimos, que hemos visto la selva, que Canterville mató a una boa-pitón y que volamos en un zeppelín, podemos afirmar que somos seres humanos, no proyectos. Eso es todo. Ahora, sí, puede responder a la pregunta que le formulé anteriormente. Y, cuando haya terminado de responder, si no le parece mal, le haré la siguiente, y así, hasta el final.

          -Bien, ser humano recién llegado al mundo. La respuesta es esta: ese perro que está allí se llama Pontiki.

Y hasta el Dr. Bond se sorprendió de lo escueto de la respuesta, lo que significaba que Baker había ganado la primera partida, como si fueran las damas chinas. Interesante. Canterville aprovechó la distracción de su hermano, y manoteó el pescado que había en el plato. Eso de comer con las manos le empezaba a resultar fascinante. Pero… no era pescado, era pastel de carne, y eso sí que es difícil sin tenedor. Bien, Canterville se las ingenió: hizo unas bolitas, que podríamos llamar proto-albóndigas, y las deglutió sin mayores inconvenientes.

          -Ah – respondió Baker encantado, porque pese a haber sido un pirata como el Capitán Blood, el señor Todd parecía saber más de lo que aparentaba – ya veo por qué le puso ese nombre. Ingenioso.

         -¿Ah, sí? ¿Y por qué se lo puse?

         - Muy sencillo: un juego de palabras, mejor dicho, un juego de significados.

         - Lo que  nos faltaba. ¡Un proyecto de ser humano sabihondo! ¿Dónde lo encontraste?

El Dr. Bond arqueó una ceja, y después la otra, y después no supo qué responder. No los había sacado de ninguna parte, habían aparecido. ¿Qué debió haber hecho?

          -Porque usted dijo que este perro caza ratas, y de nombre le puso “Ratón”, que es lo que significa Pontiki, palabra griega, por cierto. Pero además… y usted me corregirá, hay un periódico con ese nombre.

          -Semanario, pequeño sabihondo, semanario, no periódico. Hay una diferencia.

          -Bien, un detalle menor.

          -¡Basta, por favor! – explotó Kaspar, que había devorado en un santiamén todo lo que el señor Todd había puesto sobre la mesa, y seguía con hambre.

Viktoria lo miró con enorme preocupación. Si Kaspar se enojaba, si perdía la paciencia…

          -A quién le importa cómo se llama ese perrucho que sólo sabe mover la cola y esperar ante una estufa que ni siquiera está encendida. A quién le importa si se llama “Ratón” y eso es un juego entre el nombre y lo que efectivamente hace, cazar ratones (o ratas, que es un ratón más grande y feo). ¡Y a quién le importan las tontas correcciones de este señor Todd, que discute con un mellizo reciente!

 

          -Ay, ay, ay, se lamentó el zeppelín-esfera para sus adentros, pero muy para sus adentros, y Quintín estuvo de acuerdo con él. Terminó de comer lo más rápidamente que pudo, porque imaginó que después del exabrupto de Kaspar, el señor Todd los sacaría por la entrada de emergencia no menos que a las patadas, y con un poco de razón. Con estos vikingos… no se puede ir a un pub con un vikingo.

 

          -No -protestó Kaspar; -no se puede ir a un pub con un mellizo reciente como Baker, que hace preguntas imposibles y discute hasta la mortalidad del cangrejo. Y ahora quiero más comida, señor Todd, cumpla con su deber o su función o como se llame lo que hace, y sírvame más.

 

Por las dudas, Viktoria acarició el hacha y la espada, y el zeppelín-esfera se elevó lo más rápido que pudo y se escondió detrás de la radio. No era cobarde, era precavido.

Pero para asombro de todos, el señor Todd lanzó una carcajada tan, pero tan fuerte, que uno de los faroles a gas se apagó, y la radio dejó de transmitir por primera vez en cincuenta años.

          -Kaspar, usted me cae bien, usted tiene razón.

Se levantó ágilmente –y quizá por eso era tan flaco, para no perder la agilidad en caso de necesidad-, tomó el plato vacío y relamido de Kaspar y al segundo lo trajo repleto de algo que no sé qué es, pero que olía muy bien, y tentó a todos.

          -¡Con cucharas! –atajó Quintín alarmado a los mellizos.

          -Le diré algo: me disculpo. Pero este niño me sacó de quicio.

          -Pues usted me sacó de quicio a mí. Estamos a mano.

          -La segunda pregunta es sobre el  nombre de este pub, y si la palmera todavía existe y si puedo verla.

          -Tres preguntas en una: no es válido.

Canterville nuevamente aprovechó la distracción de Baker y hundió la cuchara en el porridge (el narrador acaba de recordar la palabra apropiada, pero no sé si es acertada, porque dicen que el porridge es asqueroso, y lo que comían parecía muy sabroso).

Baker suspiró. ¿Por qué los adultos tenían que ser tan insoportables?

          -Algunos adultos –lo corrigió Quintín, y Viktoria estuvo de acuerdo. Su Kaspar, que era claramente un adulto, no tenía un pelo de insoportable.

          -De acuerdo. De acuerdo. ¿Por qué le puso ese nombre a este pub? (y estuvo de agregar, pero se contuvo a tiempo, por qué había una entrada de emergencia).

          -Pues porque así es la cosa: a la izquierda de la puerta de entrada se mantiene en pie la única palmera de toda la ciudad que resistió los más feroces y despiadados bombardeos durante la guerra.

          -¿Es decir que antes de eso, el pub no tenía nombre?

          -Seguramente tenía uno, pero como el cartel no sobrevivió a los bombardeos, nunca lo supe.

          -¿Y no le preguntó a los vecinos?

          -¿Has visto vecinos por aquí?

Baker se rascó la punta de la nariz, y Canterville entendió que ese gesto significaba que estaba altamente concentrado en algo. Es así como se construyen algunas cosas que caracterizan a las personas, y ese gesto definirá a Baker por el resto de su vida.

          -Así que usted compró un pub sin nombre, pero que tenía la palmera más resistente de la ciudad, la única que se mantuvo en pie.

         - Así es.

         - Y por eso le puso ese nombre.

          -Así es.

          -Digamos que es una enorme obviedad, más allá de que el nombre pueda parecerle a más de uno realmente original.

         - Así es. No pretendí ser original, sino obvio. Tautológico, diría.

          -Correcto. Me gusta que estemos de acuerdo en los aspectos más elementales de este asunto.

          -La palmera todavía existe, y sí, puedes verla. Pero será mejor que lo hagas de día, porque de noche no se ve nada. No hay luces en la carretera, ¡malditos funcionarios del municipio!

          -Señor Todd, le rogaría que no olvidara que, pese a todo, Baker es un mellizo reciente. Cuide su lenguaje, hágame el favor.

          -Me disculpo, me disculpo – gruñó el señor Todd, pero aceptó que a Viktoria le asistía un poco de razón. Es que no parecía un mellizo reciente.

Pero pese a su disculpa a regañadientes, no sé hasta qué punto el señor Todd había empezado a divertirse y hacía todo lo posible por contrariarlos a todos de algún modo, porque eso lo entretenía aun más.

          -¿Y cómo es que la palmera se salvó?

          -Eso no te lo puedo responder yo, ni nadie. Ni siquiera la Reina, con lo cual se demuestra que la monarquía no sirve ni para eso, para responder una simple y tonta pregunta de un mellizo… reciente.

Entonces Kaspar los interrumpió y dijo que quería ver esos magníficos toneles llenos de cerveza negra, la verdadera cerveza inglesa. El señor Todd, un poco más animado, le dijo que con gusto lo llevaría a la bodega.

Pues nos acabamos de enterar de que hay bodegas de cerveza. De inmediato, Canterville y Baker dieron por terminada la cena y dijeron que no se perderían por nada ver semejante cosa. El señor Todd pensó en qué dirían los padres cuando los críos volvieran, pero no era problema de él. Bastante tenía con el pub, la palmera y el perro cazador de ratas.

         - Por aquí – dijo, después de tomar uno de los faroles.

Quintín pensó que era curioso que llevara un farol. ¿Acaso no había luz eléctrica aquí?

         - No quiero pagarle al Estado más de lo imprescindible. No necesito luz eléctrica; no tengo nada en el refrigerador. Y para eso están estos faroles.

Entonces Quintín entendió que el señor Todd también era capaz de leer los pensamientos de los demás, y se preguntó si el Dr. Bond también tendría esa capacidad.

          -Sí, la tengo – respondió desde la cabecera de la mesa el Dr. Bond, con amabilidad.

          -Entonces, debo sospechar que todos los que participamos en esta historia tenemos esa capacidad – dudó el zeppelín-esfera, que seguía atentamente las conversaciones, fueran habladas o mentales.

          -Eso habría que preguntarle al narrador – respondió el señor Todd, antes de desaparecer por una puertita, acompañado por Kaspar y los mellizos recientes. –De hecho, me parece una soberana tontería tener esa capacidad, bastante desagradable es tener que escuchar la enorme cantidad de tonterías que dice la gente todo el tiempo; ahora también estoy obligado a escuchar sus pensamientos, ¡que son peores aun!

Y todos, por primera vez, estuvieron absolutamente de acuerdo con él. Y se prometieron no pensar demasiadas tonterías, por respeto a los demás (creo que es una decisión admirable y encomiable, que ayudaría mucho a que las cosas mejoraran en el mundo real).

Viktoria, Quintín y el zeppelín-esfera se quedaron de sobremesa, y saborearon un delicioso licor de café, fuerte como el demonio, y negro como la noche más negra de todas. Los pasos de Kaspar, el señor Todd, y los pasitos de los mellizos recientes se fueron haciendo más débiles, hasta que desaparecieron por completo.

          -Qué lejos queda esa bodega – dijo Quintín, un poco preocupado por los mellizos.

          -Lejos, no – aclaró el Dr. Bond- queda muy abajo en la tierra. Las bodegas son subterráneas, y esta es casi como si fuera una mina. Una mina de las de antes.

