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Ilustraciones de la autora
a
Hilia Moreira
Ilia
es muy pequeñita, -tanto, que le dicen Petit Pois- y vive en un
edificio muy alto, muy arriba, en el ático, casi en el cielo.
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Todos
los días se levanta y se acerca a la ventana.
La
madre siempre le dice:
-
Ilia, no salgas al balcón. Ilia, no te acerques a la baranda.
Durante
el día, la madre sale a trabajar, y deja a la pequeña Ilia sentada
en un sillón muy grande, de espaldas a la ventana, mirando la pared.
Petit
Pois se pierde en el sofá; las piernas no le llegan al suelo. Piensa
que nunca lo alcanzará, y que eso le sucede a las personas que viven
en edificios tan, tan altos, como ella.
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Cuando
llega la madre del trabajo, abre la ventana. A veces entra el aire
de la costa o se cuela el chillido de alguna gaviota. La madre una
vez le dijo que vivían muy cerca del mar. Pero nunca ha ido ahí. No
sabe lo que es el mar. Sólo cuando la madre se distrae y
abre
la ventana, escucha a veces el ir y venir de las olas, a lo lejos.
Le brillan los ojos como nunca, parecen pequeñas luciérnagas verdes.
Pero en cuanto la madre se da cuenta de lo que la pequeña Ilia está
por hacer, repite:
-
Ilia, no salgas al balcón; Ilia, no te acerques a la baranda.
A
veces Petit Pois pega la nariz al vidrio y mira el cielo. Muy azul
en el verano; más desteñido en el otoño; casi blanco en el invierno.
En la primavera, el sol es un arco iris. Así aprende a distinguir
las estaciones.
Después
se hace de noche; Petit Pois come lo que la madre ha preparado y
luego se va a dormir.
De
noche, sueña con el mar.
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A
veces el mar es del mismo azul que el cielo del verano, y
transparente. Hay tantos seres vivos allí. No solamente peces. En el
mar color verano hay aves, gatos, tortugas y otros animales que no
sabe qué son. En especial le gustan los gatos. Nadan tan bien como
los peces, pero además tienen la ventaja de que cuando se cansan
pueden andar sobre la superficie del fondo del mar. Allí juegan con
los cangrejos o con los caracoles. |
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Hay un gato en
especial, que tiene unos hermosos bigotes verdes, que se mantiene
aparte. Se ha hecho amigo de un pulpo minúsculo, y ambos pasan largo
rato mirándose. A veces el gato estira la pata y el pulpo enreda los
tentáculos en ella, de modo que parecen un solo animal. Petit Pois
sueña que ese nuevo animal se llama gatulpo.
Se
acerca lentamente a ellos, se sienta en una roca de color ámbar y
los observa. Quisiera participar en el juego pero no se anima. Se
siente feliz de poder estar aquí.
Una
vez una mariposa marina se le posó en la nariz confundiéndola con un
coral turquesa. Petit Pois la dejó estar pero quedó bizca de
intentar mirarla.
Cuando
despertó por la mañana, le dolían los ojos.
La
madre dijo:
-
Ilia, qué aspecto terrible tienes hoy. Quédate en la cama.
No
le gusta quedarse en cama, porque se siente prisionera. No bien la
madre se va a trabajar, ella se levanta. Esta vez no ha dicho nada
de no asomarse al balcón. Se acerca a él pero luego retrocede. ¿Y si
la madre vuelve? ¡Oh, el enojo de esa madre puede ser terrible!
Petit Pois lo conoce muy bien, porque una vez derramó la sopa sobre
la alfombra y fue como si se hubiera acabado el mundo. De modo que
se aleja de la ventana y se hunde en el sillón, abrazada al oso al
que le falta un ojo.
Cuando
la madre llega, la encuentra dormida.
Ilia
es tan frágil, tan pequeña. Le da tantas preocupaciones. No tiene
tiempo de ocuparse de ella, aunque le gustaría que pasaran más
tiempo juntas, jugar, leerle historias. Pero la vida es dura y ella
no tiene un hombre que se haga cargo de los gastos y del alquiler.
Ni siquiera puede pagarle una guardería o una abuela postiza que le
narre cuentos.
Se
arrodilla delante de Ilia y suspira. Sin querer, se le escapa una
lágrima que cae sobre la mano de la niña.