(Aquí lamentamos la ausencia de los mellizos recientes, porque Baker hubiera dicho algo sobre las minas de antes y las de ahora, y los cuentos de Dickens, y Canterville hubiera opinado que ya se sabía que los mejores mineros de la historia habían sido los enanos, que, además, luchaban contra el dragón que protegía los diamantes. Pero como estaban en la bodega subterránea, podemos suponer que algo así habrían dicho).

Después escucharon el silbido imponente de Kaspar, que significaba que estaba verdaderamente sorprendido.

          -¡Viktoria!- bramó – tienes que ver esto.

Viktoria suspiró, y se puso de pie.

          -Me disculpo, pero Kaspar se convierte en un niño cuando ve toneles de cerveza. Es que de chico…

          -Se cayó dentro de un tonel de cerveza – completó Quintín.

          -¿Y cómo sabes eso?

          -Porque es lo mismo que le ocurrió a Obelix, pero con la poción del druida. No creo que haya una gran diferencia entre Kaspar y Obelix – respondió Quintín, meditabundo.

          -Pues sí, así es. Un descuido del padre, la madre que estaba lejos, y el niño terminó de cabeza en un tonel. Y para no ahogarse, bebió cuanto pudo.

          -Sabia decisión – dijo el zeppelín-esfera, que se imaginó a sí mismo en una situación semejante, y dudó de que hubiera podido tragar un solo buche de semejante brebaje. Detestaba la cerveza.

          -No pareces zeppelín- dijo el Dr. Bond. –A los zeppelines, en general, la cerveza les cae bien.

          -Pues a mí no.

Y no explicó ni pensó en el asunto, de modo que  no tenemos cómo saber qué mala experiencia había tenido el zeppelín-esfera con la cerveza en su vida.

          -Ningún problema. ¿Es que acaso no puedo ser abstemio?

Quintín se revolcó de la risa, y movió la cola con tanta fuerza que derribó dos sillas y un plato voló por los aires.

          -Abstemio. Eso sí que es bueno. En fin – dijo.

Mientras tanto, el señor Todd había hecho descender a Kaspar y a los mellizos recientes por una escalera que tenía 237 escalones de piedra, tallados en la roca misma de la tierra, apenas iluminados por el farol a gas, hasta que llegaron a un espacio tan grande y tan alta como la nave principal de la catedral de Chartres (no exageres, Baker, gruñó Canterville), en la que había estantes y más estantes que sostenían toneles dispuestos en forma horizontal, con cartelitos tallados en bronce que indicaban los años y los distintos tipos de cerveza que almacenaban. Aquí y allá había banquitos y unas mesitas redondas con vasos para degustar la bebida. A Kaspar le brillaron los ojos al ver todo esto. ¡Era el Walhalla, pero mucho mejor! No pensaba salir de allí hasta que hubiera probado cada una de las cervezas.

          -Mucho me temo que no podrá hacerlo. Hay 2400 toneles apilados, y no sé cuántas variedades. Ni siquiera yo las he probado todas, y le puedo asegurar que lo he intentado – dijo el señor Todd, y a Baker le pareció que había algo de contrición en su voz, pero bien puede ser mi imaginación.

          -Y dígame, señor Todd – comenzó Baker.

          -¿Otra pregunta kilométrica? Piensa bien en lo que vas a decir.

         - No, kilométrica, no. Pero viendo todos estos toneles… bueno, es más de una pregunta. No se enoje.

          -Anda, dime.

          -Primero, quién los trajo, porque no creo que haya sido usted (y volvió a comprobar que era delgadísimo); y segundo: ¿quiénes son los clientes de su pub? Porque da la impresión de que…

El señor Todd suspiró. Se sentó en uno de los banquitos, mientras Kaspar tomaba un vaso y se acercaba al tonel número 1356.

         - Pues es muy sencillo: los toneles ya estaban aquí cuando compré este pub, de modo que no tengo la menor idea de quién los trajo. Y mis clientes son mis clientes. Gente que tiene hambre y sed, y que habla poco, y no hace muchas preguntas.

          -¿Y todos conocen la contraseña?

         - No, claro que no. ¿Por qué habrían de conocerla?

         - Para entrar.

          -Pero la contraseña es para la entrada de emergencia. Del otro lado hay una entrada como cualquiera de cualquier pub en el mundo. Tiene una campanita, que suena de un modo insoportable, dos puertas batientes de cristal biselado, una cortinita bordada que es un espanto de mal gusto, y un felpudo que dice “bienvenidos” aunque no lo sean.

Sí, sí; la lógica del señor Todd seguía siendo impenetrable. Y cuando creías que habías llegado a alguna conclusión te salía con una explicación que daba por tierra con todo lo que habías pensado. El señor Todd agradeció el cumplido, y se sirvió un vaso de cerveza del tonel 245.

         - Los toneles no están ordenados por número –dijo Canterville, después de dar un par de vueltas por el lugar.

         -No. No están ordenados de acuerdo a nada. Están apilados. Nada más que eso.

          -¿Y si alguien le pide una jarra de la cerveza del tonel 1, qué hace?

         - Pues, si no está a la mano, digo que no tengo, que se acabó. Y le sirvo de cualquier otro tonel. O le sirvo de cualquier tonel, porque el cliente no sabe qué tipo de cerveza es la del tonel 1.

          -A menos que venga todas las noches y pida, a) siempre de la misma; b) ordenadamente del 1 en adelante hasta que se terminen los diferentes tipos de cerveza.

         -Sí, pero nunca vino un cliente así a mi pub. La mayoría, como te dije, sólo quieren beber y comer en paz, sin que nadie los moleste en lo más mínimo. Y a la tercera jarra de cerveza se echan una siestecita y después se van, mucho más felices de cómo llegaron.

Canterville pensó que era un buen negocio. Nadie sabía cuánta cerveza había en la bodega ni de qué tipo era, y de todos modos, los parroquianos salían felices y volvían. No estaba nada mal. Daba lo mismo, en definitiva, la cerveza que el señor Todd les sirviera. Muy ingenioso.

Viktoria se había puesto un poco nerviosa, porque hacía más de dos horas que Kaspar, el señor Todd y los mellizos deambulaban por la bodega subterránea, y cualquiera sabe que a los vikingos lo que está bajo tierra no les cae demasiado en gracia, más acostumbrados al cielo abierto y a los extensísimos campos de batalla y los horizontes infinitos de los mares salvajes (y me detengo aquí, para no aburrir al lector, pero puede decirse muchísimo más acerca de los paisajes que los vikingos aman). En todo caso, para Viktoria ya había sido tiempo suficiente y le pidió al Dr. Bond que fuera a buscarlos, porque ella ni que le pagaran bajaría a ese lugar horrible.

El Dr. Bond aceptó de regular gana la encomienda, porque estaba muy cómodo fumando una pipa (ahora sí) y saboreando un cognac, el más rico de todos, que su amigo el señor Todd ocultaba en un cajoncito bajo el mostrador. Rara vez convidaba con ese cognac, y cuando lo hacía, era por alguna razón muy especial. Esta vez, pensó el Dr. Bond al servirse, era una ocasión más que especial, y seguramente el señor Todd lo hubiera convidado encantado de la vida, de haber estado allí; pero estaba abajo, y en definitiva, tampoco se enteraría de que el Dr. Bond se había servido. (Lo que el Dr. Bond no había visto, porque a veces es distraído, es que había una marquita, que indicaba el contenido de la botella, y después del generoso trago que el Dr. Bond se sirvió –en honor a la comitiva, se disculpó ante sí mismo- el volumen dorado quedó al menos a media pulgada de la marca en cuestión. Con lo que el señor Todd, semanas más tarde, descubrió lo ocurrido y juró que escondería la botella de cognac en un sitio que ni el más hábil de todos, ni el mismísimo Sherlock Holmes, descubriera jamás. Así lo hizo, olvidó dónde la había escondido, y la botella sigue intacta.)

Pero Viktoria, súbitamente cambió de opinión, le dijo al Dr. Bond que siguiera disfrutando el cognac que le había birlado al amabilísimo señor Todd, que ella bajaría a la bodega, no importaba cuán profundamente bajo tierra se encontraba. El Dr. Bond no tuvo tiempo ni de decirle –ni de pensar- que le parecía de una valentía extraordinaria y que le agradecía el gesto, porque la pipa y el cognac, efectivamente, estaban de lo mejor. Es que Viktoria, como muchas mujeres, había intuido que algo ocurría allí abajo y quería saber. De modo que se armó de valor, se dijo que si los enanos habían trabajado durante siglos bajo tierra y habían sobrevivido, una vikinga como ella también lo lograría, y avanzó. Respiró profundamente, contuvo el aliento y bajó los 237 escalones en un santiamén (si hubiera sido posible, habría cerrado los ojos, pero por suerte no lo hizo y se evitó un resbalón considerable y un buen chichón en la cabeza). Ay, no se había equivocado. Allí estaba Kaspar, completamente dormido, roncando feliz, abrazo a un tonel; un poco más allá, el señor Todd también había sucumbido vaya a saber a la cerveza número cuál, y ¡los mellizos recientes! ¡Qué diría la mamá en la cocinita inglesa! No supo qué hacer primero, si despertar a Kaspar de un coscorrón y darle un fuerte rezongo, o si levantar a los mellizos, que dormían plácidamente, cada uno con un vasito en una mano. El señor Todd  no le preocupaba en lo más mínimo, esa es la verdad. De modo que despertó, muy enojada, a Kaspar, quien abrió los ojos, sorprendido. Puede comprenderse la reacción de Viktoria, porque Kaspar estaba a cargo de los mellizos recientes; al fin y al cabo, cualquier esposa reaccionaría de ese modo… Y si hubiera sido al revés, cualquier esposo también lo hubiera hecho (pero la mayoría de las historias, sea por machismo, por misoginia o por mera hipocresía, soslayan esa cuestión y evitan mencionar situaciones como estas si la que se queda dormida después de una buena degustación de cerveza es la esposa y no el marido). Y mientras Kaspar reaccionaba lo más rápido posible, y tomaba el hacha y el espada que había dejado a un lado, Viktoria ya había abrazado a los mellizos recientes, que ni se enteraron hasta que, nuevamente como una exhalación, Viktoria los sentó junto al Dr. Bond, que dormitaba, con una sonrisa en los labios, la copita de cognac vacía, la pipa humeante todavía en la mesa.

          -Vaya con estos hombres – se dijo Viktoria, y Quintín estuvo de acuerdo con ella.

Lo que Viktoria no sabía es que el último trago de cognac había terminado en la garganta de Quintín, que, movido por la curiosidad y aprovechando el cabeceo del Dr. Bond, se lo había bebido. Y Quintín pensó que el cognac no estaba nada mal, y que en el barrilito de utilería debía llevar una bebida semejante. Ya le preguntaría al señor Todd dónde podía comprar una botella. El zeppelín-esfera, no sabemos cómo, se había quedado dormido entre las patas de Pontiki, que lo confundió con un muñeco peludito, lo olisqueó un poco  y también se quedó dormido.  

Después apareció Kaspar, todavía un poco somnoliento y bajo los deliciosos efectos de la cerveza, y se sentó a la mesa, junto al Dr. Bond, que se despertó súbitamente y tomó la pipa, como si no se hubiera quedado dormido. Viktoria despertó a los mellizos y dijo que le parecía que era de continuar el viaje. ¿O acaso habían olvidado que estaban haciendo un viaje? Esto había sido un desvío inesperado, no estaba en la lista, y ya era suficiente.

Kaspar, que se sentía un poco culpable de su siesta, no dijo nada; y los demás estuvieron relativamente de acuerdo. Baker se hubiera quedado un poco más, porque quería que el señor Todd le relatara sus aventuras de cuando había sido pirata, pero Viktoria dijo que ya habría otra oportunidad para escuchar esas, sin duda, dijo, maravillosas y fascinantes historias piratas. Baker no quedó muy convencido, pero ya había aprendido que cuando se es mellizo reciente, no se tiene el mismo derecho a voz y voto que un adulto. Canterville se alegró; la siesta le había sentado de lo más bien y quería salir de una vez de allí.

         - ¿Y qué hacemos con el señor Todd?- quiso saber Baker.

         -Pues nada, no hay nada que hacer con él. Se queda aquí, esperando a sus parroquianos.

        -¿Y el Dr. Bond?- insistió Baker, que deseaba que los dos británicos se sumaran al viaje.

        -Ni lo sueñes –gruñó Quintín. –Ya somos demasiados. No entraremos en el vagón.

        -Pero si hay vagones de sobra – replicó Baker con razón.

        -No. Ellos se quedan aquí.

 

El Dr. Bond los miró, inhaló de la pipa, que se volvió incandescente y largó un humo dulzón que encantó a Canterville (oh, no, diría la mamá en la cocinita inglesa: ¡primero cerveza y ahora tabaco de pipa!).

         - Haremos lo siguiente: ustedes continúan con el viaje, y cuando terminen, se dan otra vueltita por aquí.

Entonces apareció el señor Todd, con el rostro enrojecido y los ojos brillantes.

         - Eso, estoy de acuerdo con mi amigo, el Dr. Bond. Volverán y nos pasarán a buscar.

         -¿Y vendrán con nosotros?

          -Depende de adonde vayan.

          -Pues yo creo que para cuando volvamos, será que terminamos con el viaje y es hora de regresar a nuestra casa. Nuestra mamá y nuestro papá nos esperan en la cocinita inglesa- aclaró Canterville, que un poco de ganas de ver a los papás, tenía.

         - Hay un problema – dijo Baker, pensativo.

         - Me lo temía – pensó el señor Todd, y se armó de paciencia.

          -No podremos entrar, porque no sabemos la contraseña – agregó.

          -Tiene razón – dijo el Dr. Bond – no había pensado en eso.

Se hizo un gran silencio y el señor Todd se sumió en un pensamiento profundo y complejo, que nadie, pero nadie, entendió, y que por eso no se consigna aquí. Al final, suspiró. Se levantó, caminó hasta la barra, abrió el cajoncito de los papeles y los lápices, y anotó rápidamente –creo yo que porque tenía miedo a arrepentirse- la contraseña y se la tendió a…

¡Quintín!

         - El San Bernardo más razonable que he conocido en mi vida –explicó el señor Todd, sonrojándose un poco, y todos se preguntaron cuántos San Bernardo habría conocido para llegar a esa conclusión.

         - Muchos, más de lo necesario –espetó el señor Todd.

Quintín leyó lo anotado para asegurarse de que comprendía la caligrafía un poco torcida del señor Todd y después guardó el papelito en un bolsillito que había del lado interior del collar, y que nadie sabía que tenía.

         - Los estaremos esperando –dijo el Dr. Bond, y el señor Todd gruñó un poco.

         - No tengan prisa en volver – dijo después, dudó un poco y agregó: - pero serán bienvenidos, claro que sí.

Pontiki se despertó justo a tiempo para lamer las caritas de los mellizos recientes, mientras movía la cola con entusiasmo. El zeppelín-esfera aprovechó para desprenderse del abrazo perruno. Kaspar les dio la mano al Dr. Bond y al señor Todd, y Viktoria les hizo adiós con la mano. Baker se acercó al señor Todd, y lo miró.

         - Usted me cae bien, señor Todd, señor Tallarín. Pese a que parece malhumorado la mayor parte del tiempo, creo que tiene un buen corazón, por allá en el fondo, sabe, ese músculo que tiene un ventrículo, una aurícula y…

         - Ya cállate – lo atajó Canterville. Se acercó a su vez al señor Todd y le tendió la manito. –Ha sido un gusto. Muy rico su pescado frito.

Después, los dos mellizos recientes se acercaron al Dr. Bond.

          -Siga así – le recomendó Baker, y el Dr. Bond no pudo menos que reír con ganas.

          -Espero que nos veamos nuevamente – dijo Canterville, y lo decía en serio. Algo en el Dr. Bond le caía bien, pero nunca dijo qué, aunque no se equivocaba.

          -Bueno, váyanse de una vez – gruñó el señor Todd y los acompañó a la entrada de emergencia.

Se demoró un poco con el tercer candado, porque la llave se había perdido en el bolsillo, pero por fin abrió la puerta.

          -Adiós, adiós – dijo.

Y en ese momento brilló una luna inmensa y Baker pudo ver a la última palmera que había resistido a la guerra. Majestuosa, gigantesca, que casi tocaba el cielo con su penacho.

Entonces corrió hasta la puerta, antes de que el señor Todd la cerrara del todo y gritó:

          -Señor Todd, señor Todd. Debe cambiarle el nombre a su pub.

El señor Todd lo miró con ganas de convertirlo en estatua.

          -No es la última palmera que resistió a la guerra. Es la única palmera que resistió a la guerra.

Y el Dr. Bond se dio cuenta de que Baker tenía razón.

No vamos a consignar aquí la discusión que tuvieron ambos sobre este asunto, porque no forma parte de esta historia, pero el lector puede imaginársela, y seguramente se quede corto en sus apreciaciones.

Después, Kaspar, Viktoria, Quintín, el zeppelín-esfera, Canterville y Baker, desaparecieron en la noche, felices y acompañados por la luna. Para cuando quisieran acordar, la locomotora los estaba esperando, un poco aburrida, pero contenta de verlos.

        -  ¡Arriba, arriba, vamos! – los apuró.

        -  Espera a que te cuente – dijo Baker, feliz.

El motor se puso en marcha, la locomotora hizo sonar la bocina con más fuerza que nunca, para que el señor Todd y el Dr. Bond la escucharan –cosa que hicieron, pese a la discusión- y luego también desapareció en la noche.

 

Estación 14: el Circo de los Seres Imposibles

No vamos a detenernos en relatar el viaje hasta el Circo, por dos motivos: por un lado, el viaje transcurrió de noche, y de noche, generalmente, se duerme; por el otro, las funciones de los circos, o al menos las de este, son de noche; de modo que podemos suponer, o bien que el viaje fue instantáneo, o que viajaron de un modo que llegaron de noche al Circo, poco antes de que empezara la función, justo con el tiempo suficiente como para comprar las entradas.

El circo, como todos los circos, estaba en las afueras de una ciudad cuyo nombre no recuerdo, ni sé si lo supe alguna vez, pero creo que no es tan importante. Era una ciudad chica y completamente silenciosa. Quizá ya no vivía nadie allí, o quizá los habitantes eran silenciosos y contemplativos.

Encontraron el lugar fácilmente, porque había carteles y flechas y anuncios en todas partes, de modo que era imposible perderse. A medida que se acercaban, el camino se iba haciendo más culebrero, y los carteles más extraños, o, al menos, eso pensó Baker cuando los iba leyendo. Pero no supo explicarle a Canterville el motivo de esa impresión y Canterville no insistió.

El asunto es que la locomotora los dejó a pocos metros de la boletería, en la que no había nadie a la vista.

          -¿Y ahora qué hacemos? – preguntó el zeppelín-esfera, preocupado, porque no quería perderse la función. Era la primera vez que asistía a un circo en su vida.

          -No se preocupen – dijo Quintín muy seguro, y se encaminó hasta la ventanilla.

Después volvió, con una enorme sonrisa que parecía haberse tragado el hocico.

          -Aquí están – ladró, feliz.

Y efectivamente, tenía las entradas numeradas, con los mejores asientos de todos: adelante y en el centro.

          -¿Cómo hiciste? – inquirió Baker, quien no soportaba no saber por qué ocurrían las cosas, no importaba si eran dignas de mención o una tontería (y esto, mucho más adelante, alguna vez lo metería en problemas).