Ella
está inmersa en el mar color de cielo de otoño. El gato de los
bigotes verdes no está a la vista, ni tampoco el pulpo o los
caracoles. Detrás de una roca le parece ver una gran cola de escamas
rojas y doradas. Qué silencioso está todo. La cola se mueve un poco,
y casi le parece que es una sirena.
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Qué
bonita es! Tiene los cabellos del color de la plata y entre ellos
brillan algunas briznas verdes. ¡Ah, si pudiera ser así de bonita!
Porque Petit Pois tiene las piernas delgadas y un poco chuecas, las
rodillas huesudas y el pelo tan negro. Su madre le ha dicho que a
veces le recuerda a un pequeño tordo.
La
sirena se va, flotando lentamente en el agua y dejando una fila de
burbujas diminutas detrás de sí. No ha visto a Petit Pois, y la niña
sabe que aunque lo hubiera hecho, no le habría hecho caso.
- No
hables jamás con extraños, dice siempre su madre.
¿La
sirena es un extraño?
Algo
le humedece la mano y abre los ojos. Alcanza a ver a su madre
hincada delante del sillón. Pero no bien despierta del todo, ya ella
se ha puesto de pie y recuperado el aspecto
serio
que tiene siempre. ¿Cuándo descansa su madre; cuándo imagina cosas
bonitas? ¿O es que los adultos no lo hacen jamás porque no lo
necesitan?
La
madre le dice que se lave las manos y que venga a cenar, que en
pocos minutos la comida estará lista. Pone en el plato un poco de
puré y le da una cuchara. Ilia intenta hacer un castillo, pero el
puré no es lo suficientemente firme. La madre la apura. Es tarde,
está cansada y es hora de irse a dormir.
Esa
noche sueña con un mar del color de la primavera. Ah, quisiera
volver a ver a la sirena; ¿será posible? Bastaría con que le
preguntara al gato si sabe quién es y dónde puede encontrarla. ¡Pero
qué dice! Jamás ha hablado con esos extraños seres, que parece que
no la vieran. Se sienta en una roca chata cubierta de algas y se
rasca la cabeza.
A
lo lejos ve un movimiento. Es una mancha grande, sin forma definida,
que viene en dirección a ella. No es la sirena. Esto es otra cosa.
Petit Pois se asusta un poco, pero después recuerda que en realidad
no está allí, que todo es un sueño. De modo que se queda quieta y
espera. La mancha ocupa una cantidad enorme de espacio.
Abre
muy grande los ojos.
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¡Es
un dragón!
Es
un extraño dragón, porque aunque abre las fauces enormes, de ellas
no sale fuego, sino agua. Borbotones de agua plateada, que casi
parece puñales de hielo. El dragón se mueve con elegancia,
esquivando medusas y caballitos de mar. Los ignora a todos, y la
mirada está perdida en un punto muy lejano.
Petit
Pois lo observa, fascinada. ¡Cómo le gustaría subirse a esa enorme
criatura y pasear por el océano con ella! Llegaría a todos los
rincones, incluso los más alejados y profundos, y hasta podría ver
en la oscuridad, porque los ojos del dragón son como dos brasas
encendidas, que resplandecen en el mar.
El
dragón está muy cerca de la roca; si Petit Pois estira una mano
podría rozar su piel escamosa. De cerca parece hecho de cristales y
piedras preciosas.
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Cada
escama es un espejo diminuto, y de pronto miles de Petit Pois la
miran con la misma mirada triste y sorprendida. El cuerpo del dragón
se ha cubierto de ojos negros que resaltan en el verde esmeralda de
la piel.
¡Qué
hermoso es! Siente una fuerza desconocida que la impulsa hacia él.
Se pone de pie en la roca chata, se alisa un poco el vestido
encogido, y lo mira. El dragón la ve y queda desconcertado. ¿Qué
clase de criatura marina es esa? Pasa a su lado y la ignora; es
demasiado delgaducha para que merezca la pena acercarse a ella.
Petit Pois, triste, vuelve a sentarse. De pronto algo le dice que lo
que el dragón busca es a la sirena.
Está
enamorado de ella.
¿Cómo
será el amor de un dragón por una sirena? Maravilloso, sin duda;
cálido y perfumado.
El
dragón desaparece, pero una de las patas se rasguña con una roca
afilada, y caen algunas escamas. Petit Pois recoge una y se la
guarda en el bolsillo, tras mirarla con atención. La escama es
verde, brillante, del tamaño de la palma de su mano, y suave al
tacto. La mete allí, feliz y un poco avergonzada de su arrojo, y
luego regresa a la roca.