          -Pues, nada; allí estaban, sobre el mármol, a nuestro nombre: Kaspar, Viktoria, Baker, Canterville, zeppelín-esfera y un servidor.

Cada uno tomó la suya, y casi en fila india se acercaron a la entrada de la carpa. Kaspar descorrió la cortina de cuentas que sonó – clink-clink-clink-  y la mantuvo abierta para que todos pasaran. No había nadie allí, pero ya no debería sorprendernos esto. La platea estaba iluminada por unos focos que pendían del centro de la carpa, y distinguieron rápidamente los asientos: en la fila uno, en el respaldo de cada butaca el nombre de cada uno de ellos. Baker estaba encantado. Una butaca a su nombre, ¡vaya, como si fuera el presidente de una nación! Canterville protestó, y dijo que era marketing, y nada más que eso, y que a la salida de la función ya tratarían de venderles cualquier cantidad de sandeces inútiles, pero a Baker no le importó.

Se sentaron y descubrieron que delante de cada uno de ellos había una bandeja con manzanas acarameladas, golosinas envueltas en papeles de colores y un vaso con cocoa batida. Kaspar fue el único que no se alegró mucho; detestaba las golosinas, y las manzanas acarameladas le pringaban los dedos, lo cual no era bueno en caso de que tuviera necesidad de blandir el hacha y la espada. Pero Viktoria le dijo que estaban en un circo y que allí no había enemigos contra quienes pelear. El zeppelín-esfera devoró las golosinas, y al ver que Kaspar no las comía, le preguntó si se las regalaba. Es muy divertido ver a un zeppelín-esfera comer golosinas, porque toda la esferita parece que masticara, y sólo se ven los ojos que brillan, felices.

De a poco, las luces se fueron apagando y empezó a sonar una música, la clase de música que sólo se escucha en los circos, y que todos reconocemos, no sabemos cómo, así como tampoco sabemos quién la compuso alguna vez. Algunos dicen que fueron los gitanos; otros, que fue una tribu que cruzó las estepas, desde el norte de China hasta el norte de Siberia, caminó por un caminito que había delineado el señor Bering y llegó hasta el Sur, pero nadie lo sabe con certeza. Es una música a la vez alegre y triste, que da ganas de bailar mientras se llora un poco. A Quintín le pareció que era más triste que alegre, pero al ver cómo disfrutaban los mellizos recientes, cambió de opinión. Tal vez se había vuelto sentimental y no se había dado cuenta. En todo caso, se sentó muy derecho en su butaca y esperó.

Un foco rojo iluminó lo que parecía la entrada de una cueva muy oscura, y la música se hizo misteriosa. Después se escuchó como un relinchar de caballos, y un ruido de cascos en un camino de piedra, allá a lo lejos, y un batir de alas, como si una libélula gigantesca se hubiera posado sobre la carpa y quisiera llevársela en vuelo.

Ah, Baker sí que estaba encantado. Por allí emergerían todos, todos, los seres más imposibles del mundo. Y él, mellizo 2, hermano menor de mellizo 1, Baker, los vería. ¡Qué afortunado que era! Se sentía el mellizo más suertudo de la Tierra.

          -¿Qué es un ser imposible? – quiso saber Canterville, a quien el asunto le parecía una tontería. Todos los seres son posibles, todos y cada uno de ellos.

         -Son los que no pueden existir – respondió Baker, un poco distraído. Debió de haber prestado un poco más de atención.

        - ¿Y por qué no pueden existir? ¿Qué lo impide?

        - La naturaleza, claro está – contestó Baker, que escudriñaba la entrada con creciente ansiedad y emoción.

   -¡Ah, si apareciera el alicanto! ¡Sería la octava maravilla del mundo, aunque debería ser la primera!

        - ¿Y qué tiene que decir la naturaleza al respecto? ¿Qué puede importarle a la naturaleza que haya un caballo, por ejemplo, con dos cabezas y seis patas?

        - Pues es que no tendría sentido. ¿Para qué querría un caballo dos cabezas y seis patas?

        - Muy sencillo: con una cabeza podría mirar hacia adelante, y con la otra, hacia atrás; y con seis patas galoparía más rápido, y en caso de romperse una, siempre le quedarían las otras cinco; si un caballo de cuatro patas se le rompe una, se vuelve inútil y lo matan, le pegan un tiro entre ceja y ceja. ¿Eso te parece justo?

 

Quintín temió que los mellizos recientes se embarcaran en una eterna y difícil discusión, similar a la que en ese momento sostenían el Dr. Bond y el señor Todd ya no me acuerdo en relación con qué, pero que ya llevaba varias horas.

          -Pues yo que tú le escribía una carta a la naturaleza y le daba tu opinión. Quizá la tome en cuenta para la siguiente era, nunca se sabe. Y pasas a la historia. El mellizo que hizo que la naturaleza repensara su forma de evolucionar. Más que interesante.

         - Eres un necio y sabes que tengo razón. No hay respuesta para eso. No hay ninguna respuesta. Todos los seres son posibles.

El zeppelín-esfera decidió intervenir. Al fin y al cabo, en su corta vida había visto y oído mucho sobre estos asuntos.

         - Es que, Canterville, debes pensar en algo así como lo que resulta más práctico o más eficiente.

         - Pero un caballo con seis patas es mucho más eficiente que uno de cuatro – insistió Canterville, que había heredado la terquedad no sé de quién, pero de alguien la había heredado.

         -Puede ser que un caballo de seis patas sea mejor, sí, pero hay otros seres imposibles que no tienen mucho sentido.

         -Pero es que no entiendo quién le da sentido a las cosas. Puedo imaginar muchas que tendrían un gran sentido. Un hombre con cuatro brazos. Eso es muy práctico. Basta con pensar en lo que haría un albañil con cuatro brazos. Increíble.

         -Yo creo – insistió el zeppelín-esfera, -que debemos concentrarnos en la función y dejar de discutir cosas que no llevan a ninguna parte.

         - Pues entonces, cuando sea grande, y no este mequetrefe que todavía soy, voy a dedicarme a hacer un relevamiento exhaustivo de todos los seres imposibles y demostrar cuán útiles serían si los hubieran dejado existir.

         - ¡Silencio! – bramó Kaspar, harto de los mellizos y sus disquisiciones. –Quiero ver la función en paz y en silencio.

Baker y Canterville siguieron discutiendo mentalmente y no se pusieron de acuerdo. Por suerte, cuando estaban a punto de hablar nuevamente, empezaron a aparecer, y eso les quitó el aliento, no sólo a los mellizos recientes, sino a todos y a cada uno, los seres más imposibles que quieras o puedas imaginarte. Y el que más sorprendió a todos fue Kaspar, pues, no sé cómo, conocía a la mayoría de los que comenzaron a desfilar y hacer piruetas y recitar intrincadísimos poemas en glíglico (y el que no sepa qué es glíglico, pues que consulte con urgencia, porque no se puede andar así por la vida sin saber semejante cosa). Y cada uno, además, hacía una pequeñísima reverencia ante Baker y Canterville, como si la función, entera y únicamente, les estuviera dedicada. Y en realidad así era, y eso había sido arte y parte de Quintín, pero nunca lo dijo y sólo lo sé yo, y por eso lo cuento. Porque el San Bernardo pensó que los mellizos recientes debían ver todo lo que podía existir si fuera posible, si acaso alguien se animara a querer que así fuera. ¿Acaso no existían los gatos de Kilkenny? ¿Y qué me dicen del basilisco, del que todos hacen mención cuando se enfurecen, pero nadie sabe exactamente cómo es? ¿Y el devorador de sombras?

Ah, el devorador de sombras también apareció. Pero casi no pudieron verlo, porque hubo que apagar las luces, salvo una lucecita en un rincón, estratégicamente puesta para que iluminara sin hacer sombras… porque si no, todos, menos el alicanto, hubieran desaparecido no bien apareció el devorador. ¿Y por qué el alicanto no corría riesgo? Pues porque esa ave maravillosamente hermosa, con cuello de cisne y alas doradas, y ojos que lanzan fulgores multicolores… cuando vuela, cuando se lanza a volar, no hace sombra… y no puedes saber dónde está ni adónde parte…, pero ella sí te ve a ti, desde allí arriba, muy arriba, porque tiene una vista de  águila.

De inmediato, Baker se prendó de ese pájaro y decidió que, para la próxima navidad, le pediría a la mamá que le pidiera uno a Papá Noël. Ah, padres, eso ocurre a veces, que los niños le piden a Papá Noël cosas que a veces son imposibles. Pero no en este caso, porque sabemos que la mamá ideó un alicanto especial para Baker, porque dijo que debía vivir en libertad, en la cumbre de las montañas más altas del planeta, pero que lo había filmado, especialmente para Baker, y proyectó el más bonito e imposible de todos los documentales de su larga e increíble carrera como cineasta. Pero eso ocurrió mucho después, y lo cuento para que todos respiren aliviados, porque las mamás como esta siempre encuentran una solución, hasta para las cosas más imposibles.

          -Cuidado – pensó Quintín, y esperó con los dedos cruzados a que Canterville dijera su deseo, confiando en que la mamá o el papá pudieran cumplirlo también.

Y tal como lo supuso, Canterville, muy orondo, dijo que él quería que, para navidad, Papá Noël le dejara un “a bao qu”, con lo cual, pensó Quintín, sí que ponía en aprietos a la mamá.

¿Pero estamos completamente seguros de que la puso en aprietos?

Apuesto a que no, y diré brevemente por qué. En primer lugar, porque una mamá de mellizos recientes no es cualquier mamá, y tiene recursos i-li-mi-ta-dos para resolver toda clase de situaciones. En segundo lugar… voy a contar cómo lo resolvió para no dejar a los lectores con la intriga, aunque claramente este relato forma parte del futuro, de después de que todos volvieron a la cocinita inglesa. La mamá sabía –el papá, no- que “a bao qu” es un ser imposible de ser visto; no es que sea invisible, sino que las personas no pueden verlo… y si pudieran, entonces no podrían describirlo. Así, el “a bao qu”, que parece invisible sin serlo, puede estar en cualquier parte. Y la mamá construyó una jaula hermosísima, pero hermosa de verdad, como una que vi en el museo de Kalamata, hace muchísimo tiempo, que más que una jaula era una casa hecha de un enrejado blanco, con balcones del tamaño de una caja de fósforos y torres como un dedal y hasta puertas y ventanas- y adentro puso un platito con comida y otro con agua, e incluso una alfombra muy suave, porque el “a bao qu” gusta de dormir plácidamente… Y le dijo a Canterville que debía cuidarlo cada día, hablarle en voz muy baja y dulce, porque el “a bao qu” podía verlo a él, y apreciaría los buenos modales y los cuidados. Y así, durante buena parte de la infancia de Canterville, el mellizo 1 cuidó del ser imposible al que nunca pudo ver, pero que jura que un día acarició y era tibio y mullido y hasta lo llamó por su  nombre –Caaan-terviiiiiillll- susurró y eso fue todo, y cuando creció… cuando creció,  Canterville le regaló un “a bao qu” a su hijo, pero esa sí que es otra historia, muy pero muy otra y muy lejana en el tiempo.

No puede el narrador describir cada uno de los seres imposibles que desfilaron esa noche ante los ojos de los asombradísimos mellizos recientes, ni los aplausos y los gritos de Kaspar, los suspiros de Viktoria, y las batidas de cola de Quintín. Del zeppelín-esfera hablaremos dentro de algunos renglones.

Pero sí podemos mencionar al menos algunos, como el cacan, la garudá, el hochigan (aunque sobre este la información es un poco confusa), los lémures, la mantícora, el odradek (del que en realidad no se sabe si es un ser imposible o una cosa inútil), la escila, los morlocks, el espejón, el crocontas, las banshee, el aplanador, el caballo-elefante alado, la mariposirena, la mandrágora, el unitauro, el bahamut, el gato de Cheshire, el proto-Ctulhu, la tortupantera, el rinorrino, el león-tablero-de-backgammon y muchos otros, que ya no recuerdo. Y si me preguntan cómo son, pues les diría que lo mejor que pueden hacer es intentar dibujarlos de acuerdo a cómo les suenan los nombres. Eran muchos, muchos, y hacían una algarabía que parecía una orquesta interpretando la rueda de la fortuna, de Carmina Burana, así de impresionante era el espectáculo. Y entonces se encendieron unas luces azuladas, el ruedo que habían formado los seres imposibles comenzó a abrirse, y la lamia más hermosa que vi en mi vida miró a los mellizos y temí lo peor (por si no lo recuerdan, la lamia devora niños, pero esa historia es muy triste y no quiero narrarla ni aquí ni ahora) y se hizo un gran silencio y después un ooooooh y un aaaaaaah, y Kaspar y Viktoria manotearon las armas de inmediato. Y es que la lamia se acercó al borde de la arena y comenzó a llamar al zeppelín-esfera con una voz tan, pero tan dulce y encantadora, que el zeppelín-esfera se elevó despacito por el aire, sin proponérselo, y flotó hasta quedar a unos centímetros de la lamia.

Y entonces un potentísimo reflector proyectó un arcoíris majestuoso, y el coro de seres imposibles entonó el Himno de los Seres Imposibles, y una voz muy fuerte dijo que estaban felices de haber encontrado al ser más imposible de todos, el zeppelín-esfera.

Y el zeppelín-esfera se tornó, durante escasos segundos, en completamente transparente, sólo para nosotros y para el coro de seres imposibles, y vimos cómo en su interior había un inmenso corazón que latía a más no poder, de la felicidad que sentía nuestro amigo. Y Baker y Canterville se pusieron de pie a la vez y aplaudieron a rabiar, hasta que las manos les dolieron, pero no por eso dejaron de aplaudir, y Kaspar lanzó un silbido que retumbó en todo el circo y Viktoria lloriqueó un poco de la emoción al ver al zeppelín-esfera rodeado de otros como él. ¿Y Quintín? Ah, el San Bernardo también se había puesto de pie, y, parado en las patas traseras, también aplaudía con las patas afelpadas y peludas, y ladraba tan fuerte, que casi no dejaba escuchar el Himno. Entonces, la lamia le hizo una seña a todos y los invitó a la arena a cantar con ellos, porque de algún modo, puedo afirmarlo con total certeza, todos y cada uno de ellos eran seres imposibles. Y allí estaban. Y si nadie me cree, tengo guardada la única fotografía que tomé durante el largo viaje, porque pensé precisamente eso: nadie me creerá cuando cuente lo que ocurrió aquella noche en el circo de los seres imposibles.

          -Pero nuestra mamá y nuestro papá sí nos creerán – me dijeron Baker y Canterville, al unísono.

          -Sí – les respondí – a ustedes sí les creerán, por supuesto. Aunque, mis queridos mellizos, ustedes sí que son los seres más imposibles de todos y los más adorables.

Baker dudó, y Canterville le dijo que seguramente la imposibilidad se relacionaba con que podían leer los pensamientos, y respiré con alivio.

Después, el coro se fue haciendo cada vez más silencioso, y cuando la canción terminó, en la arena no quedaba nadie. Sólo una pluma del alicanto, que se había desprendido, y el rastro leve del a bao qu, que nadie vio, pero que estaba allí. ¿Nadie? Creo que el zeppelín-esfera sí lo vio… pero guardará ese secreto para siempre.

 

Estación 15: los zancos de cedro

La locomotora no hizo sonar la bocina esta vez, para respetar el silencio del lugar, y parpadeó un ojo y después el otro –sí, ¿acaso no aclaré que la locomotora tenía ojos? Un par de hermosos ojos almendrados, un poco tristones, como los de un cachorro cuando sabe que lo van a llevar a que lo bañen. Y nuevamente abrió la puerta y apareció la escalerita y todos subieron. En la frente, la locomotora había encendido un cartel en que se leía: Próxima Estación: Zancos.

          -¡Iuppi! – exclamó Canterville, que había olvidado por completo el orden del sorteo.

         - ¡Opiti! – respondió Baker, que quería tener la estatura de Kaspar y eso sólo lo lograría con un buen par de zancos de madera de cedro.

          -¿Cedro? – murmuró Quintín, -¿por qué de cedro?

         - Pues – respondió el zeppelín-esfera- porque sospecho que quien narra esta historia ha estado en el País de los Cedros, y sigue con la impresión que le dejaron esos magníficos árboles. La mejor madera del mundo.

          -Ah – dijeron todos a la vez – es comprensible entonces.

Se había hecho de día; un hermoso día de primavera, con esa brisa alegre que revuelve los cabellos y que trae olor a flores y valles. Supongo que en alguna parte había un arroyo y hasta quizá una trucha confundida; supongo también que un zorro resbalaba en el agua del deshielo, y los cuervos aleteaban en los pinos, que jamás pierden las agujas. Supongo también, que de alguna chimenea todavía salía un poco de humo, porque por las noches se ponía frío.

 Supongo que en alguna parte, Caperucita se hizo amiga del lobo, que estaba harto de simular ser una abuela; Pulgarcito no dejó miguitas, sino verdaderas piedras, y Hansel y Gretel descubrieron que la bruja en realidad era un hada con un sentido del humor bastante particular; el flautista de Hamelín dejó a los niños en libertad, y Baker y Canterville dijeron que no les interesaba nada de eso, ni si Pinocho tenía una nariz larga o no, ni si Cenicienta usó un zapatito de cristal, ni si la bailarina de los zapatos rojos dejó de bailar alguna vez o si Blancanieves… No, tenían hambre, verdadera hambre, hambre de gigante, como el del cuento.

          -¿Cuál cuento? – se interesó Kaspar.

         - Barbarroja.

          -No, La bella y la bestia.

          -No. El de Quasimodo.

          -No. El de las habichuelas mágicas.

          -¿Qué es una habichuela?

Por suerte, Viktoria los calmó a todos, porque sirvió un desayuno digno de un gigante, que no sé dónde preparó, pero supongo que la locomotora le indicó dónde estaba la cocina, porque hasta pan recién horneado les ofreció, y una deliciosa mermelada de…

          -Frambuesa.

         - No, durazno.

         - No, higo.

         -No, zapallo.

         -No, naranja.

Por fin, se pusieron de acuerdo en que no era mermelada, sino miel. Y no discutieron qué tipo de miel era, porque tenían tanta hambre, que durante una hora sólo comieron, sin decir una sola palabra (lo que no quiere decir que no pensaran un sinfín de asuntos, que no voy a detallar aquí).

Y mientras terminaban el desayuno pantagruélico, la locomotora anunció con su vocecita un poco tímida que estaban a punto de entrar en la Estación Zancos.

Todos miraron por las ventanillas… ¡La estación estaba montada en zancos! Y un gato pasó, en zancos, corriendo a un ratón, en zancos. Hasta las palomas tenían zancos delgaditos atados a las patas, para cuando se posaban a picotear las migas que había en el parque.

         - No había que exagerar tanto con lo de los zancos. Es evidente que acá se usan zancos. Pero qué necesidad ponerle zancos a un gato. No me convence – murmuró Canterville, que desconfiaba de lo obvio.

Descendieron y caminaron hasta la estación, y como no tenían zancos, a Baker y a Canterville les costó un poco alcanzar la entrada, pero Kaspar los ayudó. Luego entraron. Sí, ya sé… pero qué le voy a hacer: allí no había nadie. Pero contra un muro muy blanco, había cinco pares de zancos… incluso un par para el zeppelín-esfera. Veamos.