La
madre la despierta:
-
Ilia, Ilia, a lavarse las manos.
En el
baño no puede verse en el espejo porque es demasiado pequeña. A
veces se sube a un banquito y entonces puede observarse. Algunos
días se reconoce en la imagen, y otros, la pequeña Ilia se le
aparece como una completa extraña. Quisiera crecer de una vez,
alcanzar el suelo con los pies y poder salir al balcón. ¡Pero el
tiempo pasa tan lento!
Entonces
mete la mano en el bolsillo, y los dedos encuentran algo allí. Es
frío y un poco áspero, de forma desconocida. Ilia mira: es una
escama.
¡Entonces el dragón también existe! Pero si la madre encuentra la
escama sí que será un problema. Creerá que se asomó al balcón. La
esconde debajo de la almohada y pone sobre ella varios muñecos.
Luego va a la cocina.
La
madre ha preparado una papilla de color arena; se le hace que los
guisantes son los guijarros de la orilla del mar, y los trocitos de
carne son los caracoles. Ilia mira el plato; no quiere destrozar el
paisaje con el tenedor. Se niega a comer. La madre no insiste esta
vez; está cansada, y en realidad quiere irse a la cama.
En
la oscuridad de la pequeña habitación, Petit Pois mete la mano
debajo de la almohada. La escama está allí, tan helada como cuando
la encontró. Se la acerca al rostro y la mira.
Emite
una luz extraña, que transforma la habitación en una cueva marina.
El techo es de roca viva, con vetas azules y grises; el suelo es de
arena gruesa; de las paredes surgen hidras y corales; a lo lejos
puede adivinarse la silueta de un buque hundido.
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Abrazada
al oso sin ojo, Petit Pois no puede creer lo que está viendo. ¡Su
cuarto convertido en mar, y no es un sueño!
Hasta
la ventana ha desaparecido. En su lugar hay un enorme hueco, por el
que se ven peces y caballitos de mar. Todavía tiene la escama en la
mano, que ha dejado de ser fría y áspera. Se acomoda perfectamente
en la palma de la mano; tanto que parece que siempre ha formado
parte de ella.
Entonces se mira la mano y a la extraña luz fosforescente de ese
océano maravilloso, ve que la piel se ha tornado plateada, y que
entre los dedos ha empezado a crecer una suave película fina y casi
transparente.
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De
tanto soñar con el mar, Petit Pois se ha convertido en una criatura
marina.
El
oso se le escurre de los brazos, ahora cubiertos de escamas
pequeñitas, de color dorado y rojo, y alcanza con gracia el hueco
que antes era la ventana. Pasa a través de él y abre los ojos tan
grandes como puede.
¡Qué
paisaje hay allí esperando por ella!
Nunca
imaginó que pudiera existir un lugar así de hermoso. En un enorme
espacio, rodeado de rocas y corales del tamaño de una persona: el
dragón.
Lanza
esa llama de agua plateada y los ojos brillan más que nunca. Parece
que sonrieran. La voz truena, cuando por fin habla, y se forman
remolinos a su alrededor. Tal es la fuerza que tiene el sonido.
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Pequeña Ilia, has venido.
Petit
Pois nada con soltura hasta él, convertidas las piernas en las
extremidades curvilíneas de un pez, y el cabello ondea.
Se
acerca tanto como el temor se lo permite.
- No
tengas miedo, no te haré daño.
Petit
Pois vuelve a reflejarse en esa piel que tiene siglos de vida, y
entonces ríe. Ríe por primera vez en toda su vida, y se sorprende de
su risa. Después se acerca al dragón y trepa sobre su lomo, que es
grande como una montaña. Pero no le molesta que los pies no lleguen
al suelo, porque ya no los tiene. Ahora puede flotar y nadar, y no
hay ni arriba ni abajo, ni suelo ni techo, que le recuerden lo
pequeñita que es.
Se
monta en el dragón, que se estira y es mucho más grande de lo que
parecía.
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Es
el rey del mar. Y ella, Ilia, la pequeña Ilia, cabalga sobre él.
-
Vamos, pequeña Ilia, te mostraré todo lo que quieras.
- ¿A
la sirena también?
El
dragón nada contesta. Se pone en movimiento como si pesara menos que
una pluma. Ilia se sostiene de los enormes bigotes que rodean sus
fauces.
Es
feliz.
Ha
llegado al mar
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