Los zancos destinados al zeppelín-esfera hay que imaginarlos como si se tratara de un colador (como para colar spaghettis), del tamaño de la esfera, y donde estarían las asas… pues de ahí salían los dos zancos. El zeppelín-esfera calzaba perfectamente en esa especie de colador, lo que me permite suponer que, o bien en ese lugar había otros zeppelines-esfera o similares, o que alguien sabía que éste vendría de visita y averiguó las medidas exactas. Los mellizos lo ayudaron a enderezarse, porque en esa especie de andador… no le resultaba tan sencillo, y tenía la tendencia innata de elevarse por encima del suelo.

          -No, no – insistía Baker; - debes apoyar los zancos en la calle, si no, no tiene gracia el asunto.

Le costó varias pruebas, pero al final lo logró y por primera vez sintió lo que significaba tener piernas –o extremidades, para ser más precisos.

Baker y Canterville se calzaron los suyos, que no eran tan grandes como Baker había deseado, de modo que no dejaba de ser un mellizo reciente montado en un par de zancos, pero así y todo, al pararse junto a Kaspar, descubrió que le llegaba a la cintura y sonrió… hasta que el vikingo se puso los suyos… y parecía la Torre de Pisa, inclinación incluida, porque los vikingos y los zancos no se llevan del todo bien.

Canterville no pretendió medirse con ninguno, y se dedicó a investigar todo lo que podía hacerse con los zancos. Y descubrió que: a) no era imposible dar vueltas de carnero del derecho (de espaldas fue un poco más complicado y le dio un empellón al zeppelín-esfera que tuvo la mala ocurrencia de estar muy cerca de él); b) se podía ir para adelante o para atrás, con un poco de tino, y eso no estaba nada mal (pero se llevó por delante a Quintín, que no las tenía todas consigo montado en cuatro zancos especialmente diseñados para un San Bernardo); c) también se podía saltar y correr… d) ¿y qué tal andar en patines montado en zancos?

Viktoria puso el grito en el cielo: de ningún modo. Patines y zancos a la vez estaba absolutamente descartado. Además, aquí no había patines, ¿o sí?

Pues, sí, había.

No me pregunten cómo, en la Estación Zancos también había patines. ¿Y quién quiso hacer el intento?

Canterville, el hombre de acción.

Baker, suspirando, lo ayudó a calzar los patines en los extremos de los zancos, e incluso le dio el primer empujoncito para que rodara.

¡Ah, la felicidad de Canterville! Claro que esto no estaba previsto, pero un hombre de acción debe enfrentarse, invariablemente, a imprevistos. Y Canterville descubrió también, que si montaba los patines en los rieles de la estación, se convertía en una especie de locomotora en miniatura, y así lo hizo, mientras gritaba “tu-tú-tú” y la locomotora se hacía cruces, alarmadísima y Viktoria lo corría en los zancos, donde de paso había calzado el hacha en uno, y la espada en el otro.

Kaspar llegó a la conclusión de que combatir en zancos era un disparate total, y entendió que por eso los vikingos no los habían inventado. Aunque mirándolos con objetividad, se dijo que podrían funcionar como remos… y eso no estaba mal. Porque el cedro era durísimo y resistiría los embates del mar más salado de todos. Pero pronto olvidó ese pensamiento y se dedicó a dar grandes zancadas (¡y ahora se comprende de dónde viene el término!) de un lado para el otro, lanzando gritos espantosos y vociferando que era el primer vikingo en zancos de la historia.

Y mientras cada uno iba acostumbrándose a sus zancos, y bailoteaba y reía y si se caía volvía a ponerse de pie, con ayuda o sin ella, aparecieron…

¡Ah, por fin aparece alguien en estos lugares tan remotos y tan desiertos!

Pues aparecieron Héctor y Alejandro. Creo que se llaman así, y en realidad, ellos habían construido los zancos para los mellizos recientes, pero cuando se enteraron de que no venían solos, tuvieron que trabajar día y noche, durante una semana, para hacer zancos para el resto: Quintín, Viktoria, Kaspar y el zeppelín-estrella.

Porque estos dos, que vinieron a saludar y a saber si todo iba bien, nada más, esa es su única aparición en esta historia, pero queda consignada, iban de un pueblo al otro y montaban un espectáculo callejero que era una delicia.

Y como todos se imaginan, Baker y Canterville quisieron verlo. De modo que ocurrió lo siguiente: Héctor y Alejandro se escondieron detrás de un árbol, donde se pusieron el vestuario y se maquillaron, y se calzaron las pelucas, y Héctor una sombrillita de lo más amorosa, con lunares amarillos y rojos, y Alejandro una suerte de galera roja. Y la historia era la siguiente: La mujer caracterizada por Héctor paseaba por una avenida de París, un sábado de tarde primaveral, y perdía un pañuelito sin darse cuenta. Alejandro, que también caminaba por ahí, y creo que esto ocurría en la ribera del Sena, recogía el pañuelito, se apuraba y se lo entregaba. Y cuando lo hacía: Cupido entraba en escena y al rato se iban los dos del brazo, felices.

(He resumido la historia, pero confío en que, por ejemplo, el señor ilustrador de esta novela amplíe el contenido, porque es un relato muy bonito)

Y Baker y Canterville, al ver esa representación, se olvidaron de que eran actores montados en zancos, y durante unos instantes creyeron que la mujer, que se llamaba Señorita Sombrilla, y el hombre, que se llamaba Señor Galera, eran reales. Y fueron a conversar con ellos. Sí, los mellizos recientes, trepados a los zancos, haciendo equilibrio y sin caerse ni una sola vez, se acercaron, se presentaron, les tendieron la mano y pidieron para unirse a la compañía teatral “Zancudos”.

Héctor y Alejandro estuvieron tentados… bastante tentados de aceptar la oferta, porque realmente mellizos recientes en zancos era algo más que original, era único en la historia. Pero pensaron que seguramente ni la mamá ni el papá estarían del todo felices con esto, porque una compañía teatral viaja por todo el mundo, duerme en pensiones a veces un poco tristonas, y no siempre se come cuatro veces al día, como deben hacer los mellizos recientes.

Pero – dijeron al unísono- les dejarían una tarjeta, y cuando los mellizos recientes crecieran un poco, entonces sí, podrían unirse a la compañía teatral.

Viktoria seguía de lejos la conversación, un poco nerviosa; y Quintín, que no había avanzado más que algunos metros, porque mantener cuatro zancos perfectamente verticales era dificilísimo, estaba más que preocupado. Viktoria decidió intervenir, y también a grandes zancadas se acercó a los dos actores y a los mellizos recientes, que habían guardado las dos tarjetas de la compañía teatral en los bolsillos.

          -Estos niños volverán a la cocinita inglesa, SIN zancos- espetó, con las mejillas enrojecidas del esfuerzo y del enojo.

          -Por supuesto, por supuesto – respondieron los actores, porque vieron la punta de la espada asomándose por debajo de la falda de la vikinga.

          -Bien. Me gusta que las cosas queden claras.

         - Y a nosotros nos gusta ver que sabe usar muy bien los zancos. ¿La señora quizá quisiera… unirse a nuestra compañía?

Kaspar, que había estado prestando atención, a la distancia, pero un vikingo como él escuchaba todo, TODO, se acercó rápidamente. ¿Y si Viktoria decidía unirse a la compañía? Él tendría que ir con ella, y la verdad, es que no era buen actor. Ni siquiera lo consideraría. Se acercó a Viktoria y le dio un pellizconcito en el hombro, para hacerla entrar en razón, porque ella dudaba. La vida teatral, las tablas, actuar, maquillarse cada noche… Pasar hambre, frío, que no te aplaudan, que el público te tire tomates… Que te feliciten, que te hagan notas en la prensa, que te reconozcan por la calle…

Baker y Canterville habían atendido esta esgrima mental, entretenidos. ¿Quién ganaría? Pero no, Viktoria no podía unirse a la compañía teatral por una simple razón: tenía que volver a la cocinita inglesa con ellos. ¿Acaso lo había olvidado?

Y Viktoria entonces se disculpó con Héctor y con Alejandro. Dijo que tenía algo importante que hacer y que quizá en otra oportunidad… Así que también recibió una tarjetita con las señas de la compañía teatral. Y ya que estaban le dieron otra a Kaspar, por si acaso cambiaba de opinión. Un verdadero vikingo haciendo de Hamlet en zancos garantizaría el éxito de la función (eso pensaron Héctor y Alejandro, pero Kaspar dijo que Hamlet era un príncipe un poco dubitativo y que se negaba a caracterizarlo, con lo cual se zanjó la cuestión).

Quintín nunca logró acercarse a ellos, pese a que el zeppelín-esfera hizo todo lo posible por ayudarlo, incluso se elevó un par de centímetros para sostenerlo, pero no hubo caso. Con eso concluimos que un San Bernardo es capaz de todo, menos de andar en zancos. Por suerte, nadie espera que lo haga.

Los actores entonces se despidieron, y les dijeron que podían quedarse con los zancos de recuerdo, quizá en alguna otra parte querrían usarlos. Y la madera de cedro, como se sabe, es la mejor madera del mundo (sí, y la responsable de que durante siglos, hace muchísimo tiempo, Egipto comerciara con el antiguo reino sirio, que luego devino Líbano… el país del cedro, uno de los países más valientes y sufridos y buenos de toda la Tierra).

Y así como aparecieron en esta historia, volvieron a desaparecer.

Y en ese momento, todos se dieron cuenta de que andar en zancos era muy divertido, pero también muy cansador. Y entonces apareció la locomotora… ¡en zancos! Hay que imaginarse a una especie de ciempiés con palitos que calzan en los rieles. Eso era. Hizo sonar la bocina con enorme alegría, y a desgano se quitó los zancos, cuando vio que los demás ya no los usaban.

Sin lugar a dudas, era La locomotora alegre, historia que se perdió hace años, pero que el narrador guarda fielmente en la memoria. Y que le contará a los mellizos recientes en otra oportunidad.

Andar en zancos cansa, vaya que cansa. Por eso no es de extrañar que no bien se acomodaron en el vagón, suspiraron y quedaron profundamente dormidos, y recién despertaron cuando la locomotora llegó a la siguiente estación.

 

Estación 16: el mar

Sobre lo que ocurrió cuando llegaron al mar, se puede decir mucho o nada.

Viktoria había soñado toda la vida con ver el mar, y ahora lo tenía frente a los ojos. Era una cosa enorme, azul-verdosa, que de a ratos se volvía oscura y de a ratos se volvía alegre; y a veces se mezclaba con el cielo, y se confundía con el horizonte, y las olas hacían ese runrún que no se termina nunca, y que tanto tranquiliza a algunas personas, a la vez que atemoriza o inquieta a otras.

Y Viktoria se dijo entonces que una vez que se ha visto el mar, no se lo olvida.

Y eso no pasa ni con las praderas, ni con las montañas ni con los bosques ni con los desiertos ni con nada. Es así, porque el narrador, al igual que Viktoria, está enamorado del mar, y se ha propuesto conocer todos los mares de la Tierra, aunque no sé si lo logrará.

Y Viktoria entendió que se puede morir “de mar”, y porqué su raza lo había amado tanto.

El mar y Viktoria, ese día, se hicieron uno solo.

Y Kaspar, Quintín, el zeppelín-esfera, Baker y Canterville, la dejaron sola caminando por la costa, hablando bajito para sí misma, y ellos esperaron en el murallón, mientras el viento la llamaba “Viktoria, Viktoria” y durante un instante, Kaspar temió que Viktoria se metiera en el mar y se dejara tragar por él. Porque si lo hacía, él no haría nada por impedirlo, pero deseó de todo corazón que no lo hiciera. Tanto amaba a Viktoria, que dejaría que hiciera lo que el corazón le indicara, aunque eso lo hiciera estallar del dolor. Eso es el amor.

Y Viktoria dudó. Era tan tentador ese mar.

Caminó y caminó por la costa interminable, entre piedras y caracolas, con la espuma del mar entre los pies, salada, fría, nueva. Caminó y caminó sin dejar de hablar consigo misma, y no sé qué se dijo ni qué se contestó. ¿Cuánto caminó? Mucho, mucho. Y el viento salado le arremolinó el pelo y le deshizo el moño, y le ajustó la cintura y la devolvió a una niña, de antes de que conociera a Kaspar y afilara la espada y el hacha. Y recordó canciones marineras, y fuegos de San Telmo, y auroras boreales y luna llenas en la mitad de un mar embravecido. Y lomos de ballenas y de delfines, y aletas de tiburón y canto de sirenas. ¡Ay, los cantos de las sirenas, que pueden hacerte perder la razón y querer seguirlas! ¡Ay, el mar, el mar!

Y se le llenaron los ojos y el alma y el corazón de mar, y después decidió volver, porque el mar le dijo que siempre estaría allí para ella, siempre. Y ella creyó, y después, una vez al año, iba a ver el mar y sonreía sola y suspiraba, feliz. Viktoria se había enamorado del mar, tal como se había enamorado de Kaspar.

Y cuando los miró, el color de los ojos había cambiado: tenía el color del mar, el ansia del horizonte inalcanzable, la bravura de las olas imbatibles y la calma del agua antes de la tormenta. El mar se había metido en Viktoria y ella era el mar.

Y sin decir una sola palabra, caminó hasta la locomotora, que no hizo sonar la bocina, y se subió al vagón.

Mucho rato después, subieron los demás. Nadie habló en las siguientes horas, y nadie pensó. Todos respetaron el sentimiento de Viktoria, que duró hasta el último día de su vida. Y pidió que cuando muriera, alguien pusiera en su lápida: Y por fin vi el mar. Y las cenizas de Viktoria, si miras bien, a veces las puedes ver flotar en las olas encrespadas, o cuando las noctilucas iluminan los perfiles y te llaman: ven-ven-ven. Y cuando eso ocurre, es que Viktoria te está sonriendo.

 

Estación 17: buscando al Dr. Bond y al señor Tallarín (perdón, al señor Mark Todd)

La locomotora entendió que el viaje estaba llegando a su fin, y sintió un poco de ansiedad. De todos modos y sin que nadie se lo hubiera dicho, sabía que antes de enfilar para la cocinita inglesa, debían hacer un alto en el pub de la palmera. Y, pensándolo lo bien, no le vendría nada mal a ninguno de ellos engullir algo de la comida del señor Todd.

De modo que puso el motor a todo dar rumbo al pub.

Allí estaba la palmera, y la misma luna llena seguía colgando justo encima de ella. ¿Es que acaso el tiempo no había pasado, o ya había transcurrido un mes desde que se habían ido? No podemos saberlo. Y tampoco interesa demasiado.

Los mellizos recientes fueron los primeros en despertar, y Baker volvió a encantarse al ver la palmera. Qué resistente que era, qué valiente había sido durante la guerra, y qué suerte que el señor Todd la había rescatado. ¿La había rescatado? Creo que eso es una exageración, porque hay que saber que el señor Todd se ocupaba poco y nada de la pobre palmera que, dicho sea de paso, tampoco necesita que se ocupen demasiado de ella.

Se acercaron a la entrada de emergencia, y Quintín sacó el papelito con la contraseña del collar y se acercó a la puerta. Pero nada ocurrió.

          -Maldición – dijo y después se disculpó, porque Viktoria lo miró con ojos asesinos.

          -Intenta de nuevo- sugirió Baker.

Pero no hubo caso. Kaspar pensó que Quintín se equivocaba al leer las instrucciones, y tomó su lugar. Nada. Del otro lado nada.

          -Quizá la contraseña esté bien, y resulta que el señor Todd se ha quedado dormido – dijo Canterville.

         - Puede ser – suspiró el zeppelín-esfera. Y agregó: -Puedo intentar entrar por la chimenea… y despertarlo.

          -Sí, sí, sí, - Baker se encantó con la idea de ver entrar al zeppelín-esfera por la chimenea y darle un susto de muerte al señor Todd.

          -Bien, lo haré.

Y rápidamente se elevó por los aires, llegó al techo a dos aguas y descubrió una chimenea, que estaba bastante sucia. Claramente, el señor Todd necesitaba contratar un deshollinador con urgencia. Esto era un desastre. El zeppelín-esfera contuvo el aliento, se hizo delgadito, cerró los ojos para no impresionarse demasiado, y cual Papá Noël, se deslizó por la chimenea. Cuando rebotó en el suelo, entre la ceniza y algunas sobras de comida que mejor no saber qué eran, tiznado y con los pelitos parados, vio que, efectivamente, el señor Todd y el Dr. Bond dormían plácidamente. Daba un poco de pena despertarlos.

          -Oigan, súbditos del Imperio Británico – dijo, pero nada ocurrió.

          -Ingleses, al ataque – insistió, pero nada.

Entonces hizo lo que debió haber hecho desde un principio: se acercó a uno y lo pellizcó fuertemente en un brazo, y luego al otro y repitió la acción. De inmediato los dos hombres se despertaron, molestos. Pero no bien vieron al zeppelín-esfera, se alegraron.

El señor Todd se levantó del asiento como si tuviera un resorte y dijo que estaba casi listo. El Dr. Bond dijo que estaba listo. Y el zeppelín-esfera explicó que no habían podido hacer abrir la puerta.

          -Es que nos quedamos dormidos- murmuró el Dr. Bond.

          -Sí, fue lo que pensamos. En fin, pensaba que los británicos eran un poco más atentos.

El señor Todd estuvo a punto de responder, pero una ceja alzada del Dr. Bond fue suficiente como para que no dijera nada. El Dr. Bond tenía su bastón y un maletín de médico junto a él, y empezó a dar golpecitos con el pie, un poco ansioso por salir de una vez. El señor Todd dijo que iría a buscar a Pontiki, porque no iba a dejar el perro a solas con las ratas, y el Dr. Bond se sorprendió, pero no dijo nada.

Al ratito, el señor Todd volvió con un rarísimo sombrero de cazador, un chaleco, un pañuelo multicolor, el perro con su correa y un par de botas de campo.

          -¿Pero a dónde cree que vamos? – se rió el zeppelín-esfera.

          -No tengo la menor idea, pero siempre hay que estar preparado. Es la mejor forma de que nada nos tome por sorpresa. Los ingleses somos así. Y así construimos el Imperio- espetó.

          -Entonces podría llevar ese cañoncito que tiene por ahí y un poco de pólvora- bromeó el zeppelín-esfera.

          -No es mala idea, gracias- respondió el señor Todd y no sé cómo se las ingenió para meter el cañón y la pólvora en la mochila que cargaba.

Después dijo que se había olvidado de algo en el otro cuarto, y regresó con tres libros para resolver palabras cruzadas. Se alzó de hombros, un poco sonrojado.

          -Ha de ser un deporte británico – se dijo el zeppelín-esfera.

Y después pensó: estos británicos están locos, pero recordó que los que estaban locos eran los romanos, pero como los romanos habían conquistado Bretannia, hacía siglos, entonces seguramente les contagiaron la locura y eso explicaba todo. Así que no había gran diferencia entre británicos y romanos. Ah, ese era un razonamiento propio de Baker… ¿se estaría contagiando?

Total, que abrieron la entrada de emergencia, salieron y después el señor Todd la cerró. El Dr. Bond con su maleta de cuero oscuro, la galera y el bastón, y el señor Todd con la mochila y el perro y el ridículo sombrerito de cazador de los bosques.

Baker se acercó corriendo.

          -Lo vi, lo vi- gritó, feliz.

          -Me alegra – respondió el señor Todd, también feliz.

          -¿Qué has visto? – quiso saber Canterville.

          -¡El cartel!

          -¿Qué cartel?

          -Le cambió el nombre al pub. Ahora se llama La única palmera que resistió la guerra.

Kaspar miró a los dos ingleses. Alguna vez habían peleado juntos, y respetaba su fiereza, pero también su lealtad.

Y yo sé que el que convenció al señor Todd de cambiar el nombre, a sugerencia de Baker, fue el Dr. Bond, pero como es su amigo, jamás lo dirá, y dejará que, para la historia, quede como que fue él, el señor Todd, el que tomó la decisión por propia voluntad.

El señor Todd gruñó un poco, pero al mirar el cartel, no pudo menos que reconocer que este nombre era mejor que el otro. Y que el mellizo 2 había tenido razón. Quizá hasta fuera un poco inglés, en el fondo.

          -Y díganme, proyecto de humanos… - dijo mirando a los mellizos recientes- el papá y la mamá de ustedes… ¿saben que ustedes vuelven con otras seis personas?

Baker y Canterville, por primera vez en esta historia, se quedaron sin palabras, y con el corazón casi sin latir. ¡El señor Tallarín – perdón, el señor Todd- tenía razón! ¿Pero cómo avisarles?

          -Queremos darles una sorpresa, a nuestros padres les encantan las sorpresas – dijo Canterville, muy seguro de sí.

         - Sí, les encantan. Es más, estarán encantados de vernos llegar con tantos amigos como ustedes. Les parecerá fantástico.

          -¿Y habrá lugar para todos nosotros? ¿Es que acaso viven en un castillo? – insistió el señor Todd.

El Dr. Bond le dio un codazo. Ya verían cómo se las arreglaban, pensó, y el señor Todd entendió (quizá en aquella larga noche de discusión ambos también habían aprendido a leer los pensamientos).

          -¿Y qué pasa con ese gato desgraciado de tu mamá? Porque Pontiki…

          -Pontiki caza ratones, dijo usted, o gatos. De modo que no veo que vaya a haber ningún problema – aclaró Baker. Deseaba de todo corazón que su  mamá y su papá conocieran a sus amigos.

         - Bien, me has convencido – mintió piadosamente el señor Todd, y todos se lo agradecieron porque todos se dieron cuenta de que pensaba exactamente lo contrario. Pero era un hombre de recursos, vaya si lo sabré, de modo que no iba a haber ningún problema. Era de pocas palabras, de gran corazón.

          -Entonces, vámonos de una vez – gritó Canterville, quien de pronto sentía unas ganas enormes de volver a ver a su mamá y a su papá, y dejar de ser un mellizo reciente, protagonista de un relato. Quería ser hijo, de una vez por todas (y es comprensible).

          -Locomotora nos espera – dijo el zeppelín-esfera, quien también tenía ganas de llegar a alguna parte. No lo había dicho, pero tanto viaje en tren lo había mareado y confundido un poco.

Quintín olisqueó a Pontiki, quien gruñó un poco, para hacerse respetar, pero el San Bernardo le cayó bien de inmediato y Quintín se despachó en perruno por una vez, y lo disfrutó. A veces, hablar y pensar en humano tiene sus complicaciones, le explicó a Pontiki, que estuvo de acuerdo. Lo que le costaba a veces entender al señor Todd, le comentó en confianza… un verdadero intríngulis… pero quizá porque era inglés, a veces sospechaba eso.

         - Si lo sabré. No sabes lo difícil que es comunicarse con el señor Todd. El hombre más complicado que he conocido en mi vida.

         - Porque no conoces a Kaspar, o a los mellizos recientes. Ya verás – respondió Quintín. - ¿Te conté del barrilito de utilería?

          -No- dijo Pontiki interesada (porque era una hembra cachorra)- ¿qué es eso?

          -Te lo contaré durante el viaje.

          -Y yo te contaré por qué me pusieron este nombre… ¿sabías que los británicos están un poco locos?

          -Sí, porque los romanos los conquistaron, hace muchísimos siglos.

         - Ah, es por eso. De haberlo sabido antes, las cosas habrían sido más sencillas.

         - Y dime – quiso saber Quintín de pronto- ¿puedes leer los pensamientos?

         -Por supuesto – respondió Pontiki- y el señor Todd y el Dr. Bond, también.

         -Ah, menos mal. Entonces las cosas serán más sencillas.

         -¿Y crees que los padres de los mellizos recientes conocerán ese arte?

         -Imagino que sí. Y si no, se lo enseñaremos.

Y los dos perros subieron a la locomotora y se sentaron juntos y charlaron durante todo el viaje, contándose historias de perros (y de gatos y de ratones) y rieron mucho.

El Dr. Bond se sentó junto al señor Todd, que de inmediato sacó un crucigrama y comenzó a resolverlo.

         - Una palabra con ocho letras que empieza con F y termina con R.

         - Filosofar – dijo Baker.

Entonces, el señor Todd decidió que haría el crucigrama en silencio.

Kaspar y Viktoria se tomaron de la mano. Estaban un poco nerviosos, porque no sabían cómo serían recibidos en la cocinita inglesa, ni cómo serían los padres de los mellizos recientes, si sentirían simpatía por los vikingos o pensarían que estaban tan locos como los romanos que habían enloquecido a los británicos, que a través del rock and roll habían terminado por enloquecer a generaciones enteras en todo el mundo.

         - No hay que preocuparse. Nuestra madre y nuestro padre: son geniales. ¡Ya lo verán!

Y así, la locomotora entró en la Estación Reina Victoria, donde por supuesto no había nadie, salvo un taxi esperándolos, que los condujo a…

 

Estación 18: la cocinita inglesa 

Como en el cuento de la Cenicienta, la mamá con gato-gatito en la falda, y el papá con el jarro de té en la mano, se habían quedado dormidos mientras esperaban a los mellizos recientes. La mamá soñaba con ellos, y el papá también y cuando se despertaban se contaban el sueño y luego volvían a dormirse, y así hasta el momento en que Baker abrió la puerta y los vio dormidos con una sonrisa en los labios. Les hizo una seña a todos de que no hicieran ruido, y todos entraron en puntas de pie a la cocinita inglesa. Era diminuta, pero no sé cómo, todos encontraron un lugar donde pararse sin empujar al otro, y esperaron. Canterville se acercó a la mamá y Baker al papá. ¿Cómo despertarlos sin que se asustaran?

          -Ya sé – dijo mentalmente Canterville.

          -¿Cómo?

         - Con la canción de cuna del festival de rock.

          -Pero una canción de cuna es para que la gente se duerma – respondió Baker.

          -Sí, pero en este caso se despertarán. Hagamos la prueba.

El zeppelín-esfera entendió que había llegado el momento de dirigir ese coro nuevamente, y aunque no estaban todos los músicos… confió. Sacó una batuta (se había llevado aquella y la había escondido en su pancita), saludó a todos y alzó los bracitos.

¡Qué coro maravilloso! De modo que cuando la mamá y el papá se despertaron, se encontraron ante Kaspar, Viktoria, Quintín, Pontiki, el señor Tallarín- perdón, el señor Todd-, el Dr. Bond y los mellizos, que cantaban una bellísima, pero bellísima canción. Abrieron los ojos y sonrieron.

          -Baker, Canterville – dijeron los dos al mismo tiempo.

¿Y cómo saben nuestros nombres?- se preguntaron los mellizos recientes.

         - Bueno, ¿acaso no es así como se llaman?

         - Sí – respondieron.

          Y esos son los amigos del viaje. Quintín y Pontiki, Kaspar y Viktoria, el señor Tallarín – perdón, el señor Todd (la madre se sonrojó un poco y se hizo más bella aun de lo que era) y el Dr. Bond, y dirigiendo todo esto, el zeppelín-esfera.

Los mellizos recientes se quedaron sin habla. Pero sí que era fácil esto. No había que explicar nada.

          -Y ahora deberían contarnos todo, todo, todo, desde el principio.

La madre dudó y el padre dijo:

         - ¿Y dónde se quedó la locomotora?

Quintín se adelantó, metió la mano en el bolsillo y sacó una locomotora roja y la puso sobre la mesa.

         - Aquí.

         - Ah, bien. Ella también se merece estar aquí – dijo el padre, más tranquilo.

          -Y ahora… ¿qué tal algo caliente para beber?

          -Mientras no sea sopa… - dijo Baker. Y Canterville estuvo de acuerdo.

          -¡Pero nada de cerveza! –dijo la mamá.

          -Déjeme explicarle, señora mamá – intervino Viktoria.

          -No se preocupe, son cosas que pasan. Y además, es una historia, nada más.

Entones Kaspar aclaró:

          -De ningún modo pensará que sus hijos bebieron cerveza aquella noche. El señor Todd preparó la cocoa más deliciosa de la historia, y se durmieron felices.

          -Ah – suspiró la mamá aliviada, y le agradeció la aclaración. Un problema menos.

Bueno, mejor así, pensaron todos; que la mamá conociera toda la historia. Y le agradecieron  a Kaspar la aclaración. Viktoria estaba orgullosa de él.

Después, sirvió cocoa y té (al señor Todd, perdón, al señor Tallarín), agua con gas a Viktoria, y sí, cerveza negra a Kaspar. Y el papá acompañó al vikingo, porque ya se sabe que no se puede dejar a un vikingo beber solo, porque es de mal amigo. Y el papá y Kaspar, no bien se vieron, supieron que serían amigos para siempre.

Después, la mamá dijo que había puesto sacos de dormir en el living y un saquito para el zeppelín-esfera, y dos alfombritas para Quintín y Pontiki. Pero que antes de que se fueran a descansar, querían escuchar la historia completa, del principio al final, de todo lo que había ocurrido en ese viaje.

Y tenían todo el tiempo del mundo, claro está. Y la cocinita inglesa era tan acogedora.

Y como yo estaba escuchando también, anoté todo y la escribí. Y si alguien la quiere volver a oír, pues que vaya al principio del libro y empiece otra vez. Y si quiere agregar algo, porque me lo olvidé, pues que lo haga. Así es como las historias crecen y siguen vivas.

 

Y ahora, las buenas noches a todos. Porque mientras ellos conversan animadamente, yo necesito descansar un poco.